Ahí voy inquieto pero simulando tranquilidad, sobre la vereda que da a la avenida que separa el Puerto de la Ciudad Vieja. La inquietud ya es conocida por todos y no parece honesto decir que uno camina por ciertas calles con la libertad del paseante, aunque la desee, como desea subirse a uno de esos barcos encallados y enormes en el puerto, que le dan a la ciudad ese gesto de tierra de inmigrantes, de ciudad-puerto, de conexión con el mundo.

Apenas caminando por el pretil de Ciudad Vieja uno piensa en este país, su pobreza, su recuperación y su esplendor. La mayoría de los edificios son o fueron de una arquitectura sublime, pero algunos sólo cuentan con un jirón de aquella seda delicada. Quizás no sea nostalgia lo que produce, pero sí una melancolía arraigada (no sé qué sentimiento es peor) ante toda esa desidia o realidad: ese hombre tirando baldes con agua y barriendo con una escoba sucia el agua mugrienta que sale de una puerta que ahora seguro es pensión o casa ocupada, y que antes quizás no fue palacete pero sí una casa donde los hombres vestían de traje y las mujeres usaban largos y pesados vestidos. Y a diez metros, un edificio recompuesto, llevado al límite de su elegancia, que se acentúa por el diagrama perfecto de una plazoleta mínima y pensada por alguien que ama o amó el pasado y el presente y que seguro sueña con una ciudad habitada y transitable. Ese tramo de la rambla frente al puerto podría convertirse en la delicia de un paseo estival, con un viento firme y casi olfativo, de reconciliación mayúscula con los malestares del día. Pero nadie la camina.

La recorro y veo a un costado grúas, contenedores, barcos y viajeros que llegan al país por ese puerto, y del otro, calles oscuras llenas de edificios de un casco histórico que suspira su aliento de muerte o resurrección.

Ahora hay un movimiento que se ha extendido en el mundo y ha llegado a Montevideo, y al que llaman gentrificación: las clases medias o medio altas y cultas ocupan esas zonas derruidas de la ciudad y generalmente las recuperan con el auspicio de algún mecenas rico. En Ciudad Vieja sólo una mujer extranjera, adinerada y vinculada al arte compró más de diez casas o viejas fábricas y se las entregó a artistas locales. El problema de la gentrificación (a la que también se le llama aburguesamiento, y que no es ajeno a la reflexión de los artistas) es que esos aterrizajes (sumados en Ciudad Vieja a la instalación de cientos de cámaras de seguridad) van desplazando a sus habitantes pobres y no cultos, y se corre el peligro de una limpieza social que embellece la ciudad pero no soluciona ni por arte de arte los problemas y las diferencias de clase.

Son las contradicciones del capitalismo del que el arte tampoco puede sustraerse. Pero yo sigo caminando e intento, como siempre, que el viento me sustraiga de toda la cuestión social, aunque a cada paso encuentro un signo que me vuelve a los mismos asuntos: el logo de la Administración Nacional de Puertos es nuevísimo, realizado por verdaderos diseñadores, un logo o una marca que nos dice de empresas públicas que se consideran modernas, eficaces, en consonancia con el mundo. Un logo potente y moderno que se ubica justo enfrente de un barsucho con tres mesas afuera, en donde me gustaría tomarme una cerveza. No soy tonto, creo, y desde el primer vistazo intuyo que aquello es más que un bar de tercera.

Igual entro y con una mirada panorámica y extremadamente rápida corroboro mi intuición: es un bar de putas y eso es evidente por el rojo de sus sillones, las luces de discoteca, la cumbia que suena, las decenas de mujeres sentadas y en shorcitos o minifaldas y buenas piernas esperando más que un cabeceo de bailarín. Un dato más termina de darme el veredicto: una cerveza cuesta 300 pesos, un whisky barato, 250. No puedo quedarme a observar la fauna porque no llego a los 200. Me apuro a robar imágenes y me animo a sostener (por sus posturas corporales y la exuberancia de sus cuerpos, el color de sus pieles, algún acento que me llega entre la cumbia) que la mayoría son inmigrantes. Otro día será, me digo, y hago el camino inverso buscando un bar y pensando en la inmigración.

Qué mejor que uno con un nombre arquetípico para nuestra inmigración histórica: el bar Iberia, en Uruguay y Florida.

Un hombre con toda la gestualidad del langa criollo trata de seducir a una negra corpulenta y caribeña que se maneja con la soltura que da la experiencia. Un señor con la cara pegada a una mesa, de camisa rosada y gorro blanco de ala ancha, duerme vaya a saber qué trago, un obrero joven vomita la bilis (del cansancio, la rabia o los muchos tragos baratos) recostado sobre el wáter, para a los cinco minutos, ya vaciado de algo, quizás de sí mismo, volver al mostrador y pedir una más, siempre la última. Llega otra negra (es dominicana, seguro) toda emperifollada y habla con su compatriota, se sienta a la misma mesa, se cambia al mostrador, conversa con otro parroquiano, con quien atiende la caja, con el viejo mozo que aún conserva rastros de su acento ibérico.

Así también es nuestra realidad, más allá de la cantidad de esos bares coquetos y parecidos a los de las grandes capitales que remixan el pasado (¿lo gentrifican?) o le pintan la cara para que nos sintamos un poco más hombres de este mundo (y en verdad lo logran).

En las puertas de madera vieja y vidriadas del Iberia, algunos chistes o gags del humor o las costumbres criollas resumen cierto espíritu: “Angelito, serví la última”, “No seas malo, Pepe”, “Dejá, José, estábamos bien” y el infaltable de cualquier borrachera: “Vos sí que sos mi hermano”.

El viejo mozo barre y va cerrando persianas y limpiando mesas con la parsimonia de los años, mientras sigue sirviendo las últimas.

Sobre un rincón, guardado, protegido, me conmueve un kit de trabajo: el banquito de un limpiabotas con sus cremas y cepillos. ¿De cuál de los parroquianos será? Ahora parece no importar. Da igual, todos son ganadores y perdedores en este puerto de borrachos (esa expresión se la robé hace años a la periodista y escritora Sofi Richero, esa mujer que al escribir produce imperturbables axiomas).

Arriba del set de trabajo del limpiabotas, colgada sobre una pared, una caricatura que, estoy seguro, será parte de bares y casas por décadas: José Mujica sonriéndole socarronamente a los bebedores.

El mozo aún no ha bajado mi persiana y veo en esa esquina, otra vez, las decenas de inmigrantes que van o vienen de 18 de Julio y repito una aseveración sociológica que hace tiempo sostengo: una nueva ola inmigratoria nos sacude la estructura, aunque pocos parezcan verla. Trabajan en los supermercados, los carritos de chorizos, en la prostitución, la limpieza; se están convirtiendo en el patio trasero de esta Suiza para siempre acabada.

Ahora el langa (como todo langa) reparte consejos y establece conductas vitales a todo el que lo quiera escuchar. De su discurso se desprende una bondad buscada pero absorbida por la filosofía del macho y que puede decir algo de su profesión (“yo traigo fruta fresca y la morfa quien la tiene que morfar”, “¿vos cogés hoy?”, “lo tuyo es tuyo y lo mío es mío”, “¿sabés lo que me costó la visa?”), pero termina con una confesión que dice de muchas otras cosas: “Vos tuviste un grado de contención, padre, madre, familia. Yo no tuve nada”. Y el otro le entrega las miserias propias.

Me alejo de esa escucha, tomo el diario de ese día y leo que murió Horacio Ferrer en un artículo que habla de su “Balada para un loco” y del “alma rioplatense” y de pronto me encuentro tarareando una estrofa de “La balada”, de Astor Piazzolla, cantada por Fernando Cabrera: “Los inmigrantes bajan de memoria en los puertos/.../ Flotan otras brumas de canto en la ciudad”. En Ciudad Vieja, Cordón Norte, La Comercial o La Aguada, están viviendo entre nosotros aunque ya no bajen de memoria en este puerto de borrachos y anden a tientas comerciando sus cuerpos (de la forma que sea) con suizos de América que pueden confundirse otra vez con las partituras y las partidas. Y las llegadas.