No hace mucho, pero ya en otra vida, el comentario de un objeto de arte lleno de referencias culturales implicaba descubrir citas, develar conexiones y dibujar correspondencias. Después de internet ese juego se simplificó: con la información más accesible, el trabajo de rearmar enciclopedias se democratizó entre fans, críticos y académicos. El gato y la entropía #12 & 35 hace la tarea aún más fácil. Uno supone que tendrá que explicar que las notas al pie kilométricas son un homenaje a La broma infinita, pero a las pocas páginas esa novela de David Foster Wallace aparece con nombre y apellido, y pasa lo mismo con otras guiñadas a la entropía (que viene de un cuento de Thomas Pynchon), a los numerales 12 y 35 (de una canción de Dylan) o al gato (del experimento mental de Shrödinger). Bien, el desbroce pop ya está hecho, piensa uno; digamos algo del estilo. Entonces se topa, también en la novela, con la descripción de una prosa plena de “subordinadas, entreguionados, paréntesis, corchetes y llaves”, “apasionada, vehemente, ingenua, pagada de sí misma”.

¿Queda sólo hablar de la anécdota?: Federico Stahl (álter ego de Ramiro Sanchiz) y su amigo Rex van a trabajar a una fiesta careta y descubren que al lado hay una fiesta ondera. A medida que pasa la noche (las drogas, el alcohol), las fiestas se mezclan, se vuelven indistinguibles, pierden gracia, como una alegoría de la homogeneización de distintos estados de la materia, es decir, del aumento de entropía en la termodinámica, al cual se alude a lo largo de toda la novela. Como sea, un grupo selecto abandona las fiestas y parte hacia Las Piedras, en busca de un caño abandonado que funciona como portal a otros universos.

Pero eso sería reducir demasiado. En realidad, no hay una historia, sino una serie de microhistorias, o más bien de núcleos narrativos que se iteran con variantes hacia dentro de esta novela y hacia afuera, hacia otras extremidades de la ya abundante producción de Sanchiz, nacido en 1978 (Nadie recuerda a Mlejnas, Ficción para un imperio, Trashpunk, Los viajes; hay muchas más, prolijamente mapeadas al final del libro). Retornan las “guerras de la música”, las constataciones asombrosas de múltiples universos paralelos interconectados en puntos como el caño/portal o una librería de Tristán Narvaja, la idea de distintas líneas temporales que se afectan mutuamente, la aparición de monstruos lovecraftianos en balnearios cercanos y las teorías sobre la frecuencia de mujeres megatetonas.

Lo curioso, o lo novedoso, es el uso de temas de la ciencia ficción para excusar la pura pasión por contar una y otra vez variantes del mismo episodio. Como si se precisara un permiso especial para volver sobre determinada anécdota, en este caso la idea del multiverso funcionaría como una justificación del apartamiento de las convenciones realistas del siglo XIX, que exigían coherencia genealógica e identidades estables. Como sea, más acá en el espacio y en el tiempo, escritores como Juan José Saer y Juan Carlos Onetti desestimaron aquellas viejas reglas y se permitieron desfigurar a sus personajes entre novela y novela, o aun dentro de un mismo relato. En este sentido, el aporte de Sanchiz sería de tipo metaficcional, ya que su explicación “científica” de los caprichos narrativos nos lleva de vuelta a seguridades decimonónicas: los personajes no tienen biografías coherentes, pero (tranquilos) es porque estamos leyendo sobre versiones alternativas de ellos en distintos universos.

Versiones, variaciones, ramificaciones: las notas al pie, aunque numerosas, a veces humorísticas y autorreferenciales, no tienen un cometido evidente. Algunas aclaran el texto principal, otras parecen extraídas de él a la fuerza, y otras siguen líneas narrativas autónomas. Pero, sobre todo, son un gesto con mensaje: “Acá se arborece”. En la tensión entre esa deriva aparentemente incontrolable y la reiteración de un conjunto limitado de episodios está lo mejor de El gato y la entropía, una novela que amaga alejarse hacia grandes temas pero que siempre está hablando de lo mismo: de dos o tres amigos, de escaparse, de la genuina fascinación por una clase de rock canónico y del auténtico desdén por otros tipos de música, otros tipos de enciclopedia y otros tipos de ficción. Y, por supuesto, de la felicidad que da recomenzar.