En uno de los hitos de la literatura moderna, una pequeña niña, tras haber vivido toda suerte de aventuras, le dice a su hermana: “¡He tenido el más curioso de los sueños!”. En otro, tras contarnos que un hombre acaba de despertarse y descubrir que es un monstruoso bicho, el narrador nos asegura: “No era un sueño”. El segundo caso se encuentra en La metamorfosis, que Franz Kafka escribió hace 100 años, y se contrapone de forma violenta con el primero, de Alicia en el País de las Maravillas, publicado por Lewis Carroll hace 150. Siguiendo el plan conmemorativo y onírico, recordaré que un 13 de noviembre de 1850 nacía en Edimburgo otro soñador, Robert Louis Stevenson.

Recién llegado a nuestras librerías pero publicado en 2013, Escribir: ensayos sobre literatura recoge artículos y reflexiones que abarcan años de intensa actividad en su vida y es el primero de tres tomos (lo siguieron Viajar: ensayos sobre viajes, y Vivir: ensayos personales y biográficos). Estos ensayos (en su mayoría publicados en medios de prensa) fueron organizados en tres secciones: “La escritura”, de temática obvia; “Los libros”, donde se mezclan semblanzas autobiográficas con comentarios sobre obras ajenas; y “Los escritores”, con trabajos sobre autores tan distintos como Robert Burns, Samuel Pepys y François Villon. Como todas las ediciones de la española Páginas de Espuma, ésta es cuidada y de gran calidad, rica en fotografías y facsimilares, pero una publicación de este tipo exige además un estudio crítico que oriente y explique con claridad el criterio seguido para la selección. Las pocas notas al pie apenas alcanzan para rellenar los grandes huecos que dejan varios ensayos (a menudo respuestas a encuestas de revistas o periódicos; otras veces partes de obras mayores) y que el lector debe rastrear y completar por su cuenta.

Más allá de estas críticas de lector quisquilloso, Escribir no sólo proporciona una indispensable clave de lectura de la obra de su autor, sino que además es un lúcido mapa literario y una forma de entrar en los muchísimos escritores que acusaron su influjo, como Marcel Proust, Arthur Conan Doyle, GK Chesterton, Rudyard Kipling, Cesare Pavese, Ernest Hemingway, Henry James, Jack London o Vladimir Nabokov. La visión de Stevenson sobre el realismo, o sus cavilaciones acerca de la moda y lo original en el arte, la conciencia ética en literatura y la novela romántica son cimientos teóricos indispensables para comprender mucho de lo que posteriormente desarrollarían, teóricamente o en la ficción, autores tan diversos como los nombrados. En los ensayos sobre esos asuntos, y también en “Aspectos técnicos del estilo en la literatura” y “Carta a un joven caballero que se propone dedicarse al arte” se pueden encontrar, por ejemplo, muchas de las ideas de Jorge Luis Borges sobre el quehacer literario y, sobre todo, su famosa distinción entre la “novela psicológica” y la “novela de aventuras” (expuesta en el prólogo a La invención de Morel). Así, Stevenson se revela, en palabras de Daniel Balderston, como “el precursor velado”, la figura tutelar y secreta tras gran parte de la mejor literatura del siglo XX. Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo fueron, junto a Borges, tal vez sus más insistentes apólogos en estas latitudes, pero también le profesaron devoción Ernesto Sábato y, acá, Juan Carlos Onetti.

Historia de un soñador

Casi como a Carroll, todos hemos leído a Stevenson, aun sin haberlo leído realmente. Por lo menos dos de sus novelas, La isla del tesoro y la magnífica El extraño caso del doctor Jekyll y Mr. Hyde, han dejado personajes perdurables y sobreviven más allá de su prosa pulida y su imaginería alucinada. Todos hemos tenido contacto, de un modo u otro, con el personaje dual de Jekyll y Hyde (en adaptaciones al cine o al teatro, con el Dorian Gray de Oscar Wilde, los cómics de Hulk o The League of Extraordinary Gentlemen, de Alan Moore); todos conocimos a Long John Silver, el pirata (más o menos disimulado como el Capitán Garfio de Peter Pan; en versión intergaláctica en El planeta del tesoro; e interpretado por nada menos que Orson Welles, Anthony Quinn y Charlton Heston en sucesivas adaptaciones fílmicas). Como pasa con todos los clásicos, la primera lectura de esas novelas es siempre una relectura. Nadie se sorprende, ya, cuando descubre que los dos protagonistas son uno o que el cofre del tesoro está vacío, pero hay algo en estas historias que nos hace volver a ellas con renovada ingenuidad. En Escribir podemos, además, adentrarnos en el génesis de esas obras y otras, mediante ensayos en los que, con candor, Stevenson expone y documenta el trabajo del artista, sus dificultades y sus iluminaciones.

El 6 de febrero de 1855 la madre de Stevenson, que llevaba un diario, escribió: “Louis soñó que oía el rumor de plumas escribiendo”. Dice Bioy al respecto: “No sin emoción leemos estas palabras; pensamos que registran un momento solemne y que ese niño dormido estaba ocupado en una tarea mágica; el rumor que le llegaba por las galerías del sueño era futuro y la mano que escribía era la suya”. Otra emoción entrañan estas palabras que, más allá del tinte profético, representan la primera anotación, acaso, de uno de los muchos sueños que poblarían las noches de Stevenson, y a los que luego él moldeaba con destreza y esfuerzo, para engarzarlos en creaciones sorprendentes.

Tras viajar por medio mundo, perseguido por la tuberculosis, Stevenson se estableció junto con su esposa, Fanny van de Grift, en Samoa, donde moriría el 3 de diciembre de 1894. Ahí se ganó el nombre de Tusitala, que significa “el contador de cuentos”, aunque además de narrativa de ficción escribió con desenvoltura diarios de viaje, obras de teatro y admirables versos. Sin embargo, hay en sus poemas y también en sus ensayos un componente narrativo fortísimo. A menudo parece que una historia lo llamara y se alejara del tema para contarla (véase el paradigmático “Cómo aprendió Stevenson a escribir, de modo autodidacta”, que comienza contando la niñez del autor para pasar a hablar de los destinos de tres de sus amigos, antiguos compañeros de proyectos); a menudo se deja llevar por un argumento y escribe, diciendo que no lo hace, un cuento, como en “Ensayo sobre los sueños”.

Es conocida la historia de “Kubla Khan”, el poema que le llegó a Coleridge mientras dormía. A una pesadilla le debemos algunas de las escenas más impactantes de El extraño caso… y el luminoso y ya nombrado “Ensayo sobre los sueños”, en el que Stevenson, fascinado por los desdoblamientos del ser humano, cuenta la historia de un soñador del que sólo al final revela la identidad y que nos recuerda, volviendo a Carroll, al capítulo final de A través del espejo, en el que Alicia se pregunta si es ella quien sueña al Rey Rojo o si es el Rey Rojo quien la (y nos) sueña.

El escritor lector

Escribir nos revela a Stevenson no sólo como un escritor genial sino también como un lector apasionado y lúcido. En ensayos como “Libros que me han influido” se muestra libre de las ataduras de las escuelas y de los preceptos de época: disfruta de Verne y de Dumas, de John Bunyan y de Marcial, de Walt Whitman -véase su precursor ensayo “(El Evangelio según) Walt Whitman”, escrito diez años antes que el homónimo de Wilde- y de Herbert Spencer, al tiempo que detesta a Goethe y al clásico de Thomas Hardy Tess de d’Urberville, y le reprocha a Henry James su Retrato de una dama. Stevenson nos propone leer más allá de las ataduras de la crítica, ir a las fuentes, buscar para corroborar o desmentir los preconceptos que recubren toda obra artística. Y plantea algo quizá más interesante aun. Dice: “Algo que parece novedoso, o insolentemente falso, o muy peligroso: eso es la prueba del lector. Si trata de ver lo que quiere decir el texto, qué verdad lo justifica, entonces es que tiene el don de la lectura: dejémosle leer. Si simplemente está herido, u ofendido, o alude a la locura del autor, entonces es mejor que se vaya a leer el periódico, porque nunca será lector”.

Según Silvina Ocampo, “Stevenson tuvo la más feliz, la más armoniosa imaginación creadora. Durante toda su vida inventó juegos, canciones, países, personas. Si no tuvo salud física, tuvo una salud espiritual incomparable. Si no vivió muchos años, los cielos, los paisajes, la felicidad de sus invenciones equivalieron a una vida muy larga”. Sus poemas son sentenciosos, de cuidada melodía, cercanos a las canciones escocesas que oyó de niño (recientemente uno de ellos fue musicalizado y sirve como presentación para la serie Outlander); sus cuentos, obras de ingenio sutil y estilo elaborado; sus novelas, sorprendentes conjunciones de talento y dedicación (las últimas palabras de su inacabada Weir of Hermiston las dictó la mañana de su muerte). Hablando de Marco Aurelio y sus Meditaciones, dice Stevenson unas palabras que se podría decir sobre él y cualquiera de sus obras, ya sean Las nuevas mil y una noches, su primer volumen de cuentos, o el poemario Canciones de viaje, publicado en forma póstuma: “Una vez que hemos leído el libro nos acompaña siempre un recuerdo del hombre: es como si hubiéramos tocado una mano leal, mirado a unos ojos valientes y hecho un noble amigo”.