Durante la mayor parte del metraje alternamos entre la mirada interrogante y algo angustiada de la adolescente Evridika y pequeños detalles de su entorno. Ella dice tener 14 años (puede ser, pero parece más). Es fácil reírse después, pero para mucha gente la adolescencia es una etapa dolorosa y llena de angustias, y es el caso de ella: vive en el pueblucho ferroviario-industrial de Alaverdi, no conoce a su padre (quien figura como anónimo en los registros oficiales), su madre dirige un coro de música armenia y se pasa entre giras y ensayos. Evridika no parece tener amigos, la echan del liceo por mal comportamiento y se refugia en las posibilidades que brinda la tecnología: integra una “comunidad de suicidas” en internet, chatea con un amigo virtual llamado Kiku, filma todo lo que ve y a veces parece estar mirando la realidad por el monitorcito del celular, y además hace unas animaciones. Reniega de su propio nombre y quiere que la llamen Anniko.

Así que padece una crisis de identidad al mismo tiempo que el brotar, confuso y con poca orientación externa, de su sexualidad. Al poco tiempo entendemos que esos muchos planos en baja definición (tomados efectivamente con un celular, o procesados para que parezca) son entonces las filmaciones, o la visión subjetiva del monitor del aparato, por Evridika. Lo interesante es que la cámara “principal”, la objetiva, se comporta la mayor parte del tiempo de igual manera: se divaga, devanea por detallecitos, gotitas de agua en un vidrio, la forma curiosa de una rajadura, el paisaje urbano de Alaverdi o su entorno montañoso, escenas de la vida de transeúntes (sobre todo gestos amorosos), recorridos muy cercanos por el cuerpo de distintas personas, una preferencia por los reflejos antes que por las cosas mismas.

Ese tipo de imágenes ocupa quizá la mitad o más del metraje total. El resto son unas escenas breves, lacónicas, llenas de silencios, que son las que nos permiten construir el contexto de la anécdota. Pero ¿a qué voy?: no es sólo el comportamiento de la cámara el que imita las filmaciones de Evridika, sino que lo hace todo el aparato narrativo. Todo es totalmente caprichoso y, en cierta forma, curioso e incluso juguetón. La primera imagen diegética de la película muestra un detalle de un gran globo colorido ascendiendo, con énfasis visual y sonoro en la llamarada que calienta el aire interno del globo. La imagen se superpone al sonido de una niña que grita “¡Mamá!”, y en seguida la vemos, en un campo despoblado, antes de pasar al primer plano con Evridika crecida. Pues por el resto de la película no aparecerá ningún globo ni se hará referencia a ello. Sólo queda formular hipótesis: ¿un globo que Evridika vio y quizá filmó alguna vez, como tantos otros detalles que veremos? ¿Quizá lo vio cuando niña (si asumimos que esa niña, que tampoco volveremos a ver, es ella unos años antes)? Si fuera así incluso podríamos pensar que es un recuerdo medio angustioso (Sona, la mamá, ¿estaría en el globo y la niña se sintió asustada?). El globo podría cumplir una función más bien metafórica, simbolizando el crecimiento, el despegue, y las llamaradas incluso son una alusión erótica. En forma más objetiva, el globo cumple la función formal de enfatizar el rojo y el azul, los dos colores fuertes de la personalidad visual de la película (todo lo demás está sumido en un grisáceo amarronado posindustrial, salvo en la secuencia en Ereván, en el que se va a destacar el rosadito pálido de la blusa de Evridika).

Algunas veces el montaje, aunque no cronológico, parece seguir un curso ideológico, como cuando Sona se rehúsa a hablar con Evridika y cortamos a la pantalla de la computadora con la frase “You have 0 comments”, o cuando Evridika le pregunta a Sona por su padre y cortamos a unas imágenes sueltas de Sona y Piotr cuando eran estudiantes del Conservatorio. La mayor parte de las veces, ese devaneo es expresamente distrayente. En los diálogos, por relevantes que sean las cosas que se dicen, la cámara en mano jamás se estabiliza, y se pone a observar los ojos, o la mandíbula, o la frente del personaje, como si tuviera déficit de atención, como si no pudiera con su propia fascinación por la plasticidad o la expresividad paralela de las partes del cuerpo. Piotr echa a andar un metrónomo y de pronto el foco se desplaza del rostro de él al péndulo del metrónomo, que ocupa una superficie mínima de un rincón de la pantalla y todavía entra y sale, mientras el sonido se deforma electroacústicamente, con cada vez más fuerza, distorsión y reverberación. Las escenas están intervenidas con jump cuts. La rajadura de un vidrio de pronto empieza a moverse, habiendo asumido la figura de un caballo como dibujado por un niño (acá suponemos que será una representación de la imaginación de Evridika y su afición por las animaciones). Muchos momentos se impregnan de magia con un tratamiento sonoro/musical onírico (ruidos que claramente proceden de ese momento de la diégesis y otros que no, y que claramente podrían pasar por “música contemporánea”).

El armado general de la película es parte de ese espíritu, y los tiempos están muy barajados. Hay una línea básica que se puede reconstituir y que va a desembocar en la última secuencia antes de la de los créditos finales. Pero esa línea la agarraremos muy de a poquito, entre otras imágenes que al inicio no sabemos si son del pasado o del futuro. No es como en 21 gramos, en que la confusión luego se descifra en un cien por ciento: hay mucha cosa que no sabremos nunca. Y parte de esa información que falta es crucial: Piotr es, casi con seguridad, el padre de Evridika. Pero la forma en que Evridika y Piotr se conocen personalmente parece ser casual. Es una improbabilísima coincidencia que esas tres figuras -el amigo y casi novio de Evridika, su papá por ella desconocido, y su amigo virtual Kiku- sean una misma persona, y uno se vería inclinado a pensar que fue premeditado por él. Ella no parece tener idea de que Piotr es su padre, ¿pero él sí sabe? ¿Se habrán hecho amigos por internet después de conocerse, o antes? En la última escena en que aparece, ¿Piotr quedó dormido o se murió o qué?

A todo eso se suma la simbología órfica: “Evridika” es la forma rusa del nombre Eurídice. En una escena Piotr recita un fragmento de “Orfeo. Eurídice. Hermes”, de Rilke. Parecería que la película juega con ese mito, pero en una forma incómodamente esquiva. La última imagen antes de los créditos finales sugiere fuertemente una resurrección, pero Eurídice, a la larga, no llegó a resucitar. El infierno puede ser Alaverdi, o el estado de espíritu de Evridika (su sitio de suicidas es Hell.com). Pero ¿quién sería Orfeo? Piotr es músico, pero nunca lo vemos tocar (en todo caso, sí recitar poemas). La música que impregna la película es la del coro masculino dirigido por Sona (pero la mamá como Orfeo no pega mucho).

Convivir con la falta de certezas nunca es cómodo, pero puede llegar a ser estimulante. Personalmente, no lo siento así con esta película. Quizá por detectar unos recursos medio simplones para generar una película independiente de carácter artístico con poco presupuesto y no tanto esfuerzo (encontrar una joven con unos ojazos expresivos y explorar nomás el poder de su mirada, sin que ello tenga que entrañar ninguna habilidad especial de actuación, para una contemplación de no-se-sabe-bien-qué). Quizá porque la película parece ella misma ubicarse en esa angustia adolescente que comenta, proyectando en forma un poco pueril lo que fácilmente se adivina como elementos autobiográficos de la directora (al fin de cuentas, Evridika es una cineasta en ciernes), con un no articulado apelo feminista. Quizá, sobre todo, porque no empatizo mucho con ese tono grave artificioso, a lo Tarkovsky (pero no comparemos), en el que ninguno de los tres personajes principales esboza una sola sonrisa en todo el metraje: todo es peso, brumas, el clima ancestral del coro armenio alternado con la vaguedad angustiosa de la “música contemporánea” y las frases susurradas en voz over por Evridika, y diálogos llenos de entredichos enigmáticos.