Trece años hay entre Breve sol y Dualidades, último libro de poemas de Circe Maia, editado en noviembre de 2014. Sólo el intervalo entre su libro infantil, Plumitas: poesías de mis 10 y 11 años (1944) y su primer libro de madurez, En el tiempo (1958), supera este “silencio”. Y las comillas están justificadas, porque este silencio es un silencio relativo: en 2007 Maia reunió su Obra poética, que reeditó en 2010 con agregados; y de 2011 es su maravilloso libro de ensayos La casa de polvo sumeria: sobre lecturas y traducciones, que recoge textos que habían aparecido en distintos medios gráficos en relación con la literatura (y la filosofía). De todos modos, Dualidades marca un regreso: el regreso de una de las creadoras más importantes de nuestra poesía, de una de nuestras voces más claras y poderosas, y por eso, hay que celebrarlo.

La obra de Circe Maia (que abarca diez libros de poemas, en verso y en prosa, uno de ensayos y una novela, Viaje a Salto) es variada, pero una. Entre sus libros se da, como dentro de los poemas, una conversación, un diálogo. Dualidades exige que el diálogo se haga, la referencia es explícita. No sólo vuelven los motivos tan cercanos a la poeta (los cuadros de Klee, las parábolas de Kafka, los paisajes de Caraguatá), sino que abre el libro un epígrafe. Este hecho (comenzar un libro con una cita) es común en muchos poetas, no así en Maia. Sólo su primer libro abre con los versos de Machado que dan el título “Ni mármol duro y eterno, / ni música ni pintura, / sino palabra en el tiempo”, auténtica consigna que pasa del andaluz a Maia y que ella ha tomado como definición de lo poético, de lo que vale en poesía: no la atemporalidad sino, como explica Juan de Mairena, la búsqueda de la inmortalidad que pone acento en el tiempo, en su inexorable paso. De alguna manera, la paradoja es la que gesta la poesía: enraizarse en el tiempo para volverse eterna. Esta “respuesta animada al contacto del mundo” (frase con que Machado refiere a la poesía y que Circe Maia hizo suya) vincula el quehacer poético con un vivir humano elemental, un ser cotidiano que se detiene y se asombra de su propia simplicidad y abismal complejidad. Un verdadero vínculo discreto entre vida y literatura que se consolidan y confunden en esta obra de inmensurable valor.

Como En el tiempo, Dualidades comienza con un epígrafe, también. De Machado, también. También de sus Nuevas canciones (1917-1930). Otra arte poética en tres versos cortos: “Da doble luz a tu verso, / para leído de frente / y al sesgo” que hace releer (y repensar) su obra entera. El enclave de lectura doble que se propone a través de Machado (pensar la poesía como arte del tiempo, pensar la poesía como arte esencialmente ambiguo) funciona como disparador para la siempre gozosa experiencia de releer a Circe Maia, de releerla desde el principio, desde el breve prólogo que abre su primer libro hasta las Despedidas de este último (sin embargo, espero, no final).

Pero las referencias no terminan allí, el libro pide que se lo lea en un continuo, nos lo exige desde los títulos, desde los demás paratextos y desde los versos mismos de sus potentes poemas. Así, las dos secciones en que está dividido, “Imágenes” y “Voces”, comienzan con sendos epígrafes que explicitan el intertexto con el que se establece el diálogo: la obra anterior de la poeta. El primero, de la primera parte del poema “Vermeer”, que pertenece a la segunda sección de Cambios, permanencias, de título común “Imágenes”; el segundo de “Palabras”, de Presencia diaria.

“Imágenes de imágenes / luz filtrada y silencio”, sentencia Maia desde su poema de 1978. Así se abre la primera parte, de contemplación: ver el mundo sin juicio, sin intentar modificar la realidad, recibir pasivamente por los sentidos eso que se nos da (que nos es externo) es la consigna. La transformación, sin embargo, es ineludible. Maia lo sabe. El paso de la imagen (de la vida) a la palabra constituye una profunda metamorfosis, Maia lo sabe y lo acepta. Sabe y acepta la insuficiencia de las palabras, su carácter esquivo, traicionero, y por eso define, se detiene, detalla; porque sabe que el lenguaje poético no es compartido y que debe serlo. No hay, en todo el libro (y, podría decir, en toda su obra), una sola palabra ingenua. La limpieza extrema del vocabulario, su ascetismo, es producto de un proceso lento de expurgación que la poeta ha comparado en su poema “El medio transparente” (de Superficies, de 1990, que tiene su eco en este libro en Juego de niños) con la limpieza de las ventanas (que no debemos pintar ni decorar). Cada poema único abre las posibilidades inmensas de las palabras y expone todas sus limitaciones. El placer delicado por lo ambiguo, por lo indefinido (me viene a la memoria la imagen de Perrault que recupera Dostoievski de la sombra del cochero que con la sombra de un plumero limpia la sombra de un coche) es una constante: la verdadera riqueza de la poesía, parece decirnos Circe Maia, está en su capacidad de esquivar toda constricción, como un chorro de agua que intentáramos asir. La verdadera riqueza de las palabras es su propia limitación: ser y no ser a la vez. La mirada de la poeta se detiene siempre en detalles, a menudo marginales, de fotografías, cuadros, dibujos, y a partir de allí revela sutiles secretos y nos participa de su revelación. La “seriedad lúdica” con que Roberto Appratto definiera el modo de presentación de Maia como poeta está en jugar con el lenguaje desde fuera de todo supuesto profesionalismo o academicismo y, sobre todo, en invitarnos al juego, un juego que ella practica con todo rigor.

En un poema que se encuentra casi en la mitad de la primera sección aparece, de pronto y sin aviso, una voz. El libro recibe un repentino sacudón. La voz se rebela contra el yo lírico que llevaba adelante, vacilante, el poema. La voz extraña calla a la voz del poema, la clausura. “Esta nueva voz es fuerte. / Es firme. / Es clara. / Se enfrenta al tembloroso pensamiento”, su poder es total, cierra el caudal, clausura las otras voces, esta voz no volverá.

Segundo movimiento

“Es tiempo, es tiempo ahora / de voces entre voces apoyadas”, dice Maia abriendo la segunda sección, desde un poema de 1964. Otra vez: las voces se corporizan, se personifican, ocupan espacio. Al diálogo se le suman personas que interrogan, se interrogan, cuestionan y se cuestionan. “Con el número Dos nace la pena”, dice un verso de Leopoldo Marechal; Circe Maia parece discordar. Dualidades es, como gran parte de su obra, una celebración del Otro. Basta repasar los títulos de algunos de sus poemarios anteriores para considerar la constante: Vivir nuestro (última sección de En el tiempo), El puente (su tercer libro, de 1970), Cambios, permanencias y Dos voces (de 1981) dan la idea de binarismo. Al menos en principio, porque pronto las voces se multiplican, se replican y ahondan, se llaman, se hacen decir desde lo imposible (también desde la muerte). Hablan poetas (desde sus obras, desde sus palabras), hablan personajes de novelas, hablan los que ya no están. La poesía se convierte en traducción, traducción de un código ajeno (la lengua, que siempre es de los otros) en un sentir propio y único que a su vez sufre un nuevo cambio y se vuelve común, transferible, humano. Todo se va llenando de voces que en su multiplicidad se dan su lugar, se muestran claras y sinceras. Como el diálogo socrático, los poemas de Circe Maia nacen de la duda. No afirman rotundamente, construyen el pensamiento lentamente, pregunta a pregunta, y muchas veces no hay conclusión. Otras, un dístico medido y certero (tal vez herencia del soneto isabelino) o un verso solo cierra como un epigrama y queda prendido ahí en la hoja y resonando “-Cuidado, porque esa impresión / también es aparente”.

La contradicción se festeja. En un poema que se llama “Ella”, y que debe leerse en conjunto con el ensayo “La (el) visitante”, de La casa de polvo sumeria, nos asegura (hablando de la muerte): “Ella es la nada”. En otro, afirma, parmedianamente: “Nada es la Nada”. Otro poema se llama “La pared mal encalada” y su primer verso lo niega: “En realidad no fue mal encalada”. Si el primer libro situaba En el tiempo a su autora, este último se escribe casi por fuera del tiempo. “Quedas / a un costado del tiempo”, asegura, y desde allí escribe, escribe aún una poesía que atestigua la vida, la muerte y su desgaste a cada instante y en cada detalle, en “los bordes del mantel, un poco / desflecados” y en unas pinturas egipcias. Que exige que las cosas hablen y resurjan ante nosotros en toda su verdad. Que se alza contra el olvido y que se adentra en una aventura interior que es con lo humano, es decir, con el lenguaje. Que sabe que todo está en un libro, pero que a ese libro no lo podemos leer. Porque aunque “La luz y la sombra / han devorado el tiempo”, la poeta ve más allá, ve “La hora del silencio”.

“Doble luz, doble mundo” dice en el poema “Desdoblamiento” de Cambios, permanencias, y desde esa certeza se escribe este nuevo libro, desde la convicción de la existencia de un mundo (cuanto menos) dual donde el vacío es tan productivo como su contrario, donde, como sentenció Heráclito el Oscuro, las cosas son y no son a la vez y de esta oposición nace el todo y allí es donde hay que buscar las cosas: en la apariencia se esconde lo esencial, “Cada cosa / mostrándose en su doble: sombras, reflejos” que no nos engañan.

En el poema “Istad, Suecia (in memoriam)”, imágenes y voces (contradicción aparente) se funden en el recuerdo: la figura de una luna en el cielo (que se contrapone a la de “Sobre un cuadro de Cúneo”) y un hombre que recita. En la memoria las sensaciones se superponen, se contaminan, se agudizan y a veces se llega, en este territorio, a lo indecible: “...” se llama el poema de lo que no encuentra palabras, de aquello que se rinde ante el lenguaje, pero que, sin embargo, el lenguaje intenta decir. No importa que haya cosas indecibles, mientras haya alguien que intente, empecinado, decirlas, aunque esto sea sólo para consignar la imposibilidad. Y luego callar.