El juicio por el Plan Cóndor, que comenzó en Roma en febrero y tiene como imputados a ex militares y civiles uruguayos, peruanos, bolivianos y chilenos, tomó mayor impulso ayer. La jueza Evelina Canale, que volvió a presidir la Corte, pareció querer acelerar el juicio interviniendo con preguntas puntuales y aclaraciones.

Ayer se terminó de examinar el caso de Gerardo Gatti, por el cual la semana pasada ya habían testificado Daniel Gatti, Edelweiss Zahn y Eduardo Dean. Las fotografías de Gerardo volvieron a aparecen en las pantallas ubicadas en los corredores laterales de la sala. Está acostado en un colchón y mira al objetivo. A su lado, Washington Pérez muestra un diario. Ésa fue la prueba para demostrar la existencia en vida del líder del Partido por la Victoria del Pueblo (PVP) y poder chantajear a sus compañeros. Los secuestradores, “militares terroristas”, como los nombró durante todo su testimonio Ana Cuadros, intentaron conseguir un rescate por la vida de Gatti, primero, y por la de León Duarte, después; un intento de extorsión que duró semanas. Al mes de su caída, empezaron los secuestros de los otros militantes del PVP: casi 30 personas secuestradas entre junio y julio de 1977. La historia termina con la desaparición de los dirigentes Gerardo Gatti y León Duarte, y el traslado de 24 personas a Uruguay en el “primer vuelo”. En Uruguay se puso en escena una farsa para detener a los 24, que fueron procesados por la Justicia militar.

Las fotos de Gerardo, al que todos llamaban El Viejo porque tenía 44 años, interrogan a los testigos, unos muchachos cuando fueron tomadas, hombres y mujeres ya mayores ahora. Daniel Gatti, hijo de Gerardo, cuenta del adolescente que era cuando su padre desapareció. Cuenta de las búsquedas, del peligro que corrieron él y su familia y de cómo tuvieron que irse a Suecia.

Los testigos del caso Gatti son sobre todo sobrevivientes del centro de detención clandestino Automotores Orletti. Sus relatos se parecen. Las palabras suben en los muros de la sala, se dejan traducir en la voz de la intérprete, que a veces no encuentra el término o el ánimo para pronunciarlas. El infierno de Orletti, cuya cortina de hierro se levantaba al pronunciar la palabra “Sésamo”, es dibujado mediante los ruidos, los gritos, la música en volumen alto, el mal olor, el piso helado y mojado, lleno de aceite y grasa. Un infierno de torturas -picana eléctrica, colgamientos, alambres, violaciones-; seres humanos destrozados por el maltrato, la violencia y la humillación, despojados de su dignidad como de sus trajes, tirados en colchonetas o en el piso; personas que después de una sesión de torturas se arrastran por el piso buscando la calidez de una voz amiga; diálogos entre presos que intentan ubicarse, entender qué pasa, buscar una explicación a lo inexplicable.

El cuerpo hecho pedazos de Gatti fue utilizado para asustar a sus compañeros, y los cuerpos torturados de los militantes del PVP fueron usados para acabar de destruir psicológicamente a Gatti. “Nos llevaban donde Gerardo después de la tortura para que él viera cómo estábamos destrozados. Era otra manera de torturarlo”, cuenta Sara Méndez. Mara Martínez recuerda cómo escuchó a los militares discutir qué hacer con él: curarle la herida en el brazo, ya podrida, o dejarlo morir. Ana Cuadros, con su aspecto de dulce señora mayor, heló al jurado: “Manuel Cordero se presenta con su nombre y apellido. Lo hace para inspirarme terror, porqué él era muy conocido entre los detenidos por su violencia. Me lleva a un cuarto, me pone en una mesa y me viola”. Cuadros relata también la última vez que habló con Duarte, el dirigente sindical de Funsa: “Estaba en Orletti, tirada en el piso, y él se me acercó. Me dijo que estaba tratando con los militares terroristas para sacarnos de allí, aunque fuera lo último que hacía en su vida. Iban a llevarlo a Campo de Mayo para negociar la libertad para nosotros. Nunca más supe de él”.

Sara Méndez contó cómo la separaron de su hijo Simón, cómo la tortura empezó en su domicilio: “Me golpeaban acostada en la cama, y a mi lado el moisés con Simón adentro, que dormía”.

Estamos en un juicio y la corte pide pruebas. Los testigos cuentan cómo llegan a hacer un reconocimiento: primero por la voz, el acento, luego por la posibilidad de vichar debajo de la venda, y por último, porque, lamentan, se terminaba compartiendo mucha vida con los represores. Ana Cuadros y Sara Méndez son muy puntuales en la identificación de sus verdugos. Localizan en Orletti, y luego en Montevideo, las ocasiones en las que vieron a muchos de los acusados: José Gavazzo, Pedro Mato Narbondo, Luis Maurente Mata, Ernesto Soca, Jorge Silveira Quesada, Ernesto Ramas Pereira, José Sande Lima, José Ricardo Arab Fernández, Ricardo Medina Blanco, Gregorio Álvarez, Gilberto Vázquez.

Sobrevivir para contarlo. “Los testigos son sobrevivientes y víctimas -dice Sara Méndez-. Tenemos todavía que romper el terror que tenemos, para contar el terror. Y no queremos ser víctimas, sino rescatar nuestra función, que es la razón por la cual sobrevivimos. Para hablar”.