Durante la semana pasada, se desarrollaron varios encuentros académicos en la Universidad de la República con motivo de los 30 años del regreso a la democracia, y el último fue el de derechos humanos, el viernes. En la primera parte del panel intervinieron dos doctores en Filosofía, José Santos Herceg y Mariela Ávila, y una doctora en Literatura, Carolina Pizarro Cortés.

Santos comenzó su intervención con la lectura de un artículo titulado “Cicatrices en el cuerpo de Chile. Los lugares de prisión hoy: entre la desaparición y la persistencia”. Recordó que al igual que sus otros dos colegas trabaja en la Universidad de Santiago de Chile y que los tres participan en un programa de investigación que él coordina y que se llama “Campos de prisioneros en Chile: reconfiguración de lugares y subjetividades”. Explicó que muchos tipos de edificios sirvieron de centros de tortura en su país, desde casas (las “casas de la Dina”, la Dirección Nacional de Inteligencia) hasta centros deportivos (el Estadio Chile es uno de los más conocidos), y también se usaron barcos para esos fines.

En total, 1.168 lugares fueron identificados como espacios que sirvieron como centros de tortura, dice el texto de la ponencia que Santos le facilitó a la diaria. De manera similar a lo ocurrido con muchos presos políticos, los centros de tortura fueron “desaparecidos” cuando dejaron de ser usados como tales, dijo Santos citando a las arquitectas chilenas Macarena Silva y Fernanda Rojas. Desaparecen ya sea porque fueron destruidos (como es el caso de Villa Grimaldi, donde ahora existe el espacio de memoria Parque por la Paz), porque no se invirtió en conservarlos o porque volvieron a su uso anterior o fueron transformados.

Santos consideró que las desapariciones más eficaces son las de los lugares de los que “no se sabe que lo fueron”. Como pasó en Uruguay con la cárcel de Punta Carretas, que se convirtió en un shopping, varios centros de detención chilenos fueron transformados. Santos dijo que varias “casas de la Dina” son ahora cafeterías o jugueterías. El filósofo consideró que esto “ahonda y perpetúa el daño” que causó la dictadura, entre otros motivos porque “la duda, una duda increíble, pero persistente e ineludible, ataca a los que testimonian su paso por los lugares de prisión y tortura”.

A modo de cierre, el filósofo agregó que los lugares de detención “permanecen”, entre otros motivos, debido a los “fantasmas” y las “maldiciones” que los habitan, porque “más allá de que sea verdad o no, la gente ve fantasmas y siente cosas” en ellos.

Según cómo se mire

Pizarro, doctora en Literatura, fue la siguiente expositora y llevó al encuentro un artículo titulado “La recepción de los testimonios en el Chile de la posdictadura: el caso de las traidoras y sus críticas”. Explicó que ella estudió la “anómala recepción de relatos y testimonios” de mujeres que son conocidas como “traidoras” porque se convirtieron en colaboradoras de la dictadura cuando eran presas políticas: Luz Arce, María Alejandra Merino (autoras de El infierno y Mi verdad, respectivamente) y María Alicia Uribe (que no aportó su testimonio). Esas tres mujeres, líderes de la militancia de izquierda, hablaron bajo tortura y colaboraron al punto de convertirse en agentes de la Dina y en parejas de militares, antes de aportar su testimonio al final de la dictadura. Según Pizarro, la mayoría de los análisis publicados sobre los libros de las “traidoras” se basan en “prejuicios heteronormativos” aplicados por mujeres en contra de sus pares.

Pizarro entiende que en general “no hay perdón ni olvido para las traidoras, y la razón de esta actitud generalizada hacia sus personas y sus voces pasa de una u otra forma por su feminidad”. Señaló, por ejemplo, que Diamela Eltit escribió que esas mujeres ‘se abocaron a alcanzar un escalafón social y económico en el interior de un sector de las fuerzas armadas que las hacía partícipes nuevamente del poder central’, sin reconocer las presiones coercitivas a las que fueron sometidas”. La misma autora estima, según citó Pizarro, que “desde siempre [‘las traidoras’] quieren ser hombres, traicionar a su género y ocupar un lugar de poder”.

En tanto, otra autora, Nelly Richard, según la exposición de Pizarro, considera que los textos de esas “traidoras” contribuyen a “reforzar” la idea “de una feminidad sometida, fiel y dócil”, algo que para la expositora es “un velado desprecio a ciertas funciones sociales tradicionalmente asociadas a lo femenino”. También sobre el trabajo de Richard, dijo que “más allá de la traición al ideario de la izquierda, lo que molesta es la traición a los principios de un feminismo muy tradicional”.

Herencia maldita

La última expositora del panel fue la argentina Mariela Ávila, que cursa un posdoctorado en Filosofía y trabaja en Chile junto a Pizarro y Santos. La mendocina expuso su artículo “La administración del terror: el ayer y hoy de la violencia estatal”, y afirmó: “Creo que la violencia dictatorial no acabó con el retorno de la democracia: por el contrario, ha sufrido procesos de metamorfosis y maquillajes que tal vez han cambiado su apariencia, pero que de ninguna manera la han hecho desparecer”.

Recordó que la dictadura afectó la conducta y la vida cotidiana de la gente, algo que es propio de un Estado terrorista, que además se amparaba en una institucionalidad que le permitía eliminar enemigos. Bajo ese régimen se establece la idea de que “hay vidas consideradas dignas y otras no”, y se busca “aniquilar subjetividad” mediante la tortura, dijo.

Recordó que Chile pasó 17 años sin Constitución y que la que hoy está vigente fue redactada al final de la dictadura. Esa ley fundamental “aseguraba la continuidad del poder militar en los lineamientos primordiales para el país, como el económico, moral, social y, por supuesto, el político”, agregó. También consideró que existe una “violencia latente” que se ve en la aplicación de la Justicia militar a las comunidades mapuches o a militantes anarquistas, bajo la ley antiterrorista. A su entender existe una voluntad de “homogeneidad de la nación”. También relató su experiencia personal, cuando llegó a Chile y sus vecinos no le hablaban porque desconfiaban de ella. En su conclusión se preguntó si la violencia no es finalmente inherente a un Estado-nación que necesita un “otro” para justificar su existencia.

La profesora uruguaya de Historia Carla Larrobla comentó los tres trabajos, y luego se abrió un debate. Larrobla consideró necesario ahondar en los efectos del ocultamiento de los ex centros de detención. Acerca de la exposición de Pizarro, le “pareció polémico” que tratara de “mujeres ejerciendo violencia de género sobre mujeres víctimas de violencia de género, valiéndose de un concepto tan fácilmente condenable como el traidor”. El trabajo de Pizarro también dio pie a comentar el tabú que aún existe respecto de la violencia sexual en las dictaduras, más aun cuando se trata de la ejercida contra hombres.

Santos dijo que su objetivo inicial era poner el acento en cómo los edificios permanecen a pesar de la intención de “desaparecerlos”. En esa instancia y también luego, en diálogo con la diaria, señaló que a pesar de que faltan políticas de Estado existen “estrategias, marcas, movimientos sociales” que trabajan para preservar los vestigios. Dio el ejemplo de Villa Grimaldi, cuyo predio fue recuperado por vecinos, y señaló la ironía de que se haya destruido lo poco que quedaba para establecer allí el Parque por la Paz.

Pizarro aportó algunos datos más sobre las “traidoras”: dijo que después de dar su testimonio fueron consideradas “como segundas traidoras porque no tenían información sobre el paradero de los desaparecidos”. Afirmó que las analistas que estudió están “en una línea feminista, aunque no inscriptas directamente” en esa visión. Consultada luego por la diaria, también se definió como “feminista no militante”. Además, advirtió que “no es lo mismo el quebrado que el traidor”. El primero es mucho menos sancionado por la sociedad chilena que el traidor, y a esto se suma que “la sanción social es muy distinta hacia el traidor que hacia la traidora” y que a ésta “se la sanciona mucho más”.

Ávila, por su parte, dijo que para ella la dictadura fue fundacional para institucionalizar la violencia porque antes del gobierno de Salvador Allende se había trabajado en construir “comunidad”, algo que fue destruido por la dictadura. A modo de conclusión, Santos apoyó este punto de vista de Ávila y dijo que “la tortura se instala en la población completa, porque se instala el miedo a la tortura en toda la población”, y eso “quiebra la estructura social”, convierte al “vecino en potencial enemigo, o delator”.