Seres primordiales es el primer libro de cuentos de Juan Manuel Cortelletti, periodista, diplomático y escritor marplatense radicado en Montevideo, y lo presenta como un autor con una propuesta consistente y un estilo particular. Esa propuesta y ese estilo que sostiene, con algunas fluctuaciones, a lo largo de los nueve relatos de longitud dispar que conforman el volumen están basados en elementos y procedimientos literarios propios, que delinea con soltura a lo largo del libro y en cada uno de los cuentos. Cuentos que se van armando, cuyo despliegue de un léxico directo y por momentos con rasgos de oralidad no niega una riqueza en matices y en imágenes memorables. Es que, en el fondo, lo que hay es un trabajo consistente con el lenguaje, que busca giros, que capta palabras y muletillas del habla oral y que resulta, finalmente, en obras de “una solidez narrativa inusual para un primer libro”, citando las palabras de la contratapa, del poeta y novelista Nelson Díaz.

Abre el libro “La propuesta”, un cuento que de algún modo funciona como prólogo de la colección y desarrolla, a la vez, una versión del ser nacional y del extrañamiento. El protagonista -y a la vez el narrador- es el empleado de una empresa que, transferido a una filial en Hanoi (Cortelletti, como diplomático, vivió algunos años en la capital de Vietnam), encuentra en el tango un lenguaje que le habla de su patria, aunque él en Argentina no fuera especialmente entusiasta del género. En ese nuevo extraño mundo, el tango y, más precisamente, la voz de Gardel (a partir de un grupo de locales que lo bailan y lo escuchan) se transforman en una forma de seguir, de algún modo, viviendo en su Buenos Aires natal, en contacto con su familia, sus tradiciones y su idioma. La peculiaridad está, justamente en que el protagonista aprende a ser “argentino” y comienza a vivir realmente ese mundo (que es el “suyo”) en el exterior. El efecto de extrañamiento, entonces, funciona en dos niveles: por un lado, cuando lo propio se mezcla con lo ajeno (escuchar “Por una cabeza” en un remoto país asiático, cantar “Adiós muchachos” en una típica milonga porteña ante un público conformado por vietnamitas, ignorantes del español); y, por otro, cuando eso que fue propio, visto en perspectiva, se enrarece (ver las fotografías, escuchar “Cafetín de Buenos Aires” y pensar en cierto cafetín de Hanoi donde se fue feliz).

“Y me puse a escribir” es la frase que cierra ese primer cuento. A continuación, se sucede la serie, de factura esmerada y, a menudo, con argumentos que rozan lo fantástico o coquetean con ello. En uno de los mejores, “Hambre”, dos amigos discuten sobre el nominalismo en Jorge Luis Borges, en un apartamento tomado por las hormigas; en otro, “Las verdades de Nanking” -que mezcla con destreza las formas del cuento y del guion cinematográfico-, un periodista japonés se interna en la terrible historia del dominio de su país sobre China y la explotación sexual de mujeres durante la Segunda Guerra Mundial; “El lugar de la razón”, que es el alegato de un enfermero ante un juez, se conforma como un intenso ejercicio de pasaje del registro oral a la escritura, que impacta por el alcance de su historia y, a la vez, por la fluidez de su prosa. El extrañamiento, en estos casos, se da a la vez a nivel léxico y de la fábula, donde lo ominoso o lo sorprendente se presentan, según un procedimiento clásico, mediante una distorsión o dislocamiento de lo cotidiano.

A partir de “El traslado”, sin embargo, el libro decae. Si los mejores de los primeros cuentos están caracterizados por un intenso trabajo de la prosa que invisibiliza el estilo, por finales con vuelta de tuerca que sorprenden y por cierto “estudio de costumbres”, que delinea con pocas frases idiosincrasias y psicologías; los siguientes se vuelven previsibles, con personajes planos que derivan en historias chatas y parecen, en algunos casos, como el de “El montaje”, más bocetos que textos acabados. El juego libre con las convenciones del cuento fantástico y el realista, ese límite poroso en el que se mueve el autor con tanta habilidad, el manejo sutil y armonioso del tiempo narrativo; todo tiene un regusto, en los cuentos finales (y, también en “En su mirada”), de abuso de una fórmula. Esto, sin embargo, no impide que conserven elementos destacables, señas que hacen de Cortelletti un escritor a tener en cuenta. En algunos casos el argumento se estropea por una ejecución apurada; en otros, por el contrario, la historia se prolonga demasiado, a veces el desenlace se adivina en el primer párrafo; sin embargo, hay siempre algo que perdura: un personaje, una metáfora feliz, una idea, una acción. En los mejores, todo ocurre en un equilibrio muy elaborado entre ritmo, personajes interesantes, historias singulares y una prosa meditada y precisa. Seres primordiales es, entonces, y a pesar de su factura despareja, un contundente comienzo. Como para esas hormigas que pueblan las tapas, y como para esas personas que pueblan los cuentos, lo “primordial” es, para Cortelletti (y para nosotros), seguir el camino, la trama.