El gallo de oro es una novela corta que habla sobre la historia de una ambición, en medio de un clima rural y festivo centrado en peleas de gallos y juegos de cartas. Su autor es el mexicano Juan Rulfo -y la obra fue llevada al cine en varias ocasiones, una de ellas adaptada por Carlos Fuentes y Gabriel García Márquez-, y ese trabajo a mitad de camino entre una novela corta y un cuento largo fue editado en Montevideo casi al mismo tiempo que en México, gracias a la labor del crítico, editor y fundador de la editorial Banda Oriental (BO), Heber Raviolo.

Cuando falleció, en 2013, este impulsor constante de las letras uruguayas y latinoamericanas -más que nada de la narrativa criollista y regional-, especializado en autores como Líber Falco, Juan José Morosoli, Anderssen Banchero, Julio C da Rosa y Héctor Galmés, ya se comenzó a pensar en una publicación que lo homenajeara.

El encargado de la selección y lectura del cuantioso archivo fue el docente, crítico e investigador Óscar Brando. En diálogo con la diaria, recordó una conversación lejana que mantuvo con Alcides Abella (codirector de BO en aquel entonces), porque la editorial quería homenajear a Raviolo en sus 80 años. Un homenaje posible consistía en recopilar todos sus escritos distribuidos a lo largo de 50 años. Luego, por diversas razones, Raviolo cumplió 80 sin este homenaje, y falleció al año siguiente. En esta segunda etapa, Brando aclara que la puerta de ingreso al homenaje fue distinta, ya que se acercó como investigador asociado a la Biblioteca Nacional, “una de las tantas actividades que la dirección de la Biblioteca propició en su último período [bajo el mandato de Carlos Liscano], tanto en lo que tiene que ver con la investigación en general y hacia afuera como a nivel interno”.

En esta nueva instancia, “que ya cuenta con un largo año de trabajo”, el proyecto se fue transformando. Según Brando, se pretende recoger, básicamente, los prólogos de Raviolo, sobre todo los escritos para la colección Lectores de BO. El docente contó que éste era el objetivo más visible, y de hecho ya se convirtió en un cuantioso material: “Creo que Lectores anda en unos 400 títulos, y Raviolo debe haber escrito 100. Luego de tomar este primer cuerpo de trabajo surgieron, evidentemente, otros artículos que no eran estrictamente prólogos -y que se publicaron en distintas revistas o en el semanario Marcha, donde se ocupó de las páginas literarias en su último tiempo, cuando el semanario ya había sufrido la censura de febrero de 1974-. También había que decidir qué actitud tomar frente a las numerosas charlas que ofreció. Por ejemplo, las presentaciones de su última colección dedicada a los cronistas, editada con sus selecciones y sus prólogos. En otros casos, cuando fallecía un amigo escritor le pedían que dictara una conferencia, además de las que dictaba en el ámbito gremial, como presidente de la Cámara Uruguaya del Libro”.

Brando explica que en ese ámbito gremial -tal vez el menos difundido- Raviolo no sólo hablaba de aquello que se supone que deben hablar los industriales del libro, sino que aprovechaba la oportunidad para hablar de literatura y extenderse hacia otros campos propios del editor y no tanto de las cámaras empresariales.

“También participaba en la Academia Nacional de Letras, donde dio charlas sobre ciertos aspectos de la edición que a él le resultaban muy particulares, como la corrección, una de sus grandes obsesiones.” Si bien considera que el archivo Raviolo aún está por configurarse, surgieron trabajos “interesantes, como la transcripción, siempre a mano, de sus conferencias, que siempre leía”, porque detestaba improvisar.

De largo aliento

Entre los diversos materiales que surgieron de la investigación, Brando destaca una serie de 20 charlas que Raviolo mantuvo con Domingo Bordoli en su programa radial en el SODRE, en las que habló sobre la nueva narrativa latinoamericana: en ese espacio le dedicó cinco programas a Julio Cortázar, siete u ocho a Mario Vargas Llosa y los demás a Alejo Carpentier. “La conversación es muy interesante, porque sucede en el momento mismo de creación, en 1967, antes de que se publicara Cien años de soledad”, dice, y agrega que ambos hacen una valoración de lo que ven y, en particular, perciben la aparición de Mario Vargas Llosa.

Otra de las singularidades a las que se enfrentó Brando se relacionaba con una desconocida faceta de escritor de Raviolo: “Pequeños papeles en los que escribía. Por ahora es algo pequeño, no sé si existirán más; lo más probable es que no. Pero uno nunca sabe si él se dedicó a la edición porque compartía algo con los demonios de la creación, o todo lo contrario: de tanto fastidiarse con los demonios de la creación, al final decidió ver qué había debajo de eso”.

Claro que era necesario seleccionar todo este material para editar un libro. En cuanto a esto, el crítico aclara que Raviolo no se planteó hacer una historia de la literatura, y éste debe ser un punto de apreciación respecto de todo lo que se leerá en la futura publicación: “Se parece a una historia inorgánica de la literatura, que sigue diversos procesos literarios a los saltos”, describe Brando. En este sentido, asegura que “será un libro utilizable o leíble como una especie bastante sui géneris y heterodoxa de literatura uruguaya. Lamentablemente, todos los demás materiales que habíamos seleccionado quedarán para otra oportunidad”, ya que, de lo contrario, se convertiría en un proyecto difícil de concretar.

Dentro del amplio espectro de cuestiones sobre las que Raviolo se interesó se encuentran los viajeros del siglo XIX, el cuento rioplatense de los siglos XIX y XX, y la literatura uruguaya del siglo pasado. El docente expresa que esta instancia también se convirtió en una oportunidad para exhibir su rol de editor. Esto no es nada fácil de definir, sobre todo porque considera que las apuestas que hizo parecieron muy arriesgadas (y, de hecho, lo fueron). “Al mismo tiempo, se puede decir que Raviolo -desde fines de los años 50- sabía que existía un público que comenzaba a formarse en algunas apetencias o necesidades, como los problemas nacionales. Por eso, cuando comenzó con su colección y con temas como el batllismo, la realidad agraria, Morosoli y Banchero, descubrió a dos muchachos que escribían sobre historia en Marcha, y como se aproximaba el centenario artiguista les propuso que escribieran; así surgió el primer libro de José Pedro Barrán y Benjamín Nahum, Bases económicas de la revolución artiguista”.

Tiempo y tiempo

En cuanto a la precursora publicación de El gallo de oro, Brando explica que el hecho fue una casualidad, porque Raviolo se encontró con Rulfo en Buenos Aires y luego, en 1981, viajó a México y se contactó con él, lo que “muestra su sagacidad”. “Después, cuando lo contaba, Alcides le preguntaba: ‘Pero vos estuviste con Rulfo?’, y él no le daba la menor importancia. Y seguramente Rulfo tampoco. Ese año fue cuando le contrató, por muy poco dinero, la edición. Esto también habla de su olfato. En el prólogo al libro trato de recrear el clima en el que surgió Lectores de Banda Oriental, porque a veces no nos damos cuenta de la cerrazón que existía, en medio de la dictadura, y de lo que suponía la aparición de esta colección, así como del Club del Libro de [Carlos] Maggi, por ejemplo. En esa cerrazón absoluta se publicaban libros, y no era que fuesen golpes directos, pero era la posibilidad que la cultura se hacía para fundar espacios. En ese sentido, que se publicara una obra como El gallo de oro suponía todo un desafío -no de censura, porque probablemente no leyeran tan fino-. Recuerdo cómo generaba gran expectativa la aparición de Crónica de una muerte anunciada, de García Márquez. ¿Podíamos empezar otra vez a hablar de literatura y hacer crítica literaria?”.

Tomando los antecedentes de los años 50, Brando recuerda que Raviolo ya contaba con ediciones incluidas en revistas como Asir y Número, en un medio en el que no existían editoriales nacionales fuertes. Así fue como surgió BO, e inmediatamente Arca, con los hermanos Ángel y Germán Rama y José Pedro Díaz. “Éste es el momento no sólo de la formación de un público, sino también del aprovechamiento de esta formación. Por eso mismo, me interesaba muchísimo señalar cómo un editor investiga: cuando él comienza con Morosoli, en 1962, Morosoli no existía y sus libros tampoco”.

De este modo, se puede ver en Raviolo la actividad del editor en todas sus facetas y preocupaciones. Brando reflexiona sobre el lugar de la historia en su profesión. En esa línea, considera que para Raviolo la historia es importante para la formación.

¿Cómo definiría este libro-homenaje? Como escritos sobre literatura uruguaya: “Ése es el resultado final, porque si bien muchos de los viajeros o cronistas del siglo XIX no son uruguayos, escribieron sobre Uruguay. Terminamos editando una secuencia que va desde los orígenes de la literatura uruguaya, con los saltos que supone alguien que no se planteó hacer una historia orgánica de la literatura. Los trabajos transitan desde Bartolomé Hidalgo y Francisco Acuña de Figueroa hasta los más recientes: su última gran obsesión fue Gustavo Espinosa, a quien había leído a último momento y quería incluir como fuera en BO”.

El crítico entiende que en los años formativos de Raviolo se contaba con otro concepto de la literatura, y esto se debe tener en cuenta, ya que es significativo en su trayectoria. Recuerda que durante los años 50 y 60 la literatura contaba, por un lado, con un valor social y, por otro, tenía valor como zona de conocimiento, como relación con el hombre para modificar al sujeto y al mundo. “Ellos mismos eran los que organizaban los programas de secundaria, por ejemplo, y el asunto era la selección basada en la calidad. Con el paso del tiempo, Raviolo va percibiendo la pérdida de esta valoración. En el prólogo que escribe para La pulseada [1997], de Claudio Invernizzi, señala que las nuevas generaciones escriben muy bien pero no cuentan con una concepción de cuerpo, de una idea de cultura. Los escritores no se leían entre ellos, de modo que se perdía la comunicación y, con ella, el sentido de la literatura como un bien social, comunitario”.