Parece que todo comenzó con el fin, como si algunos hechos constituyeran nuevos punto cero en la historia. Así se configura el 11 de setiembre de 2001 en Soy Pilgrim, primera novela de Terry Hayes, conocido por sus colaboraciones en los guiones de la segunda y tercera películas de la serie Mad Max y de thrillers como Terror a bordo, Límite vertical o Desde el infierno. La caída de las torres, entonces, pasa a ser el motor primero de los hechos, y todos los horrores pasados -incluyendo el Holocausto- parecen convertirse en una prehistoria de la maldad. Para el protagonista, un espía retirado que es forzado a volver a la aventura y al deber, y para todos los personajes principales, ese momento significa el parteaguas de sus vidas, parteaguas cuyo poder dramático irradia toda la obra, transformándola y resignificándola a cada instante.

Un asesinato perfecto en Nueva York es el puntapié de este libro, que comienza jugando con los tópicos del policial para pasar luego al puro thriller y a la más clásica novela de espías. En este sentido, Hayes aporta cierta actualización del género, una nueva visión más global, más vertiginosamente global, que pasa, a través de flashbacks e historias contadas, por varios continentes y décadas. Su riqueza de paisajes, de datos, de nombres y de fechas no está acompañada, sin embargo, por una interpretación compleja, y -en forma cada vez más acusada- el libro se vuelve una lectura simplista de la historia, con un componente moral importante en su extensión y conflictivo con respecto a su profundidad. Es que, en una trama plagada de vueltas en el tiempo, que Hayes presenta habilidosamente de forma que parezcan ensoñaciones o discurrir de ideas del protagonista, pero que luego se revelan cruciales para el argumento, es posible ver una idea lógica del devenir literario, es decir que todo en la novela es significativo y cada supuesta digresión tiene un motivo claro. Sin embargo, por la temática de la obra, esta lógica reduccionista pasa a constituir también una visión de la Historia en sentido general, y esto produce un estancamiento en el pensamiento, que termina por dividir esa historia limpiamente en bandos o, como al anotar los tantos del truco, en una columna de “Ellos” y otra de “Nosotros”. “Ellos”, entonces, y casi en un plano de igualdad, pasan a ser los nazis, los soviéticos, los extremistas islámicos; mientras que el lado del “Nosotros” es presidido por ese dios fulgurante del dólar, el que trajeron los peregrinos del Mayflower para fundar “the land of the free and the home of the brave”.

La novela -como no podía, por lo antedicho, ser de otra manera- se centra en dos personajes que adquieren, a fuer de esquemáticos, calidad de arquetipos, y sus peripecias serán presentadas de formas más opuestas cuanto más similares sean en el fondo. El Peregrino deberá enfrentarse al Sarraceno, un árabe que busca realizar el golpe terrorista más grande en la historia de Estados Unidos, y hay un viaje plagado de acontecimientos espectaculares, largas descripciones de armas, vehículos y métodos de tortura, donde una vida aparecerá llena de justificaciones y la otra de condenas, todo narrado con una prosa ligera y de una simpleza llana, a veces repetitiva hasta el hartazgo. Si bien se presentan los horrores que cometen en nombre de la libertad los estadounidenses, éstos quedarán siempre amparados por la búsqueda del temible “bien común”. Es por eso y por otros motivos, en su mayoría de índole estilística, que Soy Pilgrim resulta sólo una acrítica novela de espías más, abanderada de un dualismo maniqueo que, ulteriormente, reduce la historia a una lucha entre mi dios y el del otro.

No es curioso ver, siguiendo este razonamiento, un rasgo que hará sonreír a todo buen freudiano. Y es que, de hecho, el tema subyacente no es otro que la búsqueda del padre. Las presencias constantes de un padre ajusticiado en una plaza pública, de un padre desconocido, de un padre adoptivo y amoroso, de un padre soltero y de un hombre sin hijos a su pesar, elevan la búsqueda a auténtico leit motiv que atañe a todos los personajes principales, y en especial a la dupla protagonista-antagonista. Esta búsqueda -la del peregrino en su sentido más religioso- es también una lucha con el pasado y, más particularmente, con los muertos. Ambos nombres, por eso, son determinantes, y más sabiendo que son claves elegidas por sus propios dueños: el Peregrino (el hombre que viaja a tierra sagrada, pero también el que anda entre extraños) y el Sarraceno (denominación del musulmán durante siglos, que originalmente correspondía, al parecer, a un grupo nómade habitante del desierto) se postulan en una doble condición de viajeros y de perdidos. En ese vaivén se mueve una novela que intenta sacar provecho de la ambigüedad pero finalmente no lo logra. Sin embargo, quedan por ahí, en sus casi 900 páginas, atisbos del intento, enclaves donde se escapa, de pronto y de maneras insospechadas, una luz.