-De los grupos de rock que surgieron en la movida posdictadura de los 80 sólo quedan La Tabaré y El Cuarteto de Nos. En el caso de tu banda, ¿por qué sobrevivió?
-Persistencia. Cuando empecé, lo que más me gustaba en la vida era tener una banda de rock; cantar mis canciones era mi sueño. Nunca me imaginé que pudiera realizarlo, porque durante la dictadura era imposible. En esa época pasé mi adolescencia; los integrantes de las otras bandas que tocaban en los 80 eran unos ocho o diez años menores que yo. Yo ya había curtido mucho. Entonces, ya había tenido mucho tiempo para soñar con esto y pensar que nunca se me iba a dar. Y cuando se me dio no quise perder la oportunidad. Seguí adelante, llevándome el mundo por delante, porque los 90 fueron años muy difíciles. Fue una década muy decisiva para seguir adelante o no; sobre todo, la primera mitad de esa década. ¿Qué hicimos? Inventamos La ópera de la mala leche: mezclé el teatro con el rock y, a pesar de todos los inconvenientes y de que no había absolutamente nada, tocamos muchas veces en el Teatro de Verano, y en todo el interior, todos los fines de semana. Entonces, cuando vimos que pudimos superar la caída del rock de los 80 y entrar a los 90 con toda la furia y salir airosos, dijimos: “Si todo esto lo hemos superado, no hay por qué cortarlo”.
-La mayoría de los músicos de la generación de los 80 tenía influencias del punk, el pospunk y la new wave; en cambio, La Tabaré bebía más que nada de las fuentes del rock clásico. Pienso en el primer disco, por ejemplo, que tiene un cover de The Rolling Stones y otro de Frank Zappa.
-Todo eso influyó. Tenía bases más solidas en cuanto a la historia de la música y la historia del rock. Pero también tenía la experiencia de haber curtido el canto popular y de tener muy claro cuándo actuar y cuándo no actuar, qué decir en las letras y qué querer expresar.
-¿Viviste en carne propia el enfrentamiento entre el rock y el canto popular?
-Lo viví y me molesté. En ese momento decidí ser solamente rockero y ofenderme con el canto popular -una ofensa que me duró un par de años, nada más-. Del lado del canto popular se vivía una desazón, porque había tenido un megaéxito que terminó abruptamente cuando cayó la dictadura; y de pronto, apareció un boom explosivo, rarísimo, de rock. En el afán por querer entenderlo, de parte del canto popular se inventó que eran muchachitos que no tenían nada que decir y que esto y lo otro. Y las bandas de muchachos jóvenes como Los Traidores -e incluso Los Tontos- tenían muchas cosas para decir en sus textos. En la dictadura yo escuchaba mucho rock en mi casa, pero no me gustaba ir a ver a algunas banditas de rock que andaban por la vuelta, porque me parecía que no era el momento para que el rock existiera en Uruguay. Es muy difícil de explicar el porqué. Es como querer explicar el miedo que uno tenía en la dictadura; es imposible explicarlo. Más aun cuando a mí me metían en cana y me soltaban a las cuatro o cinco horas. Nunca me picanearon y no tuve familiares presos. Sin embargo, uno convivía con el miedo, estaba acostumbrado a eso. Y hoy lo querés explicar y te lo podrán entender anecdóticamente, pero no es lo mismo. Como tampoco es lo mismo entender que en aquellos tiempos era más importante escuchar una milonga codo a codo con alguien que pensaba como vos que escuchar una banda de rock que agitaba el pelo y la guitarra Fender. Para mí el rock empezó a tener razón de ser a partir de 1984.
-¿En la vuelta a la democracia también sentiste miedo? Porque había razias.
-Se transformó en bronca, en rabia. Ya no era tanto el miedo. Evidentemente, cuando venían los milicos a pedirte documentos tenías miedo, pero ya no era el mismo miedo: sabías que no te podían torturar ni meter en cana quién sabe cuánto tiempo. Te daba mucho fastidio: te tiraban la botella de cerveza en la calle, por ejemplo. Vivía con bronca, además, porque el entorno había votado a un partido que uno no quería, y porque unos años más tarde fue el “voto verde”. Uno vivía con mucha broca acumulada, y esa bronca servía para esa movida punk de principios de los 80.
-¿Por qué creés que toda esa movida desapareció de golpe?
-Quizá las bandas no fueran profesionales, en el sentido musical -en el sentido económico tampoco somos profesionales ahora-: sentir de verdad que querían hacer eso porque era el motivo de sus vidas. Excepto unos pocos -que todavía están en la vuelta-, creo que las demás eran bandas que se armaron porque estaba de moda hacer rock. Al mismo tiempo, cuando se dieron cuenta de que el rock tenía cosas para decir y empezó a molestar, se empezó a correr la bola de que el rock era peligroso, de que había mucha droga; que en los bailes de cumbia no había drogas y en el rock sí.
-¿Había drogas en los bailes de cumbia?
-Había drogas en todos lados; en las oficinas de la Intendencia [de Montevideo, IM], en cualquier lado. Me acuerdo de que a la salida de los conciertos de rock siempre se armaba lío. Yo estoy casi convencido -no tengo una prueba- de que eran infiltrados que mandaban para armar el gran quilombo. Guachitos disfrazados de campera negra que tiraban ahí para armar el quilombo con los milicos, así justificaban la cantidad de palazos que le pegaban a todo el mundo.
-¿Infiltrados de la Policía?
-Sí. Es mi teoría. Capaz que me dicen que soy un perseguido, pero lo sostengo. Porque no había otro motivo. Además, después terminó la violencia: en 1995 prácticamente se acabó la violencia en el rock.
-Hoy los shows de rock son familiares.
-Ahora el rock dejó de ser transgresor y se convirtió en algo demasiado light. A mis conciertos también van las familias. Si me lo hubieran dicho en los 80, habría dicho: “¡No, yo no hago rock para la familia!”. Pero bueno, ahora resulta que a los conciertos de La Tabaré van abuelos con sus nietos, y lo peor de todo es que no me parece mal. Pero, claro, a uno igual le gustaría en cualquier momento volver a hacer un espectáculo prohibido para menores, con toda la rabia con la que hicimos La ópera de la mala leche, que fue un golpe contundente.
-¿Cómo te llevaste con las drogas?
-Siempre tuve mucho cuidado. El primer porro me lo fumé cuando tenía 18 años, en plena dictadura: me tiré a reírme en la raya amarilla de 18 de Julio, y mi amigo, que ya estaba más acostumbrado que yo, me decía: “¡No seas animal, que vamos a marchar todos en cana!”. Después, mis amigos marcharon todos en cana: los tuvieron un mes por un porrito. Estoy hablando de 1979, 1980. Siempre supe que soy depresivo, que estoy medicado por la depresión, que con mi cabeza tengo que tener mucho cuidado y que tengo tendencia a ser adicto: al alcohol o a cualquier cosa. Lo único a lo que no soy adicto es al juego. Pero puedo ser adicto a la cocacola o a cualquier pavada. Por eso, siempre lo manejé con mucho cuidado y hasta con miedo, te diría. He tenido mis momentos en los que no tuve tanto miedo, pero me provoca una violencia que no me hace bien. Por suerte, he podido apretar el pedal del freno y mantenerlo lejos. Aparte, detesto al merquero que me come la oreja.
-En estos 30 años La Tabaré sufrió constantes cambios de integrantes. De hecho, de los músicos que grabaron el último disco, Que revienten los artistas (2014), ya no están la cantante, Lucía Trentini, ni el baterista, Andrés Burghi. ¿Por qué hubo tantos cambios?
-Siempre cambia alguien. Los motivos muchas veces son económicos, porque La Tabaré no es una banda de la que se pueda vivir. Cuando entran jóvenes de 25 años a la banda, a los 30 quieren formar un hogar y se dan cuenta de que hay que laburar en otra cosa, y no todo el mundo tiene ganas de laburar y hacer música después. También hubo problemas: muchas veces los músicos se pelearon entre sí, y otras veces se pelearon conmigo, pero no siempre conmigo. Cinco o seis personas, más un plomo, yéndonos a tocar a Tacuarembó, a Rivera, y volver a las siete de la mañana, cansadísimos, mal dormidos, mal comidos, mal bebidos, generalmente provoca algún tipo de roce. Ahora, en este último caso, lo que pasó fue que el baterista -que hace muchos años que estaba y que es un gran amigo- es un tipo que además tiene un laburo que le lleva mucho tiempo y por el que viaja constantemente al exterior. Y en el caso de Lucía Trentini, creo que no hubo feeling con nosotros. Si bien parte del tiempo que ella estuvo en la banda lo pasamos muy bien, sobre el final empezó a haber cierto desgaste humano. Igual, seguimos teniendo muy buena relación, porque ella tuvo la amabilidad de decir: “Muchachos, me parece que esto no está dando”, y nosotros de responderle: “No, no está dando, pero vamo' arriba, está todo bien”.
-Sos el único integrante de la banda que permanece desde el inicio. ¿Por qué todavía se puede hablar de una banda y no de Tabaré Rivero acompañado por un grupo?
-Fundamentalmente, porque siempre quise que esto fuera una banda. No se me dio, porque desde la primera Tabaré que armamos los músicos que me acompañaban eran del Cuarteto de Nos -Riki Musso y Alvin Pintos- y tenían por lo menos ocho años menos que yo, entonces ya habían escuchado otro tipo de música y tenían su banda armada. Pero yo quería formar una banda, y hasta hoy lo es, porque lo único que hago es componer las canciones y después trato de cantarlas. Ellos hacen los arreglos, opinan sobre el repertorio, sobre todo. Yo les doy libertad total. Y siempre fue así. Además, algo importante: fuera de los derechos de autor, todos cobramos lo mismo; es una cooperativa. En algún momento hasta el mánager y los plomos, todos cobrábamos exactamente igual.
-Cambiaron los músicos e incluso la propuesta sonora, pero hay constantes en las letras. Por ejemplo, en “De licencia”, del último disco, decís que no entendés razones para andar cumpliendo horarios, algo similar a lo que decías en “Malambo delictivo”, de Rocanrol del arrabal (1989). El tema de que te cuesta cumplir horarios es casi una obsesión.
-Evidentemente, no puedo. De hecho, no pude llegar en hora a esta entrevista. No manejo el reloj biológico; se me van las manijas para cualquier lado. También me cuesta mucho obedecer órdenes, incluso darlas. Por eso es que en la banda tampoco soy el jefe, ni el líder siquiera; soy uno más.
-Entonces, cuando recibís órdenes en tu trabajo en la IM no te debe gustar.
-Sufro como loco. De hecho, ya no recibo tantas órdenes. Pero igual, cada tanto, aparece alguien que me quiere meter el dedo en el orto, no cabe la menor duda; y lo han hecho. A esta altura lo sufro menos: uno se va acostumbrando a los dedos en el orto. Pero bueno, de todos modos, no me gusta nada.
-¿En qué sector de la IM trabajás?
-En Cultura. Doy clases en los centros comunales desde hace muchos años. Por eso, como doy clases en un centro comunal y en otro y en otro, me vengo salvando de tener un jefe propiamente dicho... Pero igual, siempre puede aparecer gente a la que no le guste lo que uno está haciendo.
-Hablemos de música: el último disco de La Tabaré es más tranquilo que los primeros. Por ejemplo, casi todas las guitarras eléctricas tienen sonido limpio.
-Tuve que luchar mucho para eso, porque los músicos que tocan conmigo siempre creen que entrar a La Tabaré es entrar a hacer, no sé, thrash metal. Creo que el próximo disco va a venir de rock, porque estos últimos toques en Bluzz los estoy disfrutando. Aparte, me he peleado conmigo mismo por lo que hay que hacer y lo que me gusta. Lo que hay que hacer, para mí, es bajar la pelota al piso y no darle a la gente solamente distorsión y gritos. ¿Qué es lo que me gusta? La distorsión y los gritos. Entonces, dije: “Vamos a matizar esto”. Pero ahora tengo ganas de volver a gritar y a agitar, de revalorizar el rock otra vez y darle lo que creo que le puedo dar y que otras bandas pueden no tener, que es esa furia.
-Cuando editaron Sopita de gansos, un disco básicamente acústico y milonguero, en 2002, era la época en la que el rock vivía otro auge, mucho más grande que el anterior, por lo menos, en cuanto a la cantidad de público. ¿Cómo tomaron el cambio los seguidores de la primera época?
-La gran mayoría, mal. Cuando hicimos Sopita de gansos por la calle me gritaban: “¡Bo, volvé al rock, dejate de romper las bolas con la milonga!”. Y los que menos entendían me decían: “Te vendiste”. ¿Me vendí? En las letras de Sopita de gansos digo más cosas que las que dije en todos los discos anteriores.
-Te metiste hasta con el fútbol.
-Hasta con el fútbol, y ahora hincho por la celeste como loco. Cuando le daba palo al fútbol, los que me tenían molesto eran los que durante años hablaron boludeces de fútbol 24 horas por día mientras el país se caía a pedazos. Ahora, como hay otra situación política, importa menos, y además, Uruguay está ubicado en un lugar más importante en el fútbol. Pero en los 90 el país se caía, Uruguay no jugaba, y los tipos hablaban y hablaban de fútbol, por eso hice esa canción [“Demasiado fútbol”].
-En Que revienten los artistas apuntaste contra la televisión.
-Y con la televisión pasa lo mismo: Tevé Ciudad, por ejemplo, es un canal que tiene un lado cultural interesante, con programas que me gustan más o menos, pero tiene cosas buenas. En cambio, los canales de aire a los que estamos acostumbrados son una estupidización constante, y cada año se esmeran por ser un poquito más estúpidos en su programación. Es al revés: “A ver, ¿qué hicimos el año pasado que fue muy ridículo? Esto. Bueno, vamos a pensar algo que sea más ridículo y más idiota”. Lo piensan y lo consiguen. No sé qué vamos a terminar viendo.
-Me comentabas que sos depresivo; sin embargo, en la música de La Tabaré no se nota ese rasgo.
-Quizá sea porque en mi vida nunca me han notado deprimido, a no ser las personas muy cercanas. Jamás se me va a ver en un bar acodado al mostrador, llorando penas. Es más, si me tomo un par de copas, salgo a festejar. No es una actitud que me guste mostrar. Además, es algo muy íntimo. Ahora lo cuento, porque también justifica un poco algunas actitudes mías de otra época en entrevistas o cosas que dije; o canciones, de pronto. Pero la actitud arriba del escenario, al contrario, es de festejo. Hasta fines de los 90 era de rabia, y después pasó a ser de festejo.
-¿Hay algo que hayas dicho en una canción y de lo que hoy te arrepientas?
-Capaz que sí. Por ejemplo, “Somos todos subversivos”. En aquel momento pensé que todos los rockeros éramos una corriente de subversión artístico-estilística. Poquito tiempo después me di cuenta de que era un error tremendo pensar así. En “Crónicas del ludo” digo: “La familia no es verdad”. En ese momento de mi vida la familia no era verdad. Capaz que la de sangre no es verdad, pero la que uno construye -por lo menos, la que yo construí- es verdad. Entonces, pienso: “¿Qué derecho tengo de encajar una idea que capaz que la escucha un gurí de 14 años y la hace su bandera?”. Es un error. Los dos primeros discos los grabé para mí. Después entrás a pensar que hay un público que te está escuchando y que hay gente que es menor que vos. No compongo canciones para tener éxito, pero me cuido de no repetir cosas y de tener cuidado con lo que estoy diciendo, a pesar de que muchas veces estoy puteando y diciendo cosas en contra de algo.
-Hablando de la familia, en Que revienten los artistas hay una canción, “Una pintura de Chagall”, que compuso Matías Rivero, tu hijo. Tiene una forma de escribir más de imágenes y metáforas, no tan directa como la tuya.
-Él se entusiasma: toca la guitarra mejor que yo -yo no toco nada bien, o sea que tocar mejor que yo no es un mérito muy grande-, canta y compone. Pero no le pasa lo mismo que a mí, que me va la vida en esto de hacer canciones. A él le gusta, pero su vida pasa por otro lado. Me encantó compartir esa canción con él. Podría cantar otra, porque tiene varias; compone lindo. También me gusta eso de las imágenes. Por ejemplo, a mí me gustaba muchísimo [Luis Alberto] Spinetta, sobre todo el de Pescado Rabioso e Invisible.
-Capaz que a veces se pasaba para el otro lado.
-Sí; los últimos tiempos de Spinetta no... Incluso estoy convencido de que no era un poeta, como la gente dice. Era un tipo que hacía las letras de sus canciones; ya está, poeta es otra cosa.
-¿Del rock anglosajón seguís escuchando a los clásicos o estás atento a lo nuevo?
-Sigo con lo de antes, que es mejor. En los 50 y los 60, hasta el año 70, se inventó todo. Yo entiendo eso. Y lo que para mí es nuevo es de muy antes para la juventud de ahora. Nirvana, por ejemplo, es una cosa que escuché ya siendo un hombre grande, y me apasiona.
-También tiene esa actitud rabiosa.
-Claro. Además, lo escuché en los 90, que era la época en la que estaba muy zarpado, y me venía bárbaro. REM también me gusta mucho, y no era rabioso. Pero no me preocupo por escuchar lo último. Tal vez sea la edad. Evidentemente no estoy tan investigador de lo nuevo, sí de lo viejo. Internet me permitió reencontrarme con bandas de las que conocía tres discos, como Grateful Dead, que me encantaba. De pronto vi que en Youtube tenés recitales en vivo que duran tres horas. Estoy reencontrándome con todo eso.
-30 años después, ¿seguís paspado de esperar a Godot?
-Sí. Creo que de todos modos encontré otras cosas que lo suplieron. En aquel momento, cuando la escribí [“El tacho de la basura”], Godot era la diversión, algo que me conmoviera. En los 80 Uruguay era un cementerio. Bueno, de drogas ni hablar -había que ir a buscarlas con un cuidado infinito-, pero, además, sexo o cosas como ir a un bar con unos amigos para emborracharte un rato no existían. Estaba cansado de esperar a Godot, y Godot era que pasara algo en mi vida y en la vida de los que estaban a mi alrededor, algo que nos pudiera divertir más que mirar la televisión, que se acababa a las 12 de la noche. Pero era verdaderamente un cementerio. Un sábado de noche iba caminando por 18 de Julio y no había nadie; de pronto, vi un montón de gente que miraba algo y corrí a ver qué era. Era un trolley que se había salido de las correas y lo estaban arreglando. Todo el mundo mirando. Lo más divertido que podías hacer era mirar cómo arreglaban un trolley. No pasaba nada. Capaz que pasaba algo en fiestas privadas de gente con más dinero que yo. Pero no era invitado a esas fiestas.
-Para finalizar: ¿es verdad que le tenés fobia al queso?
-Sí. Es lo único que no puedo comer ni ver comer. Si una mujer que me gusta mucho pica un quesito, chau: se me fue la libido, el amor, todo; no hay más romance. Me asquea mucho. No tengo idea de por qué. Si está en la mesa, no toco el fiambre porque está cerca del queso, y si puedo, me aparto. A poca gente le pasa esto. Es desde niño.
-¿No lo hablaste con algún psicólogo?
-No. He tenido otros problemas más graves.