-Este verano no pensabas salir en carnaval; sin embargo, lo vas a hacer, y en otro rubro: parodistas. ¿Qué pasó?

-Se presentó una oportunidad inesperada, pero que ya se había presentado en otra ocasión: había sido tentado por Los Muchachos para salir, pero estaba muy a gusto en Diablos Verdes, y estaba muy a gusto saliendo en murga. El tema fue que este año ya había decidido dejar de salir en murga, y en carnaval; al menos, por un año. La oferta llegó justo en un día que me levanté particularmente nostálgico, de noches de ensayo y demás, y la consideré. Todo tendía a que iba a ser un no, a que los tiempos no iban a dar, a que no era lo mejor para la dinámica y la logística familiar. Yo sentía que tenía algo pendiente con el parodismo, pero no tenía por qué ser ahora. De chico era una categoría que me gustaba mucho, pero con los años me sentí muy alejado de lo que proponía la categoría.

-¿Por qué?

-Mirá, la etapa de concurso, que implica competencia, tiende a uniformizar propuestas, porque, una vez que un conjunto encuentra un molde que satisface a un grupo de jurados y también a la gente -y, ¿por qué no?, también a la prensa-, es muy difícil plantear algo rupturista desde una expresión artística. En ese sentido, los parodistas habían encontrado un molde musical, actoral, que a mí no me atraía en lo más mínimo. Lo encontraba muy estructurado y bastante solemne. No me terminaba de cuadrar. También, durante muchos años, hubo muy poca renovación de figuras, de los capocómicos, los que encarnan los personajes principales. Está bueno que eso pase, porque son gente muy valiosa, pero en parodismo las primeras figuras son las mismas que yo veía de chico. Notaba que se había anquilosado todo el conjunto de cosas que te estoy nombrando. Entonces me pregunté si yo le podía aportar algo a la categoría y viceversa. De todas maneras, en esta oferta particular, esto pasó a segundo plano. Siempre trato de hablar sin eufemismos en cuanto a lo que es carnaval: es un gran evento, que mueve mucha publicidad, que es televisado, que genera derechos y mueve mucho dinero. Y yo me lo tomo como un laburo. Es decir, me encanta el carnaval, lo mamé de chico, disfruto de sus características más auténticas y de su itinerancia, pero en este caso voy a tratar de hacer un buen laburo. Todo se reduce a la decisión del núcleo familiar: si respaldan y sustentan esa inversión de tiempo, le damos para adelante.

-¿Cuál fue la propuesta de Los Muchachos que no pudiste rechazar?

-Varias, más allá del acuerdo económico; por ejemplo, trabajar en un ambiente familiar, con un grupo humano de buenos profesionales. Yo soy un gran admirador -por fuera de la faz televisiva, que es más reciente- de Luis Alberto Carballo como artista de carnaval. Cuando empecé a ver carnaval fue una figura referente para mí. Te estoy hablando de un carnaval de otro tiempo, en el que la cobertura de medios era muy parcial y esporádica. Como niño sintonizaba mucho con los parodistas, porque eran multidisciplinarios: tenían actuación involucrando humor, canto, baile, maquillajes, etcétera; antes de que a alguien se le ocurriera hacer paralelismos absurdos con Broadway o con la calle Corrientes. No, es un espectáculo barrial, vos lo llevás al Teatro de Verano, podés hacer un gran despliegue, pero mi principal motivación para salir en carnaval es el tablado de barrio. A mí, como artista, el carnaval me dio mucho, porque me permitió mostrar una cosa que los medios no permiten. El medio te expone masivamente, pero las propias limitantes del producto para el que vos estés trabajando te dejan acotado a un determinado rol, y nunca me gustó eso de mostrar un único lado. El carnaval me ha permitido desarrollar varios intereses. También me sedujo probar algo que nunca había probado. Llevo pocos ensayos en un conjunto de parodistas, pero le encuentro ya muchas diferencias.

-En general, me parece que el parodismo no goza de la misma estima que la murga...

-La murga ha tenido una explosión de popularidad. Hubo una suma de factores: años de grandes espectáculos. A principios de los 2000 era un “tuya y mía” entra Contrafarsa y Diablos Verdes. Y, de unos años antes, venía surgiendo con mucha fuerza la movida de Murga Joven -yo provengo de ahí-, que se planteó ser muy iconoclasta y rupturista, y había una sátira a lugares comunes, que después se volvió un cliché en sí mismo, pero en su momento resultó bastante novedosa. Y, entre esos lugares comunes, también estaba la sátira del parodismo. Era como una reafirmación de la identidad murguera. También, el surgimiento de Agarrate Catalina, que es una murga que le ha llegado a un público que no era del palo carnavalero. Hoy me encuentro personas manejando data o conceptos del carnaval, a las que el carnaval les era ajeno por completo. Ahora, por ejemplo, con la noticia de la eliminación de la prueba de admisión de Araca la Cana y Agarrate Catalina, vi un nivel de discusión general que era impensado hace unos años.

-¿Qué opinión tenés sobre su eliminación?

-La prueba de admisión es un concurso más. Como espectador lamento que Agarrate Catalina y Araca la Cana no participen. Pero, a la vez, me deja tranquilo que no se está juzgando trayectoria, lauros o mística, y sí propuestas arriba de un escenario. Si hay murgas que salieron con el cuchillo entre los dientes, hicieron flor de laburo y merecieron pasar, no les vamos quitar el mérito. No creo que haya intereses políticos ni nada.

-Que exista un jurado y una prueba de admisión, ¿no conspira contra la idea de arte?

-Sí, es contradictorio, y es un tema recurrente de conversación entre los artistas de carnaval. Decidís aceptarlo como viene, porque, si creciste viendo carnaval, sabés que esa instancia está, y el espíritu competitivo también en algún momento se despierta.

-¿Qué les decís a los que creen que la murga o el carnaval en general no es arte?

-Que si nos ceñimos a una definición de la Real Academia, están equivocados. Pero hay una cosa que aprendí con el tiempo, y es a no querer evangelizar y generar conversos; en ningún aspecto. Hubo un tiempo en que tenía paciencia para chocar con la academia mas anti-carnavalera, y después me di cuenta de que es absolutamente inútil, y que mi gusto por el carnaval no pasa por que al otro le tenga que gustar a la fuerza o lo tenga que encontrar representativo de equis noción de uruguayez.

-Hace unos días circuló la noticia de que la Intendencia de Montevideo va a invertir un millón de dólares en el siguiente carnaval. ¿Qué posición tenés sobre el apoyo del Estado al rubro?

-Hay un circuito de escenarios municipales que permiten que espectáculos de carnaval lleguen a zonas bastante sumergidas de la capital, y eso es real. Yo puedo entender la crítica si el gasto les parece desmesurado. No quiero hacer una defensa de ese presupuesto por nada. Como artista, me interesa que el espectáculo en el que participo llegue a la mayor cantidad de gente posible, que, como te decía, es lo que más disfruto del carnaval. En el tablado Brisas del Oeste, que queda en la zona de Pajas Blancas, cantamos con los Diablos, y éramos más arriba del escenario que abajo. Un lugar donde la gente se lleva su reposera, el pasto tiene varios centímetros de alto y la decoración es súper casera y sencilla; pero nos pasó de bajarnos y que la gente nos aplaudiera de una forma muy cálida, y que luego se quedara conversando con nosotros. Nos decían: “Gracias por venir hasta acá. Acá no viene nadie, acá no viene nada”. Una noche de tablado era un evento social importante para ellos.

-Los datos primarios de la encuesta de 2014 sobre imaginarios y consumos culturales, del Ministerio de Educación y Cultura, consignaban que a un cinco por ciento de la población le gusta la murga, y que a un veinte por ciento el rock y el pop. Más allá de los errores epistemológicos que siempre hay en este tipo de encuestas, ¿hasta qué punto es realmente popular la murga?

-Considero que esa muestra -y no lo digo en favor de la murga- no es representativa, porque el paisaje sonoro de Uruguay se compone básicamente de una mixtura de géneros. Entonces, me parece una respuesta muy simplista, muy gregaria y con poca sustancia decir: “Me gusta más el folclore, el tango o la música tropical”. Hay artistas que hacen converger más de un género: por ejemplo, capaz que se puede identificar el trabajo de Jaime Roos como el de un músico pop o popular -con todas las aristas que pueden devenir de eso-, pero uno no escucha exclusivamente murga ni exclusivamente rock. ¿Qué sentido tiene hacer esa clasificación por géneros? No es representativa, por eso no lo puedo tomar como un argumento en contra de una inversión en el carnaval.

-Existe una discusión bastante trillada sobre los “límites del humor”. ¿Los hay?

-Yo soy bastante laxo. Como público no me molesta casi ningún tipo de humor. Me gusta cuando el humor incomoda, cuando desde el humor podés decir cosas terribles y que molestan.

-Alejandro Dolina dice que el humor es poner las cosas donde no van...

-Me parece súper apropiado. Sí, es como desordenar una repisa. Lo he pensado en forma muy similar. Es como si te metieras en los cajones de la cabeza del otro y le desordenaras un poco los archivos. El uruguayo tiene una forma maravillosa de expiar sus culpas respecto a su placer: pedirle al humor que sea inteligente. Eso me parece la bobada más grande. Si bien capaz que consume el humor más llano y directo, le gusta decir de sí mismo que es un público de paladar negro que prefiere el humor inteligente. Creo que el uruguayo tiene una represión tan grande que le fascina la posibilidad de juzgar, de fantasear con ser jurado, y se sienta a ver un espectáculo de humor -de carnaval o de lo que sea- siempre con una mirada de evaluador. Y cuando algo le disgusta, muchas veces -esto es algo a lo que arribé recientemente-, no es porque le moleste el contenido del humorista; en realidad, lo que le molesta es su propia posición respecto de ese contenido; su incomodidad frente a lo que le llega. Entonces, gusta de pedir humor “inteligente”, “del bueno”, sin ser muy claro en qué es lo que quiere. El humor produce una reacción fisiológica: vos te reís o no te reís. La vieja se cayó en la calle y a vos te surge la carcajada. Está todo bien con la analogía con lo británico y todo eso, pero sigue siendo lo mismo: una reacción, un estornudo. Pedirle inteligencia al humor me parece muy insólito. El uruguayo siempre gusta de hablar de “vergüenza ajena”, cuando, en realidad, tendría que hablar de “represión propia”.

-Hablemos de televisión: ¿destacás alguna diferencia entre Buen día, Uruguay y los demás programas matinales?

-Sí, porque tengo la ventaja de haber podido verlos antes de empezar en el programa. Por ejemplo, Buen día, Uruguay no toca contenidos de la farándula argentina. No te habla de qué está haciendo Rial ni con quién se peleó Moria Casán. Como público, había comprobado que no tenía sentido dedicarles los minutos de pantalla a cosas que a la gente realmente no le tocan, y que podías hablar de cosas del día a día o de los temas que le preocupan. Apostamos a eso. Al generar un show matinal, había una cosa de mucha estridencia, de mucho grito, de la barra copada y todo eso. Y acá nos planteamos ser tres comunicadores, con cordialidad y con calidez. Yo trabajaba en Canal 12 [en Bien despiertos] cuando Eunice Castro, quien era compañera mía de trabajo, fue a bailar con Tinelli. Ahí se armó un gran revuelo -previo a la explosión de Facebook-: un sábado de mañana del año 2008 yo no podía sentarme a desayunar en ningún bar, porque no pasaban dos minutos, que venía a sentarse alguien y te decía: “Viste cómo la mataron, ¿no? La quieren afuera, porque es uruguaya”. Y de repente, otro día estás comiendo un pancho y aparece alguien de la nada y te dice: “Cómo la mira Tinelli; vos tenés que saber algo”. Eso era de todos los días. En su momento interesó a propios y extraños. Pero después, cuando se volvió una sobredosis -ya no lo de Eunice-, toda noticia, por pequeña que fuera, vinculada a lo que pasara... Ni siquiera entiendo la inclusión de programas de espectáculos argentinos en la grilla de ningún canal. No la entiendo, porque no la consumo; pero alguien con mucho mejor tino, especialmente en lo comercial, sin duda me va a decir: “Pero, Christian, vende, la gente lo mira”.

-Trabajaste varios años como periodista cultural en Telemundo y luego en el noticiero de Televisión Nacional (TNU). ¿Cómo ves el poco espacio que se le dedica a la sección Cultura en los informativos televisivos?

-Fue una de las razones que me desgastaron y me quitaron las ganas de formar parte de la ingeniería de un informativo. Una sección a la que me consta que el público está atento, más que por la opinión que pueda tener un eventual crítico, por el servicio que brinda. Como espectador, entre la media hora de deportes y los veinte minutos de policiales, llega un momento en que quedás atolondrado. Además, es inexplicable en un medio que produce mucha información cultural, permanentemente, de las más diversas expresiones artísticas. Pero, aparte, los tiempos de los tapes se han ido acortando de manera grosera. En ese sentido, en TNU no lo sufrí, sí más en la época de Telemundo: durante el año hay hechos importantísimos que los podés condensar en un tape de minuto y medio -una duración que es apenas aceptable, tirando a muy breve-; igual, viene alguien y te dice: “¿Minuto y medio? Y... bajámelo un poquito”. Terminás sacando galletitas. Una vez me pasó de haber vuelto de Los Ángeles con un muy buen material y no disponer de espacio para canalizarlo, y que sí tuviera pantalla algo tan efímero como que habían detenido a un delivery con marihuana en su moto. Que eso tuviera aire en lugar de algo realmente valioso de cualquier sección, ya sea de Cultura o de lo que sea, a mí me indignaba, y me terminó hartando.

-¿Fue por eso que te fuiste del 12? ¿No hubo un tema de censura, también?

-No sé si llamarle censura. Simplemente fue una decisión, desde ya, arbitraria y, para mi gusto, algo torpe: iba a entrevistar a [Jorge] Denevi, y apareció una llamada que dijo: “Denevi no”. Cuando fui a preguntar quién mandaba eso, hubo un pase de pelota: “Yo no, yo no, yo no”. Y ese mismo día resolví que en algún momento me iba; no sabía cuándo. Pero nunca me había pasado. Máxime tratándose de Denevi, que es una figura asociada desde siempre a la empresa y que había tenido años estupendos en Telecataplum y en Plop.

-Un tipo sin pelos en la lengua...

-Absolutamente, y eso evidentemente molestaba. Pero vuelvo a lo mismo: el informativo es un servicio. Y el tipo estrenaba una obra que era un tríptico; si querías ver las tres obras juntas tenías que ir un domingo a la una de la tarde y salías a las ocho de la noche. Era una maratón teatral. Me parecía un hecho cultural sumamente relevante. Cualquier estreno de Denevi lo sería, pero éste, además, tenía otros aditivos. Y bueno, ese día tomé la decisión. Son muchas más las ganadas que las perdidas.

-De todas las entrevistas que realizaste a estrellas de cine, ¿cuál fue la que más te cautivó?

-Tengo un muy lindo recuerdo de la primera celebrity internacional que entrevisté, que fue Nicolas Cage. El tipo estaba absolutamente fisurado de un ataque al hígado: antes de sentarse frente a mí, se bajó un farol de sal de fruta, y una vez que se sentó fue como si hubiera cambiado el chip, y empezamos a dialogar muy amablemente. Pero la entrevista a la que le guardo más cariño es a la de [Quentin] Tarantino; no sólo por la admiración que le tengo, sino también porque no es usual tenerlo frente a frente, los minutos que sea. Su laburo como director a mí me impactó muy fuerte de adolescente. En tiempos previos al clic de acceso inmediato, cuando tenía 16 años, salí de ver Pulp Fiction [1994] en el Trocadero, y lo primero que pensé fue: “¿Cuándo vuelvo?”. Yo, en tanto hincha de Peñarol, sacrifiqué ir a ver una final del Apertura entre Peñarol y Liverpool, porque ése era el rato que tenía para ver Pulp Fiction, y la fui a ver dos o tres veces más.

-Ahora vivimos el esplendor de las series: ¿cómo te llevás con ellas?

-Mal. Para mí es el fútbol 5 del cine. He visto series buenísimas; pasa que mi ecuación es la siguiente -esto es algo muy personal, que no lo comparte la mayoría de los cinéfilos-: entre lo que me demanda ir a laburar y encargarme de la crianza de mis hijos, si tengo tiempo, mi opción cinéfila primera va a ser ir siempre al cine. Ante descargarme una temporada de Breaking Bad o ver una de [Sam] Peckinpah que no vi, voy a ir siempre primero a la de Peckinpah. Hay grandes libretistas, actores, directores, pero la narrativa de la serie no me interesa. Y no creo que la calidad esté en las series y no en el cine. Yo necesito ver el gran espectáculo que me da el cine. La serie me sigue dando un divertimento fugaz. No he seguido Game of Thrones, pero, en lo poco que he visto, en lo que hace a sus secuencias de acción o batallas, no es cine: planos cortos y rápidos. Yo necesito la cosa a gran escala.

-¿Con la música te pasa algo similar? ¿Preferís descubrir algo viejo y clásico que una nueva banda de indie finlandesa?

-Mirá, cada vez estoy dando más pasos agigantados hacia atrás. No sólo me gusta la tecnología obsoleta y ando haciendo apología del vinilo por ahí, sino que además me fascina seguir encontrando discos geniales de hace 50 o 60 años. Tomás una sola figura icónica, pongamos Elvis. Hoy me parece que está bueno, si sos melómano, empezar a desafiar el consenso. Por ejemplo, siempre hubo un consenso de que el Elvis de Las Vegas no era bueno, y en realidad es tremendo, como espectáculo, como cantante, como showman. Ahora estoy rearmando colecciones en vinilo. A mí me apasiona mucho la primera movida del rock and roll uruguayo: donde descubra que hay una banda de garaje de Pando que grabó un simple en el 68, me va a dar mucho más curiosidad eso que la banda indie finlandesa, que, además, es una sumatoria de términos como para alejar a la gente de las canchas.

-Hablando de tecnología obsoleta: en tu nuevo programa de radio te escuché decir que también estás para el revival del VHS. ¿No es demasiado?

-Puede ser, estoy en un tiempo analógico. Ahora estoy mirando tutoriales de YouTube para reparación de videocaseteras y casetes de VHS. El otro día limpié hongos de cinco VHS distintos y recuperé un paseo familiar del año 89, unos cortos en Súper 8 que mi abuelo había pasado a video, y estoy en vías de recuperar uno de los primeros toques de la banda que tenía a los 15 años, en el teatro AEBU.

-Siguiendo ese camino, ¿cuánto falta para que vayas a Canal 4 en un Ford T a 35 kilómetros por hora?

-Sería maravilloso; si inventaran, por supuesto, un motor que no chupara algo así como 20 litros por cuadra.