Entre 2011 y 2015, Montevideo sufrió un cambio urbano relativamente silencioso al que le hemos prestado poca atención y cuyas implicaciones aún no hemos entendido bien. Por primera vez en años se comenzó a construir viviendas nuevas en barrios centrales de la ciudad que no necesariamente eran los barrios costeros afluentes donde la construcción se había concentrado desde hacía ya un tiempo.

La presencia de grúas, montañas de arena y olor a asadito de obra en barrios como Aguada, Brazo Oriental o Prado tiene su origen en la Ley 18.795 de 2011, que promueve, según el portal de la Agencia Nacional de Vivienda, “la inversión privada en Viviendas de Interés Social a partir del otorgamiento de exoneraciones tributarias”. Exoneraciones a los inversores, cabe resaltar.

Llamo la atención sobre este cambio porque contrarresta la tendencia contundente al aumento de la segregación residencial en los barrios de Montevideo que vemos desde los años 80 (Kaztman et. al., 2004). Contrarresta también la tendencia al vaciamiento de zonas centrales y bien servidas de la ciudad, como los barrios donde hoy sí se está construyendo viviendas de altura. El boom inmobiliario que en 2011 ocurría en un área muy restringida, afluente y costera de la ciudad (Pocitos, Punta Carretas, Malvín y Carrasco concentraban 80% de la construcción) se trasladó casi completamente a otras zonas de la ciudad (entre 2012 y 2015, según una nota que publicó Brecha en enero de 2015, la construcción bajó de 82% a un magro 14% en la costa este).

En principio esto es muy bueno. Estos proyectos con incentivos públicos pueden impulsar otros cambios en esas zonas, tales como el mejoramiento de infraestructura urbana, nuevos negocios y más construcción. Y desde el punto de vista de la segregación, pueden conllevar una disminución de la crecientemente detectada homogeneización de los vecindarios montevideanos (los barrios pobres se hacen cada vez más pobres y los barrios más afluentes se hacen cada vez más afluentes, expulsando a sectores medios y bajos mediante el aumento de los precios del suelo y la vivienda comprada o alquilada). Sin embargo, los precios de las unidades de estos proyectos se dispararon tanto que de vivienda de interés social quedó poco. Los constructores argumentan que los costos laborales, sumados a los costos del suelo y de los materiales, no les dejan más opción que subir los precios. Subieron tanto y de forma tan descontrolada que el gobierno tuvo que poner un tope, al menos para 25% de las unidades en cada proyecto. Y ese tope no es precisamente lo que uno entiende por vivienda de interés social (85.000 dólares a noviembre de 2015 para un apartamento de un dormitorio y 113.000 para uno de dos dormitorios). ¿Sectores medios y medio bajos?

Una mirada posible para definir este fenómeno es que esto no tiene nada de vivienda de interés social; que aquí ganan los constructores y ya. Si bien esto es completamente cierto y las empresas constructoras son las grandes ganadoras con esta política, es posible que la ciudad también gane al disminuir su segregación residencial. Esto no resuelve el problema de la vivienda para los sectores medios bajos, pero sí baraja y da de nuevo en la distribución de los grupos socioeconómicos en la ciudad, llevando a sectores medios y medios altos hacia zonas de las que estaban huyendo en las últimas décadas.

Podemos enmarcar este tipo de iniciativas en políticas de mezcla barrial o barrios mixtos. Estas políticas pueden buscar dos objetivos: desegregar barrios homogéneamente pobres, llevando a familias de bajos recursos a otras zonas más heterogéneas de la ciudad (un ejemplo criollo de esto puede ser la poco usada, pero existente, política de garantía de alquileres del Programa de Mejoramiento de Barrios-PIAI para personas que viven en asentamientos irregulares y quieren volver a la ciudad formal alquilando) o, como en este caso, llevar a personas de más recursos a sectores decaídos de la ciudad.

Los supuestos detrás de estas políticas son que vivir en barrios homogéneos es negativo principalmente para los más pobres, que viven en barrios igualmente pobres, y que tener barrios homogéneos es negativo para ricos y pobres, porque fragmenta y atenta contra la cohesión social. En otras palabras, se parte del supuesto de que la cercanía residencial genera efectos positivos al menos para los más pobres, por mecanismos que van desde la existencia de modelos de rol inspiradores y capital social hasta una mayor organización vecinal para mantener el “orden”, evitar la delincuencia y demandar mejores servicios.

Varias ciudades de la región, como Bogotá y Santiago, están comenzando a implementar políticas de mezcla, reconociendo que el Estado ha sido un agente activo en la generación de ciudades segregadas a partir de la localización de la vivienda pública o social casi exclusivamente en sus periferias. Como el suelo es más barato en la periferia, el Estado y sus constructores han edificado vivienda en zonas con pocos servicios, lejos de los lugares de trabajo y con población homogéneamente pobre. Si bien Casavalle es nuestro ejemplo paradigmático, la realidad chilena, por su magnitud, es tal vez el gran ejemplo de lo que no hay que hacer en este sentido (Hidalgo, 2007).

Esto, que suena muy razonable dada una larga serie de investigaciones acerca de los efectos vecindario negativos sobre los más pobres, parece no ser tan sencillo cuando vemos la experiencia internacional de generar barrios mixtos por ingeniería urbana de política pública. Los resultados en ciudades que hace tiempo desarrollan políticas de barrios mixtos, como Ámsterdam, Berlín o Londres, no son claros. En Europa, y crecientemente en Estados Unidos, hay una literatura interesante y prolífica sobre el efecto que los barrios mixtos tienen en sus residentes. Si bien las últimas investigaciones que detectan efectos positivos en el mediano plazo sobre los jóvenes que se mudaron con sus familias a barrios heterogéneos son muy esperanzadoras y van de acuerdo con la teoría, en otros casos se han detectado efectos negativos (en términos de conflicto vecinal) o nulos (no hay relación entre sectores socioeconómicos distintos por más que vivan uno al lado del otro).

Los efectos de la cercanía residencial de personas diferentes son variados. No tenemos tiempo de discutir aquí esa literatura en detalle, pero lo que sabemos, muy a grandes rasgos, es que los efectos pueden ser positivos en cuatro casos: si las distancias sociales no son tan grandes, es decir, si mezclamos grupos sociales no tan diferentes; si el diseño arquitectónico no marca diferencias grandes, es decir, si no distingue marcadamente cuál es una vivienda de interés social y cuál no; si hay espacios públicos de interacción (la interacción no se produce por ósmosis a través de las paredes, se requieren interacciones significativas entre residentes de un mismo barrio para que se pueda generar lazos o al menos bajar las barreras de la desconfianza); y si existen otros espacios de interacción (públicos y privados) además del espacio residencial.

Volviendo a nuestro caso, la literatura internacional tiene algunas cosas para enseñarnos. En particular, el último punto, acerca de compartir espacios más allá del residencial, resulta relevante en una ciudad en la que las escuelas son crecientemente segregadas y ya no son aquel lugar donde el capital social podía formarse, al menos, entre sectores bajos y medios. Pensar las políticas de vivienda en clave de mezcla es un gran avance. Pensar las políticas urbanas separadas de otras políticas públicas, como la educativa, es de ciegos. Sin compartir educación en el espacio público es muy difícil que se formen relaciones significativas entre desiguales.

Finalmente, controlar más el precio sin desincentivar la construcción en estos barrios es también clave para lograr que estas políticas efectivamente disminuyan la segregación y estén dirigidas a personas que de otro modo no podrían acceder a una vivienda nueva. Tal vez deban perder más los constructores, y tal vez el Estado deba invertir aun más. Las políticas antisegregación son mucho más caras que las políticas de vivienda. Requieren, a veces, ayudar a quien no lo necesita tanto para que se quede donde está o vaya a un barrio al que de otro modo no iría. Mirando esta política de construcción de vivienda de interés social en Montevideo desde los lentes de las políticas que pueden disminuir la segregación, en lugar de solamente desde las políticas de vivienda, es útil para ver aspectos positivos que, de otro modo, permanecen un poco invisibles ante la crítica certera pero miope de que los únicos que ganan aquí son los constructores.

Una versión previa de esta columna fue publicada en el blog Razones y Personas.