“La historia de toda sociedad hasta nuestros días no ha sido sino la historia de la lucha de clases”.

Así empieza un añoso y pequeño libro, cuyo 150º aniversario se conmemoró en el mundo entero en 1998, cuyo número de reediciones y tirajes supera largamente las obras clásicas del pensamiento universal, incluida la Biblia, y que millones de trabajadores tuvieron, a lo largo del tiempo, como su libro de cabecera.

“Hombres libres y esclavos, patricios y plebeyos, nobles y siervos, maestros jurados y compañeros, en una palabra, opresores y oprimidos, […] una guerra ininterrumpida, ya abierta, ya disimulada, que termina siempre, bien por una transformación revolucionaria de la sociedad, bien por la destrucción de las dos clases antagónicas”.

Hasta hace poco tiempo, en la moderna sociedad capitalista, el antagonismo de clases se expresó en burgueses y proletarios, siendo su origen la explotación del trabajo asalariado derivada de la propiedad de la clase burguesa sobre los medios de producción y circulación, y de la enajenación del trabajador del producto de su trabajo, que convierte a aquél en simple proveedor de su fuerza de trabajo.

Pero hete aquí que, contra el aserto de aquel pequeño libro, tal antagonismo no se ha resuelto ni con la transformación revolucionaria de la sociedad ni con la destrucción de ambas clases. Simplemente un acto de magia (para los que no creen en brujas…). Bastó para ello un cambio en la definición de las clases sociales; cambio mágico, eso sí, por cuanto mediante él desaparece la explotación, no hay más oprimidos y opresores, explotados y explotadores, y la lucha de clases, en consecuencia, resulta ser algo propio de mentes enfermas. Como la querida Alicia del cuento, nos encontramos en el País de las Maravillas.

¿Cómo se produjo la maravilla? Es bien fácil. Empezamos por una nueva clasificación social. Construimos para ello una suerte de compartimentos en los que iremos colocando luego la gente. Cada uno de nosotros pasará a ocupar un espacio en uno de los compartimentos (adelanto que en unos estaremos más apretados que en otros, pero con una ventaja: podremos pasar de un compartimento a otro en el que estemos un poco más cómodos; y claro, una desventaja, pues no hay felicidad plena, también nos puede pasar que tengamos que volver al compartimento de los “apretados”).

Dentro de todas las clasificaciones posibles para definir la pertenencia a un compartimento (que pueden ser múltiples, como se comprende, por ejemplo ser carpintero, o ciclista, o poeta, etcétera, no olvidemos que estamos en un territorio donde los conejos hablan y suceden otras maravillas), elegimos como clasificador el nivel de ingresos, para que guarde, como corresponde, cierta afinidad con la economía política.

Pasamos luego a las definiciones y denominaciones: así, en un nivel de ingresos entre 0 y X1 ubicamos la pobreza; siguiendo la línea ascendente de ingresos, tendremos entre X1 y X2 la clase media vulnerable; entre X2 y X3, la clase media consolidada; y entre X2 y X… (sin límite), la riqueza. Aquí podemos introducir una subclasificación: entre X2 y X3 la riqueza propiamente dicha, ésa cuyos exponentes aparecen vuelta a vuelta en la sección “Sociales” de los medios de comunicación, y de X3 hacia arriba los otros, los ahítos de riqueza, digamos 1% de la población mundial (en el caso uruguayo ese compartimento estaría por ahora vacío, con aspirantes, desde luego, pero vacío. Somos muy chiquitos).

Como se ve, plena movilidad social. No hay clases estancas, todos nos movemos entre unas y otras, y por ende la disputa por subir, o por no bajar, es individual, depende de nuestra suerte o habilidad, o de las relaciones personales que hayamos construido. ¡Adiós a la lucha de clases!

Pero vayamos a un ejemplo, para entendernos mejor: supongamos que usted es, o ha sido, trabajador de la industria láctea, y trabaja, o ha trabajado, en Ecolat desde hace varios años. Tiene un salario que, convenio mediante, es medianamente bueno. Integra la clase media en ese escalón impreciso (¡ojo, no tropezar!) entre la vulnerabilidad y la consolidación.

Falsa y engañosa, sin embargo, esa palabra, “consolidación”.

Es que un buen día recibe usted un aviso del dueño de la empresa anunciando que ha decidido cerrar y mandarse a mudar. Y allí va usted, mi amigo, de cabeza al compartimento de la vulnerabilidad, y si se le acaba el seguro de desempleo y no ha conseguido otro, allí está, de puertas abiertas, esperándolo, el compartimento de la pobreza. Cuestión de suerte…

En fin, salgamos del País de las Maravillas y volvamos a donde de verdad suceden las cosas.

El amigo del ejemplo cuenta de momento con el seguro de desempleo, como he mencionado. Pero ese seguro no es fruto de la magnanimidad del empresario ni de la negociación personal entre nuestro amigo y el susodicho empresario. Es fruto de los convenios colectivos, de la negociación colectiva, de la existencia de los sindicatos, del fuero sindical. Estamos ahora en el mundo real.

Además, nuestro amigo cuenta con un gremio que ha decidido luchar por el mantenimiento de las fuentes de trabajo. Cuenta con el valor de la solidaridad. No está solo maldiciendo su mala suerte.

Ocurre, en este mundo real, que los asalariados se siguen sintiendo integrantes de una clase social por su condición de tales, y no por sus ingresos (que, vale aclararlo, son sus salarios, regulados, dicho sea de paso, por los convenios colectivos). Tienen claro, por lo mismo, el valor de la solidaridad y la fuerza de su unidad y organización en algo llamado sindicato.

Que el Banco Mundial o el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo -que no hace otra cosa que reproducir las definiciones de aquél- elaboren las teorías que más les gusten. Aquel añoso y pequeño libro me parece que sigue cantando todavía unas cuantas verdades.