Si los turbulentos y desencantados 70 fueron los años de gloria del horror y el terror estadounidenses, con la reinvención del género de zombis a cargo de George Romero y una superpoblación de clásicos slasher como The Texas Chainsaw Massacre (Tobe Hooper, 1974) y un tropel de películas que hasta el día de hoy debieron ser suavizadas en sus remakes (sólo es cuestión de comparar la versión original y la nueva de Las colinas tienen ojos, de Wes Craven), en Italia el giallo (una especie de thriller marcado por una radical libertad genérica que permitía entrecruzarlo -no pocas veces de manera terraja- con temas sobrenaturales, porno-soft y gore) se fue convirtiendo en una franquicia modesta y pequeña que terminó por expandir los límites de lo que se podía esperar ver en pantalla. Con producciones mucho más acotadas, pero con la búsqueda de un impacto más directo y muchas más licencias para trabajar con total libertad -algo similar a lo que ocurría en ese país con los spaghetti westerns-, el giallo concentraba en sus films no sólo las muertes más crueles, sino las más estilizadas que se hubiesen filmado. Alcanza con ver Suspiria (Darío Argento, 1977): cada muerte es una composición exquisita, en la que lo estético está colocado por encima del contrato de verosimilitud con el espectador.

En tiempos en los que el horror estadounidense incorporaba en sus tramas a asesinos de suburbios, liceos, o pueblos inhóspitos de carreteras, tratando de hacer emerger, de alguna manera, algo terrorífico de la cotidianidad, los giallos -aun cuando las tramas se colocaban más cerca del thriller que del terror- siempre parecían romper el contrato de credibilidad al conseguir la sangre más roja, la piel más perforable, los gritos más ensordecedores.

Justamente, en lo que refiere al sonido, difícilmente haya habido un género en el que el grito haya ocupado un lugar tan central como el del giallo italiano. Llegaba a un punto en que había conocidas gritadoras, mujeres contratadas específicamente para doblar a las siempre más bellas actrices, para abrir aquel oscurísimo mundo contenido en las grutas de sus gargantas.

En la historia del cine suele repetirse un proceso interesante: a medida que se crean mercados más baratos e inmediatos para hacer películas -terrenos en los que las inversiones privadas necesitan resultados cortoplacistas que harían pensar en formatos seriados y poco jugados-, aumenta drásticamente la experimentación. En el caso concreto del sonido -tema medular en el film Berberian Sound Studio-, los 70 del giallo italiano fueron tiempos grandiosos, con impensables cruces y colaboraciones entre la academia y la cultura popular, con bandas como Goblin -a cargo del soundtrack de Suspiria y Profondo rosso (Dario Argento, 1975)- conviviendo con el insigne Ennio Morricone, Bruno Nicolai y Fabio Frizzi. Rock progresivo, proto-goth metal, música concreta, composiciones experimentales, free jazz, operetas e ítalo-disco; todo se mezclaba en un terreno en el que el sonido de la muerte estaba al mismo nivel que lo que se mostraba en la pantalla. Esto está a años luz del cine actual, cuyo sonido parece limitarse a ser un soporte para -en base a los súbitos ajustes de volumen- ayudar a amplificar los julepes de elementos aparecidos de la nada.

El sonido del miedo

Berberian Sound Studio es uno de los más sentidos y elegantes homenajes que se haya podido rendírsele a aquellos tiempos fermentales. La película sigue a Gilderoy (Toby Jones), un ingeniero de sonido conocido por sus trabajos de posproducción en documentales campestres, que llega a unos estudios italianos para trabajar en un giallo llamado “Il vórtice equestre”. Gilderoy, un hombre tímido y con una relación muy estrecha con su madre, no tiene mucha idea de qué está haciendo ahí, víctima de una desorientación que va creciendo a medida que comienza a percibir ciertas dinámicas internas del estudio de grabación. En toda la película no llegamos a salir de ese lugar, lo que da la impresión de que nos encontramos en una especie de laberinto kafkiano. La promesa de reembolso del costo de su boleto aéreo de Inglaterra a Italia nunca se concreta; el productor perpetúa con él y con todos una enloquecedora relación que alterna entre el rol de padre cariñoso y un dictador, mientras que el director no suele aparecer en escena y mantiene amoríos con varias de las actrices que graban las voces. Así descripta, Berberian Sound Studio perfectamente podría ser una comedia de enredos de “pez fuera del agua”, marcada por el conflicto entre la formalidad inglesa y la desprolijidad tana, pero lo brillante del director Peter Strickland es la manera en que los entretelones terminan siendo filmados con el mismo lenguaje cinematográfico de un giallo, sin hacer del film un giallo en sí mismo.

Si ahondáramos en el elemento clave que hace de Berberian Sound Studio un film diferente a casi todo lo que circula en el cine actual, es el hecho de hacer de un elemento concreto de la técnica el resorte, pero a su vez el tema y el hilo conductor de la obra en sí misma. Ha habido múltiples ejemplos de la escritura, la fotografía -ni hablar de la actuación y dirección- como puentes mediúmnicos de las películas, pero pocas veces se ha tomado el sonido como la columna vertebral estética, formal y temática de la obra. Podría citarse La conversación (1974), de Francis Ford Coppola, en la que vemos cómo Gene Hackman cae progresivamente en la paranoia, mientras se dedica a registrar grabaciones de un posible affaire que se ramifica.

Es difícil precisar de qué trata Berberian Sound Studio; básicamente, es la historia de un hombre cuya realidad, en el proceso de filmar el giallo, comienza a fundirse con la de la película, pero esto sería reducir su riqueza temática a la anécdota de impacto. Los mejores momentos del film de Strickland son los que registran la cotidianidad del estudio, pero desde esa paleta de lo ominoso (concepto que justamente encierra la tribulación entre lo conocido y lo desconocido). Para la realización del sonido de un montón de torturas que aparecen en el film (pero que Strickland, con inteligencia, evita mostrarnos; y lo que percibimos es a los realizadores que miran la guía, sin tener las imágenes de la cinta) Gilderoy y los otros se valen de repollos y sandías que machacan como si fueran cuerpos que caen por una ventana, sesos machacados, o el sonido de agua hirviendo sobre un teflón que sugiere la imagen de una mujer al ser empalada por un atizador al rojo vivo.

Strickland, cuya ópera prima también tenía un muy buen trabajo de sonido, entiende y sabe poner en juego la idea de que lo que sucede en la cabeza de uno puede ser tanto o más terrible de lo que se ve, y entre todos los sonidos, 1.000 películas son las que terminan rodándose en el interior de los espectadores.

En un momento, la cámara filma todos los desechos de los repollos y demás frutas y verduras sacrificados para la realización del sonido, y en esta suerte de naturaleza muerta comenzamos a ver cómo todo es invadido por un aura lóbrega. Al reposar la mirada y atender al sonido, nos damos cuenta de que se rompen los puentes clásicos entre el representante y lo representado, y esos despojos bituminosos y enchastrados son los mismos cuerpos de las mujeres.

La película, así, parecería tocar una fibra moral del cine, esa que golpea a Gilderoy en el fondo de su ser y frente a la que no sabe si puede continuar: cómo posicionarse frente a la violencia, aun cuando sabemos que stricto sensu no la estamos inflingiendo y que, en definitiva, todo es un simulacro, aunque a la vez es más que eso.

Aun teniendo en cuenta todo esto, convive con este costado oscuro de la película un verdadero amor al género, un amor que salpica para todos lados en los momentos en que vemos a Gilderoy utilizando una bombilla para hacer el sonido de un ovni, o a una de las mujeres ensayando una y otra vez su grito desgarrador, o a un actor interpretando -con expresiones faciales increíbles- los ruidos de un espíritu poseído. Gilderoy entre sus cintas magnetofónicas -igual que Gene Hackman en su casa destruida, al final de La conversación- es el recuerdo de un cine que fue, el de una época analógica en la que cada grito era diferente y el sonido parecía verse y tocarse.