La anterior versión importante y exitosa del libro del Éxodo en Hollywood fue El príncipe de Egipto (1998), un dibujo animado de DreamWorks. Fue seguida por The Ten Commandments (2007), ya con animación por computadora, que tiene la fama de ser la recordista de peor boletería de todos los tiempos (es una leyenda urbana, pero expresa lo mal que le fue; en su momento fue el segundo largometraje de animación por computadora de más baja boletería lanzado al mercado anglonorteamericano). Ya era hora de una versión digna de la imponencia y las pretensiones de la superproducción Los diez mandamientos, de Cecil B DeMille, de 1956, con Charlton Heston. La tarea fue confiada a Ridley Scott, quizá sobre todo debido a que había embocado un éxito oscarizado con Gladiador (2000), que puede reducirse con ésta al género “épico con espadas y sandalias”.

Eso último puede sonar un poco blasfemo para un relato bíblico, pero en definitiva, para bien o para mal, es el tratamiento que se le da a la cosa en Hollywood: la Torá y la Biblia son fuentes como cualesquiera otras de historias prevendidas, espectaculares y con oportunidades para lucir efectos especiales (así como la mitología griega o las historietas de Marvel). No era de pronto tan radicalmente distinto en tiempos del mamotreto de DeMille, aunque allí contaba también el empeño por generar un monumento cristiano cinematográfico a lo yanqui, y funcionó como tal: durante décadas, en algunos mercados, Los diez mandamientos fue relanzado anualmente para un período de exhibición en salas alrededor de Semana Santa, y sigue siendo la sexta mayor boletería de todos los tiempos. Esa afición por películas cristianas sigue viva (véase el éxito enorme de La pasión de Cristo (2004), de Mel Gibson, sin actores estrella, sin efectos muy costosos y hablada en arameo).

No sé si DeMille era un hombre religioso, pero sin dudas hizo su película teniendo en consideración un público religioso, conocedor y respetuoso de la Biblia. DeMille era además un hombre que vivió y participó en la constitución de Hollywood, y era un excelente contador de historias visuales. Ridley Scott, en cambio, es británico, agnóstico, se formó en publicidad y nunca logró desembarazarse de esa herencia: lo suyo es mucho más el estilo visual, la dirección de arte, el montaje a corto plazo (y no la narrativa, el montaje a largo plazo, la actuación, la psicología, la elaboración conceptual). Cuando la narrativa de sus películas corrió por cuenta de algún excelente guion que se combinaba con su talento particular para generar cierto tipo de climas, hizo tremendas películas como Alien: el octavo pasajero (1979) y Blade Runner (1982). Por lo demás, su filmografía es esencialmente indistinta. Parece haber aceptado dirigir este seudo blockbuster porque lo contrataron para hacerlo por buena plata, porque su carrera anda vagando medio sin rumbo, y a ver qué pasa.

El visual es, por supuesto, espectacular. Tenemos una visión muy detallada e impactante de una gran ciudad egipcia antigua, o de un barrio lleno de cientos de miles de esclavos, o de la persecución de los hebreos por el ejército faraónico. Pero la historia es muy amplia y compleja para entrar en mucho menos que las tres horas y 40 minutos que duraba el clásico de DeMille (acá son sólo dos horas y media), con el resultado de que, aparte de la cortedad de talento para manejar esas cosas, no da el tiempo como para que se genere penetración en las motivaciones y conflictos de los personajes y empatía por ellos. Josué debe tener dos líneas de parlamento en toda la película, y vemos nomás los ojos asombrados del actor Aaron Paul vestido con una pollera de arpillera sin lograr que eso se convierta en un personaje (más bien aguardamos que a cada momento diga algo como “Let’s cook some meth”). Peor aun con Aarón, quien esencialmente no cumple rol alguno más que el de contornear la posible crítica de que el hermano de Moisés fue totalmente omitido del relato. La pobre Sigourney Weaver no pasa de ser un rostro famoso disfrazado de egipcio.

Milagros agnósticos

No contento con actualizar, en función de las nuevas posibilidades técnicas y usanzas estilísticas, el visual, las actuaciones y los diálogos, Scott y los guionistas quisieron añadir unos toques personales. Algunos consistieron en cambiar por cambiar, sin interés añadido alguno (cuando Moisés mata a los soldados egipcios, lo hace en legítima defensa y no para proteger a otro hebreo). Otros cambios responden al agnosticismo de Scott, quien parece empeñado en algo cercano a una verosimilitud científica, minimizando el componente milagroso. Así, se muestra a las plagas como un encadenamiento de catástrofes que pudieron, cada una de ellas, provocar a la siguiente (con la excepción de la muerte de los primogénitos, que no se explica). La travesía del Mar Rojo se convierte en una especie de tsunami (el mar se va secando paulatinamente y de pronto vuelve una ola gigante), lo cual no es ni chicha ni limonada: tiene poca gracia ver el agua bajando como si alguien hubiera sacado el tapón de una bañera, y el receso de marea previo a un tsunami nunca es tan lento y prolongado como para permitir que toda esa gente cruce el mar a pata llevando además todas sus pertenencias, así que ni es propiamente creíble, ni tiene el impacto visual del mar abierto al medio en forma sobrenatural. En la travesía del desierto no hay referencia a la columna de fuego que les servía de guía a los hebreos, tampoco al maná y al agua milagrosa que los mantuvieron con vida (pero tampoco se proporciona explicación alguna sobre cómo fue que se arreglaron para sobrevivir en esas condiciones imposibles). No entiendo qué sentido tiene buscarle verosimilitud al cuento del éxodo de los hebreos, que no tiene plausibilidad histórica alguna, y tratar con pudor seudocientífico lo mítico de una mitología.

Dios es mostrado como un niño, una propuesta sin dudas instigadora y que sirve para contornear el cliché del patriarca barbudo. Sin embargo, una vez que su función es parecida a la del mismo personaje en el Libro del Éxodo (autoritario, arbitrario, decidido a imponerse por la presión terrorista) eso termina generando el problema aun más grande que el cliché, es decir, el de un pendejito insolente dando órdenes con acento británico, que no genera ni respeto ni simpatía. Cuando Josué espía a Moisés en sus diálogos con Dios, nunca se ve al niño ni se escucha su voz, y se deja abierta la posibilidad de que se trate de una alucinación. Las visiones, además, empiezan cuando Moisés se lleva una pedrada en la nuca.

Es imposible no tender a leer como alegorías políticas algunas imágenes de autoritarismo y opresión en Medio Oriente, como cuando los egipcios allanan residencias de los hebreos y los tratan con violencia e insolencia. Tales alegorías, sin embargo, son difíciles de direccionar, porque a lo que se parecen esas imágenes es a los soldados estadounidenses en Irak, o quizá a los soldados israelíes en algún barrio palestino. Si hubo intención metafórica, eso podría ser algo así como “¿ves que eso que tú y tus aliados hacen es lo que alguna vez hicieron contra ti y no te gustó?”. Pero también podría tomarse como “ya te lo hicieron a ti lo suficiente, es hora de cambiar roles”. La cuidadosa vaguedad ideológica es típica de los blockbusters.

La música de Alberto Iglesias es un compendio de clichés distintos: a veces es una de esas partituras rimbombantes a la manera de El señor de los anillos (Peter Jackson, 2001, 2002, 2003), a veces recurre a elementos tradicionales de Medio Oriente con un toque world music a la manera de La última tentación de Cristo (Nikos Kazantzakis, 1988). En algunos de los primeros contactos de Moisés con lo divino suena una imitación muy evidente de la obertura de El oro del Rin, de Richard Wagner, lo cual no deja de ser desubicado o impertinente para contar la saga fundacional del pueblo judío (Wagner fue uno de los más influyentes pensadores antijudíos en el siglo XIX, contribuyendo a dar origen a lo que se llamaría “antisemitismo”). Esa impertinencia es aun más grande, o una gaffe gigantesca, cuando, durante las plagas, la música recurre a una imitación de Carmina burana para generar un clima terrorífico similar al de La profecía (Richard Donner, 1976). Pero allí la música del principal compositor oficial del nazismo era usada para ambientar los actos del Demonio, no del Dios hebreo.