Netflix marca el tiempo. Es hora de dormir, despídete. Hasta mañana. Delinea el fragmento y disfruta porque conoce las debilidades del hombre: seguir la huella, leer, seguir la trama. La curiosidad roja que nos levanta, que nos lleva dos pasos más allá a estirar los brazos, a presionar la ansiosa llamada. Y vuelve a empezar, siempre. El rito de nuestra consumición, de nuestra desaparición. Netflix parpadea, el mail se ha encendido en avisos publicitarios. El mundo es lineal. El tiempo, se dice, es lineal. Temporada: 3. Episodio: 8. Y luego vendrá el 9, y así. Hasta la cancelación, hasta el hartazgo.

El mayor deleite del buen voyeur está en el fragmento. Ve el cuerpo segmentado de su presa. Literaria o fílmicamente, a través de una persiana americana. Pero también a través de las ramas o de los espacios que dejan los dedos para que el niño vea-no vea la escena erótica o de terror. En el búnker todo es fragmento, sección. Entra luz/no luz de ventilador. La rendija respira una iluminación parcial, enceguece, seca la retina cansada. Hay restos de un cuerpo. Por decir algo: Montevideo, año 3321. El hombre se quedó dormido sobre su exoesqueleto. Una viscosa suavidad lo rodea. El hombre se cierra sobre la tira de huevecillos que es su único motivo. Protege a los hijos. Esos huevecillos no vivirán. El gusano desayunó yemas frías mientras dormías sobre el exoesqueleto blandito y oloroso. Abre los ojos amarillos, se limpia una con otra las patitas. El bicho retrocede, huele el podrido de la clara de sus imposibles hijos.

La noche, más la noche. Cerrado todo el pánico. El hombre bicho del futuro ve en celdas, ve fragmentos. Y el hombre miope, máquina con lentes, busca el fragmento para entender. Busca dónde fijar la mirada, se pierde en la lejanía que impone el conjunto. El hombre máquina, miope con lentes, se acerca al cuadro para inspeccionar una pincelada. Nada más puede ver. Es el voyeur que se rinde ante Netflix, ante la vertiginosa ventana segmento que grita por el episodio. La serie divide el mundo en las unidades de nuestro entendimiento. La serie piensa: el todo es la suma de las partes. Pero hay una cosa más: había la espera. Hay la espera, de domingo a domingo, por ejemplo. Netflix dice “15 segundos”. Y sigue la fragmentación en un tren, en un collar de cuentas que se agota cuando “14% de batería” o el sueño. Cae el telón como la lluvia fuera. El ventanuco del búnker se vuelve un caleidoscopio. Miran dos. Miran tres. Caen piedras de aluminio, lluvia del tercer milenio. Afuera arde el Salvo una llama verde y eterna, sin consumirse. El búnker fue una vez otra cosa, un pozo en la tierra. El hombre bicho se dobla sobre sí mismo para llorar, pero no puede. De cada huevo nacería algo de un niño que él sabría armar. El hombre bicho no tiene los pedazos para juntar. Se devora las patitas. Dice el gusano, ya en el sueño de la muerte, “frugal desayuno”. Otra forma sobre lo mismo. Condenado a la búsqueda del todo, el hombre bicho se alimenta de sí para sobrevivir.

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No se conoce el límite de la escritura. Cuánto puede darse a luz a sí mismo, una palabra a la siguiente. Y otra vez diciendo: el pensamiento es lineal, el tiempo es lineal. Pero no. El lenguaje es lineal. Sigue la consecución de las palabras, el orden del significado. Jerarquiza el mundo, que en nosotros es una llama eterna. Verde o azulina. De propano, de combustión rápida, derivada de la grasa de nuestro entendimiento. Colores, impulsos, dolores y palabras. Netflix nos da perspectiva, un edificio, libertad. “Elige tu ventanuco”. Son el mismo. Cae la pesada lluvia futura. Es lo mismo. Sigue el lento paso, el bicho se come a sí mismo en un círculo sobre sus patas. No le crece nada a cambio, es todo boca. Todo ojos que miran. No a la vez, no como en la split-screen ni en el collage. Busca el todo, el hombre bicho aún busca el todo. Mira, angustioso, quebrarse el vidrio. Cree ver cómo entra el tóxico gas de sus excrecencias. Pronto serás una vaina gris, dura y muerta. Eterna y muda como la materia. Pronto serás la inútil tira de huevecillos. La infértil anemia del caucho. Doblado así, ensimismado, como un neumático.

El fragmento provee el inmediato placer, el delicado arte de la expectativa, de la adivinación y de la ciencia. De la especulación, lisa y llana. La lista de los pendientes se vuelve eterna, imposible, y eso da un placer oculto. Vale la pena. Tener qué ver. Si se desprende el mundo del mundo, es lo mismo. Se muestra en el vericueto de un píxel en toda su más maravillosa variedad. Se suma, como en las tiendas de electrodomésticos, una realidad que se expande de pantalla en pantalla, se continúa, se despliega con resolución creciente, mayor fidelidad. Embarga la dulce sensación de estar vivo. De seguir la madeja, de buscar el dorado centro, de matar al bicho nuestro, de hacer sentido. Netflix dice: aquí está el comienzo del hilo. “Síguelo” (Netflix habla en español neutro, por supuesto). No hay centro. Sigue el hilo sin fin de la recomendación: porque viste... en el sentido de lo nuestro, todo es ajeno. Da y quita en un mismo gesto de mitológica reina distante. Niega y ofrece en caprichos de señorito. Crea el hábito de la eternidad.

El exoesqueleto ha perdido todo rastro de hogar. Es una carcasa fría, inútil. El hombre bicho se cubre de periódicos. Antiguallas. Reseñas de libros, entrevistas a alguna figura una vez prominente, una columna de opinión sobre aquella recordada crisis griega, una noticia escueta sobre el precio de la nafta, el amorío de cierta estrella de cine. Nombres del olvido, que el hombre bicho lee con depurada emoción. No lee, porque esa práctica ya no existe. Pero toca y mira los curiosos dibujos de las letras, como talladas en el papel fino. Blanco, negro, celeste. Recuerda los colores. No los nombra, no hay palabras en su memoria. Hay cosas, que no entiende. El búnker se va llenando de vapores, el hombre bicho se tapa mientras traga la última de sus piernas. Se asfixia.

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Netflix ofrece la solución, marca la hora con la transparencia del arbitraje, del guion certero, del gesto de presentador de circo. El capítulo que termina se disminuye, se aparta, para que pase el siguiente y la espera. El mundo queda en una momentánea pausa que pronto rompe la inquietud del tiempo. Ya está ahí, cargando la ruedita, la fibra óptica que vino del mar. Entra el cordaje obsceno de algas y fluorescencias. Se conecta esa secuencia que exige, que ordena el entendimiento. Uno más. Aterrados se muestran el dolor, la risa, el espanto y la melancolía. Caen las palabras y no se leen. Hierve un agua podrida en el búnker. Está entrando el calor de lo externo. Todo es externo. Nada es externo. El hombre bicho se endurece como las cosas olvidadas. Es un trozo de cuero, el resto de una comida, un chip inútil. Sus ojos se han secado, la mandíbula abierta deja ver el asombroso vacío que es un cráneo, galería de ecos. Puede olerse la enfermedad. El búnker se hunde. Fuera, el Salvo aún consume la mampostería sobre Andes. No se puede ver.