Tengo prontas las maletas bajo custodia en la recepción del hotel hasta el momento de mi partida y me siento en el hall de cara a la calle Abdulhakhamit, bastante apacible para lo que es el resto de Estambul al mediodía. Tengo tres horas por delante antes de salir hacia el aeropuerto de Ataturk. Entonces se sienta junto a mí una mujer de mi edad. Viene arrastrando una valija; trae unos ojos negros iluminados por un espíritu indoblegable y un vestido rosa bordado delicadamente que le llega hasta los pies. Me mira. Su mirada no es hostil, pero es tan franca que incomoda.

Un piercing adorna el costado de su nariz, un brillo de plata que resalta sobre su piel ensombrecida. Le pregunto si se va de Estambul y me dice que sí, que vuelve a Pakistán. Hemos formado parte del mismo congreso y nos hospedamos en el mismo hotel, pero jamás nos vimos. El congreso recibió a unas 2.000 personas, por lo que las chances de conocernos eran mínimas. Es sólo en este momento, en el que las dos esperamos el micro asignado por el congreso para ir al aeropuerto, que nos descubrimos. Me pregunta de dónde vengo en su inglés de acento peculiar. No importa, apenas puede repetir “Uruguay”. “South America” le suena mejor. Me dice que se llama Ifrah, le digo que me llamo Helena. “Helena…”, piensa. Seguro que mi nombre le suena a Occidente, símbolo de esa otra mitad del mundo de donde le llegarán leyendas. No en vano, la obra que inauguró nuestra literatura escrita tiene como punto de partida el rapto de una mujer con mi nombre. No recuerda la referencia, aunque oye sus ecos.

Ella quiere almorzar. A la vuelta de la esquina del hotel, pleno verano en Estambul, hay un pequeño bar con mesas sobre una calle peatonal. Pide una sopa exótica que le sirven en una cazuela de barro.

Comenzamos una conversación de muchas cosas, todas entreveradas. Algo flota en el aire, un ángel de amistad que va tomando forma. De los hijos pasamos a la muerte; temas universales. De la muerte a la religión. Ifrah, devota musulmana, me explica que el Antiguo Testamento es parte de sus propias Sagradas Escrituras y que Mahoma respetaba a Jesús, pero no como mesías, sino como profeta. Ahora sí, después de su santo profeta Mahoma, esperan la llegada del Mesías. Les digo que nosotros, los cristianos, también esperamos al Mesías, no su llegada sino su regreso. Ella acota que los judíos también esperan al Mesías, que llegue de una vez por todas. Digo: “Las tres religiones estamos esperando lo mismo”. Asiente y agrega: “Y las tres religiones creemos en el mismo Dios”.

Se hace la hora y, ya en el aeropuerto, Ifrah vuelve a mirarme con sus ojos negros; hay una luz hermosa en ellos. “Quisiera seguir conversando por internet”, me dice, y nos estrechamos las manos.

Han pasado cinco años de amistad ininterrumpida. Comienza por email, sigue por Facebook. En esos años, simultáneamente, ambas nos doctoramos: ella en Londres, yo en Valencia; compartimos nerviosismos. Intercambiamos fotos familiares, conversamos de religión, de trabajo: ella dirige junto con su marido un colegio privado en su ciudad. Una vez le puse en su muro una caricatura de Quino en la que Dios, viejito bonachón con barba blanca, se ríe de un libro de título “Leyes de la Física”. Ella me explica que el islam prohíbe la representación gráfica de Dios. Me disculpo y elimino la caricatura. Ella me asegura que no la enoja, porque sabe que mi intención no era ofenderla.

Un día me escribe con la noticia de que murió su marido. Desgarrada. Su email repite: “Ahora vive con Alá, era mi amor y mi mejor amigo, ruega por mí”. Le pregunto cómo murió, pero evade la respuesta. Entonces lo googleo, por las dudas, por curiosidad. El inglés es uno de los idiomas oficiales de Pakistán, por lo que no es difícil leer algunos de sus diarios. Lo encuentro por el apellido, la fecha y la ciudad: fue asesinado. Un hombre que dirigía un colegio de elite con su mujer, donde las alumnas son tratadas con los mismos privilegios que los varones. Puede que sea eso. Pero nunca me dijo.

Cuando se casa su hija me envía muchas fotos. Una princesa de un reino muy, muy lejano: manos tatuadas con henna, ojos maquillados exageradamente, telas brillantes envolviéndola. Ifrah dice que quisiera que yo hubiera estado ahí. “Tenemos que planificar otro viaje para vernos”.

Hasta que llega a nuestras vidas el Whatsapp. Todo un descubrimiento. Grabamos audios a diario; en uno de ellos repite que espera volver a verme en alguna parte del mundo. Agrega una palabra árabe que me suena familiar. Me explica que es la palabra para expresar deseos fervientes y llenos de bondad en que se hace partícipe a Alá, como una plegaria. Le digo que en español tenemos la palabra “ojalá”, que es de origen árabe y que significa lo mismo. “¿Cómo se escribe su palabra?”, le pregunto. Me envía un texto: “In sha Allah”. Y yo escribo: “Ojalá es la palabra en español. Es diferente porque el tiempo y el uso la transformaron, pero seguramente proviene de in sha Allah”. Y agrego: “El sufijo que corresponde a Alá no lleva mayúscula porque ha perdido su raíz religiosa”. ¡Si lo hubiera imaginado! Ése fue el fin. Ifrah escribió: “Alá SIEMPRE lleva mayúscula”. No hubo forma. Le expliqué por audio y luego por texto lo que había querido decir, que se trataba de una fatalidad gramatical de la que yo no era responsable. La única respuesta fue: “Entiendo. Pero tuve un día muy largo y me voy a dormir”.

No volví a recibir sus whatsapps ni sus emails. Envié mensajes por Facebook, cortos, cariñosos y sobre cualquier tema, pero no respondió. Pasaron tres meses de total silencio. El 15 de noviembre, dos días después de los atentados en París, recibí un breve correo electrónico. Creo que quiso expresar, a su manera, que no se sentía representada por los extremistas de su religión. Decía: “Perdón. Estuve con mucho trabajo. Prometo escribir pronto”. Ojalá.