Terminó el Festival Internacional de Danza Contemporánea de Uruguay (FIDCU). Los invitados internacionales regresan a sus países, los espectadores saciados de la avalancha de danza recuerdan lo visto, quienes tomaron talleres y cursos revisan o archivan sus apuntes escritos y corporales, los trabajadores del festival amanecen sabiendo que aún queda el trabajo de cierre por hacer, los artistas descansan, y los hoteles y bares ocupados en estos días extrañan la presencia gritona y alegre de los asistentes durante la semana de festival.

En su cuarta edición, FIDCU -festival independiente que ha crecido exponencialmente en cantidad de público interesado y asistente, pero no en cuanto a presupuesto o recursos- presentó una programación en la que se hace visible la maduración de sus criterios curaturiales, la de su relación con el medio y la del rol articulador que cumple entre artistas nacionales e internacionales. En el presente, es el trabajo de iniciativas como FIDCU el que a nivel local diseña las políticas y la realidad respecto a la circulación de obras en la región y el intercambio entre artistas.

El gran Frankenstein que es el cuerpo del festival vio superarse en términos cuantitativos al público esperado (y posible de abrigar), tanto en funciones como en talleres, que vieron colmada su capacidad. El carácter gratuito de todos los talleres y de muchas de las obras es un gesto político de un festival que afronta restricciones económicas. El hecho de que FIDCU se oriente a un público especializado (más que al general) ha demostrado que no es sinónimo de un grupo reducido, sino, por el contrario, cada vez más expandido.

En 2015 la curaduría del FIDCU apostó más claramente que antes a algunas líneas temáticas y estéticas, lo que abre la posibilidad de diálogo entre las obras y la identificación de algunas preguntas comunes presentes en la actualidad de la danza contemporánea (o entre estos artistas y los curadores a cargo).

Cuerpo (del) archivo

El interés por la historia, por sus posibles modos de construcción y deconstrucción y por el tiempo como materia prima -y como objeto del discurso coreográfico-, aparecen en varias obras en sintonía con el impulso historiográfico, señalado como tendencia de la creación contemporánea. Si el cuerpo es un archivo y archiva un cuerpo, en obras como Mixtape (Marchand, Alemania), Videoclip y Dance Dance Dance (Leite-Conde, México/Uruguay), Este corpo que me ocupa (Fiadeiro, Portugal), 60 minutos (Jaramillo, Colombia) o Promenade (Arobba-Steffen, Uruguay), esta premisa se traduce en múltiples fórmulas y formas de archivo. Entre sus motivaciones aparecen el interés por pensar en las experiencias y referencias que constituyen el presente del cuerpo que danza; el regreso sobre la biografía personal y la formación estética y artística del bailarín; las operaciones sobre modos de experimentar, usar y compartir el tiempo con otros; el tiempo como aquello que nos permite hacer hipótesis y arqueologías sobre cualquier situación o material presente; el tiempo como principio guía para la composición coreográfica; la historia constituida de realidad y ficción; la imposible recuperación y recreación de obras (musicales, cinematográficas, coreográficas) del pasado. El tiempo -histórico o presente de la performance- se vuelve un plano de composición fundamental en varias de las obras presentadas.

Las palabras y las danzas

El foco en lo discursivo, las preguntas sobre posibles modos de encuentro o desencuentro entre la danza y la palabra, y el problema de la danza como discurso, aparecen en obras como Tal (Silveira, Uruguay), Prácticas manieristas (Guerra, Uruguay), Sudando el discurso (Pérez Galí, España), Basura (Herrero, Argentina), Este corpo que me ocupa, Videoclip, Promenade.

Mediante la superposición, la colaboración o el contraste, cuerpo y palabra presentan en estas obras modos diferentes de cosignificación y resignificación.

Mientras en algunas obras el discurso aparece explícitamente utilizado o tematizado, en otras es la dificultad de traducción la que caracteriza a los cuerpos y acciones en escena. Ya no es el discurso el que habla al cuerpo o el cuerpo que habla al discurso, sino que el cuerpo organiza un lenguaje a partir de acontecimientos orgánicos simples -como la respiración o la mordida- que son refuncionalizados e integrados a una composición que los torna irreconocibles o deshumanizados, o que redefine los límites y sobreentendidos sobre lo social-humano.

Acapela, de un colectivo chileno dirigido por Javiera Peón Veiga, y Mordedores, de Marcela Levi y Lucía Russo, extrapolan la respiración y la mordida hasta crear cuerpos al borde de lo monstruoso y que, lejos de la distancia espectacular convencional, nos rodean e invitan a la inmersión en una experiencia próxima (y conmovedora). En Acapela esta invitación se traduce en un espacio escénico blanco y etéreo, organizado a modo de carpa, cuya estructura se sostiene -al igual que los cuerpos de la acción coreográfica- a base de aire. En Mordedores la proximidad nos expone a la cercanía de una acción brutal: la de siete cuerpos mordiéndose frenéticamente, comiéndose superficial pero violentamente en una coreografía altamente musical, activando la violencia como fuerza de relación y de expresión, haciendo visible en el acto de depredación los límites de lo que podemos o no digerir, de lo que estamos preparados para ver. Como indicio de la ironía subyacente, pequeños destellos de un mundo cinematográfico resplandecen en el inicio y en el fin, como si todo aquello pudiera ser una película de zombis cuyo terror concluye con los créditos finales. O no.

El abordaje de la coreografía desde una sensibilidad plástica, aparece en obras como Apnea (Sobarzo de Larraechea, Chile/Holanda) en la que la composición visual está en relación con la coreográfica: cuerpo, materiales y tecnología convergiendo en una danza que no sólo baila el cuerpo sino también los objetos que el cuerpo hace mover.

Dispositivos coreográficos

La investigación sobre los dispositivos coreográficos -sus límites y posibilidades- es otro de los ejes que aparecen en varias de las obras presentadas. Las exploraciones dan lugar a formas no convencionales de organización de la obra y de la coreografía. Esto es explicitado por FIDCU en su web: “Nuestra programación apunta, entre otras cosas, pero de manera central, a la inclusión en la misma de artistas que en sus diversos contextos están cuestionando los modos de hacer danza a través de sus acciones estético-políticas y sus gestiones, generando con esto pensamiento y producción de conocimiento”. El factor humano es otra de las apuestas del festival que se traduce a sus modos y relaciones de producción.

Una de las cuestiones que FIDCU busca, si bien no puede predecir ni garantizar, es el efecto sobre la percepción de ver mucha danza en el correr de pocos días; la charla en el intervalo, el café antes, la cerveza después; el proyecto nacido de una conversación sobre…; el simplemente pararse unos minutos a conversar con un vecino de butaca o con quien acabamos de ver bailar; el intercambio sobre lo sucedido, sobre lo experimentado. Es decir, el encuentro: una obra de muchos obrares.

Contexto clave: la conectividad como política

El diálogo con la realidad del medio y con el programa Jóvenes Creadores, y la apuesta por nuevos coreógrafos, se hizo presente en la programación nacional de este año, en la que se indicaba dentro de esa categoría, a las obras Oscilaciones (Rama, Lans) y Expandido (Lussheimer). También hubo lugar para una obra en proceso (Guerra) y una basada en la práctica de improvisación a cargo de Carolina Besuievsky. Otras obras presentadas a lo largo del año pasado, como Nije, de Federica Folco, o Tal, de Silveira, volvieron como parte de la programación.

Jóvenes involucrados, también alude al trabajo como pasantes de los estudiantes de danza contemporánea de la Escuela Nacional de Danza, que además de la experiencia de ser parte desde adentro de la organización de un festival -un gran aprendizaje que contó con el apoyo de la institución educativa- fueron imprescindibles en el trabajo de montaje y referentes locales para los artistas extranjeros, al igual que los integrantes del colectivo Mecánica.

Si tuviera que escribir las palabras clave para un resumen sobre el FIDCU serían “contexto” y “conectividad”: el diálogo con el primero y el trabajo organizado bajo la segunda son fundamentales en el sentido más infraestructural del festival. Sin las ganas desinteresadas de sumar y ser parte, de producir encuentros y pensar sobre ellos -cuestiones que despierta FIDCU-, el festival no tendría el impacto sobre el contexto que actualmente tiene, ni contaría con la cantidad de amor y de proyectos asociados que lo caracterizan. Ellas posibilitan la realización paralela de residencias (PAR), encuentros (Artistas Etc), charlas, un fanzine de crítica coreográfica hecho colaborativamente y que día a día publica reseñas sobre las obras del día anterior, firmadas con seudónimo o nombre real (Amor en Uruguay), o la performance de la convivencia como plano de composición en el que la danza contemporánea apuesta cada vez más, percibiendo que cómo estar juntos es la pregunta estética y política que más urgentemente demanda a nuestros cuerpos en el presente.

Lo conectivo no es democrático ni horizontal, sino que tiene una lógica de agregación y autonomía que multiplica e incluye a aquellos que son atraídos por la posibilidad de ser parte. Este carácter autoconvocado y autoproducido es el que explica la emergencia de este festival y la necesidad de más festivales como el FIDCU en el presente de la gestión y creación artística uruguaya.