“Para qué sirven los politólogos”, se preguntaba el diario El País en su editorial del 19 de setiembre. Básicamente, según el o la editorialista, para hacer política. La ciencia política uruguaya, dice El País, es mediocre y está subordinada a la izquierda en el poder. La crítica es injusta y torpe desde el punto de vista técnico: por ejemplo, se sugiere que el Instituto de Ciencia Política (ICP, Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de la República) es el tercero peor de la región, usando un ranking que incluye solamente 21 de los cientos de institutos regionales (recomiendo leer la respuesta publicada por el ICP, en la que se explicitan errores, confusiones y malas intenciones del editorial). La intención de escribir algo sobre el peligro de ataques como éste, que deslegitiman el trabajo académico usando criterios y lógicas de evaluación que son foráneos a la academia, me duró poco. Es que el editorial no tiene intereses académico-intelectuales, sino puramente políticos. La pregunta que me interesa es: ¿para qué sirven, políticamente, las críticas de la derecha a los (y las) politólogos(as)?

Dice el editorial: “la influencia académica internacional [de los politólogos] es casi nula, pero su peso mediático aquí es importante”. Y aquí está el quid de la cuestión. No hay una razón ético-legal que impida a un/a ciudadano/a que estudia la política participar, opinar, y discutir los problemas de la polis. Todo lo contrario. El problema para la derecha, entonces, no es ético-legal, sino estratégico-político: ¿quién está pensando, opinando y discutiendo de su lado?

Y aquí es que entra Antonio Gramsci. Por esas ironías que genera la buena academia, las historias que la derecha viene contando para explicar y explicarse la actual correlación de fuerzas tienen un tufillo de marxismo crítico. Esto no se debe a que sus intereses e ideas sean de izquierda, sino a la manera en que entienden cómo se construye, cómo se mantiene y cómo se pelea por el poder. Como repasaba Nicolás Duffau en la diaria durante la última campaña electoral (ver http://ladiaria.com.uy/UIh), múltiples columnas en las páginas de El País, y otros actores de la derecha vernácula, como Gustavo Penadés, han hablado de política como lucha por la hegemonía, concepto central de la obra de Gramsci (que lo hagan bien o mal, de manera sofisticada o vulgar, es otra historia).

“Las mayores dificultades opositoras no se verán pues en el ejercicio concreto de la crítica o el control”, ha dicho Francisco Faig en El País. Agregó que “serán acerca de la verosimilitud, pertinencia y necesidad última de imaginar y promover un país diferente a éste. Nada más y nada menos”. Yo creo que, estratégicamente, tiene razón. La preocupación por los politólogos, entonces, es entendible como parte de una serie de preguntas que se hacen algunas voces de la oposición: ¿cómo recuperar y ocupar nuevos espacios desde donde generar sentido político?; ¿cómo construir un proyecto político, inevitablemente particular, pero con pretensiones legítimas de universalidad? En la jerga del momento, ¿cómo hacer política de verdad, después y más allá de Pluna y ANCAP? ¿Cómo ir de la crítica a la formulación política? Más específicamente, ¿cómo ir de la marketinera positivización a la politización (y ciudadanización) de sus cuadros y apoyos populares?

El tema no es únicamente electoral. Bastante a la derecha de Faig, pero con un lugar inamovible en el imaginario nacionalista, Ignacio de Posadas advertía, también en El País, que de no ganar la batalla cultural antes de ganar las elecciones se corría el riesgo de que “la llegada al gobierno de un partido fundacional en tiempos críticos y sin que se haya operado en el país una reacción cultural lo suficientemente relevante y profunda como para poder tomar las medidas que el país precisa […] vuelva a frustrar una oportunidad de cambio. Ya ocurrió…”

El análisis de De Posadas es también atinado estratégicamente (para los que dicen los politólogos que no somos objetivos…). Para De Posadas, es impensable “desfrenteamplizar” el Uruguay si antes no se gana lo que Gramsci llamó “guerra de posiciones”, más todavía con el grado de movilización ideológica que la sociedad civil ha alcanzado en los últimos 15 o 20 años, en buena medida como reacción a la “guerra de movimiento” neoliberal de los 90. Haber anunciado la muerte de la polis -que Amparo Menéndez-Carrión, en su reciente e importante libro, plantea como antítesis del neoliberalismo- demasiado temprano les terminó costando a los blancos, por lo menos, 25 años en la oposición. De Posadas sigue siendo neoliberal. Pero ahora es un neoliberal con sensibilidades gramscianas.

Ahora bien, un proyecto de este tipo, una “guerra de posiciones”, necesita un capital político que la derecha no posee. Ésta es una de las aporías de la derecha en la historia reciente: la despolitización como herramienta de dominación neoliberal, que predominó en la lógica de los partidos tradicionales desde el regreso de la poliarquía en 1985 y terminó por despolitizar desproporcionadamente a los cuadros y apoyos populares de la derecha. La derecha se compró el cuento sobre el fin de las ideologías y otros clichés neoliberales por tiempo suficiente para vaciar de política sus estructuras. Hoy, economistas, administradores de empresas y publicistas a la vanguardia del Partido Nacional se miran las caras azorados, preguntándose cómo puede ser que su neoliberalismo positivo no llene las calles y las urnas.

La coyuntura política, sin embargo, es propicia para que la derecha siembre discursos de apariencia contrahegemónica, con o sin el apoyo de politólogos y politólogas, u otros “intelectuales orgánicos” de los que hablaba Gramsci. El proyecto del Frente Amplio (FA) está en crisis. Su “revolución pasiva”, en la que el cambio ha sucedido en la continuidad (de lo contrario, ¿cómo entender que la oposición sea más vazquista que la izquierda?), ha llegado a un impasse marcado por la institucionalización de dos estados, uno a la derecha y otro a la izquierda. Esta sensación de crisis en el proyecto del FA permite a la derecha vestirse de revolucionaria y vender reacción como si fuera cambio -como ocurre en Brasil y Argentina-. La coyuntura también abre espacios (incluso diría que pide a gritos) para un impulso contrahegemónico desde la izquierda, que quiere resistir la bicefalia del Estado frenteamplista y la crecientemente insostenible pasividad de su revolución.

Una versión de esta columna fue publicada en el blog Razones y personas.