2015 es año de elaboración del presupuesto quinquenal, y ciertas tensiones comienzan a configurarse. Por una parte, la fuerza política a cargo del gobierno presentó en la campaña electoral una serie de compromisos fuertes en cuanto a políticas de bienestar que implican aumentos del gasto público. Por otra parte, varios analistas económicos privados coinciden en que, a diferencia de los dos quinquenios anteriores, la situación de las cuentas públicas y de la economía en general no deja margen para expandir significativamente el gasto público. En este contexto, algunas declaraciones recientes del ministro de Economía y Finanzas, Danilo Astori, han sembrado dudas sobre la viabilidad de cumplir con algunos de los compromisos electorales.

En 2014 el déficit de las cuentas públicas fue de 3,5% del Producto Interno Bruto (PIB), el mayor desde 2002. ¿Es para preocuparse? Sí, pero no tanto. Hace un año, Guillermo Carlomagno nos contaba en Razones y Personas cómo el déficit fiscal no es la única variable relevante para analizar la situación de sostenibilidad fiscal de un país. Si bien la situación económica de hoy no es exactamente la misma que la de hace un año, la sostenibilidad de la deuda uruguaya ha sido recientemente confirmada por la calificadora Moody’s, que decidió mantener la calificación de la deuda del país.

Pero asumamos que efectivamente es necesario reducir algún punto porcentual de déficit fiscal. Un lugar común por estos días es que para reducir eso hay que disminuir el ritmo de crecimiento del gasto público. Sin embargo, al menos desde el punto de vista algebraico, hay otra forma de incidir sobre el déficit que parece olvidada en el debate: los impuestos. Es cierto, a nadie le gusta pagar más impuestos, pero éstos son necesarios para financiar políticas que permitan continuar elevando y emparejando los niveles de bienestar.

¿No son los impuestos en Uruguay ya demasiado altos? La respuesta es que no necesariamente. Los datos indican que Uruguay tiene un nivel de recaudación de impuestos que no es ni muy alto ni muy bajo para su nivel de riqueza si se lo compara con el de otros países. Tanto Brasil como Argentina, por ejemplo, recaudan bastante más impuestos que Uruguay. Por otra parte, es una regularidad empírica que, a medida que los países se vuelven más ricos, aumenta en ellos el peso de los impuestos sobre el total de la riqueza producida. Así, la recaudación en los países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico es 15 puntos porcentuales del producto más que en el promedio de países de América Latina. En dicho grupo de países ricos existe una enorme heterogeneidad en cuanto al peso de la tributación: mientras que Francia en 2012 recaudó impuestos equivalentes a 44% de su PIB, Estados Unidos recaudó sólo 24%. Esto es, distintas sociedades eligen distintas instituciones, y el desarrollo de políticas de bienestar amplias requiere de mayor recaudación de impuestos. Como dice el Cuarteto de Nos, nada es gratis en la vida.

El programa del Frente Amplio (FA) planteó la necesidad de una serie de avances en materia de políticas de bienestar. El más notorio (y oneroso) es el compromiso de llevar el presupuesto de la educación pública a 6% del PIB. Pero no es el único. Entre muchos otros, dos componentes importantes en ese terreno son la implementación del Sistema Nacional Integrado de Cuidados y el incremento del presupuesto de la Administración de los Servicios de Salud del Estado para acercar el gasto por usuario al del Fondo Nacional de la Salud. En conjunto, son tres ejemplos de políticas que resultan a la vez caras de implementar y profundamente igualitaristas, ya que apuntan a achicar las brechas de bienestar entre los hogares de menos ingresos y los de ingresos medios y altos. En el caso de la educación, por ejemplo, actualmente los hogares de ingresos medios y altos compran servicios privados por un monto de recursos mayor que el que asigna el Estado a los centros públicos.[1] Esto permite que la educación privada ofrezca más horas de estudio y mejor infraestructura, entre otros beneficios. Llevar el presupuesto educativo a 6% del PIB permitiría, entre otras cosas, aumentar el número de escuelas de tiempo completo y seguir mejorando los edificios de escuelas y liceos. Algo similar sucede en materia de cuidados y de salud: hay grandes diferencias en el acceso a estos servicios básicos según el ingreso de los hogares, y esas diferencias tenderían a reducirse con un mayor presupuesto destinado a políticas públicas en esas áreas.

¿Cómo se puede financiar esas políticas que apunten a un mayor bienestar? Si bien el programa del FA dice “no queremos menos impuestos, sino mejores y más justos”, Tabaré Vázquez prometió en la campaña electoral “disminuir la carga tributaria global”, agregando así una tensión adicional al panorama. Cabe preguntarse si es posible cumplir con las promesas de políticas de bienestar sin aumentar el peso de los impuestos sobre el PIB y sin poner en riesgo la sostenibilidad fiscal del país. La respuesta definitiva a esta pregunta deberá esperar a que el gobierno presente sus números, pero, en principio, una contestación afirmativa parece difícil, y las declaraciones de Astori relativizando el 6% para la educación parecen anticipar una negativa. En este marco, quizá haya que optar entre distintos objetivos y promesas, pero debería quedar claro que renunciar a seguir ampliando las políticas de bienestar porque el déficit fiscal está alto no es el único camino a seguir. Un mix de políticas tributarias que aumenten los ingresos estatales, combinado con cierto margen menor para políticas de reasignación de gastos, debería hacer posible que se continúe con la expansión de las políticas de bienestar que ha caracterizado a los gobiernos del FA.

[1] Para un cálculo que, si bien no es exacto, ilustra claramente el punto, ver este link.

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