Las novelas Tampoco es el fin del mundo (2012) y A veces tarda, casi nunca llega (2014) terminaron de consolidar a Pedro Peña como uno de los más prolíficos e interesantes escritores de la narrativa uruguaya reciente. Buena parte de su producción, además -por no decir toda-, puede ser leída en relación a géneros como el policial, la ciencia ficción y la fantasía, y es, junto a Rodolfo Santullo, el más relevante de los cultores del policial y la novela negra en Uruguay. El proyecto de Peña incluye, entonces, lecturas atentas de sus géneros favoritos, una considerable apuesta por la hibridación y la expansión de límites (está clarísimo en el caso de Mito, que incorpora tanto ciencia ficción creadora de mundos como fantasía y trabajo sobre mitologías diversas), una búsqueda de expresividad que va refinándose notoriamente en la serie de sus novelas hasta la fecha (desde Eldor, de 2006, hasta las novelas citadas al principio de este párrafo, es muy fácil ver la depuración de recursos asimilables a cierto lirismo que a veces rondaba el cliché y recordaba, en sus peores momentos, a una versión un poco bastarda de las traducciones de Ray Bradbury publicadas por la editorial Minotauro) y una para nada deleznable vocación de riesgo y experimentación, visible casi siempre en el trabajo sobre estructuras narrativas complejas, corales y no siempre estrictamente lineales.

En este contexto, la publicación de una obra tan temprana como La noche que no se repite (publicada originalmente de manera serial en el suplemento cultural Talón de Ulises y después, en 2010, reunida en un volumen por la editorial peruana Altazor) contribuye a visibilizar el proceso de la escritura de Peña y, especialmente, a señalar elementos ya presentes en sus primeros esfuerzos y después desarrollados con más pericia y éxito en sus últimos libros.

Esto no quiere decir que La noche… sea un libro fallido. Por el contrario, se trata de un eslabón clave de la evolución de la escritura de Peña, una verdadera “prueba superada”. Pero además se trata de una lectura amena, ágil y sugerente, a la que cabe añadir el desafío extra de trabajar en brevedad (apenas pasa de las 100 páginas en la cómoda tipografía de la colección Cosecha Roja) una estructura compleja, con al menos cuatro puntos de vista narrativos focalizados en personajes diferentes y, lo que es más interesante aun, notoriamente “diferenciables”.

Tenemos la peripecia de dos jóvenes que deciden -al decir de Leonardo de León, temprano reseñista del libro en el blog Club de Catadores y encargado, con el mismo texto, de oficiar como contraportadista en esta edición de Estuario Editora- “gastarle una broma” (y robarle unos pesos) a un personaje que comienza como un gordito irrisorio pero que va ganando estatura y dignidad a lo largo de la novela; tenemos a dos criminales con experiencia, a una suerte de mafioso a pequeña y pintoresca escala y a un curandero que recuerda un poco (por la manera en que opera su poder) al John Coffey de The Green Mile, de Stephen King. La extensión de la novela no nos permite saber mucho sobre estos personajes, o terminar de vincularlos del todo al relato principal ofrecido, pero lo que sabemos, lo poco que sabemos, funciona bien. Quizá el lector pueda desilusionarse un poco ante lo escaso de la información que encontrará sobre el curandero, o sobre la historia previa de los dos criminales, pero, a la vez, lo que ofrece la novela es lo justo para que funcione su maquinaria narrativa y para, de paso, generar el interés y el deseo de saber. La novela, además, cierra sus relatos con habilidad y un especialmente sugestivo manejo del tiempo.

Están claros, también, los defectos. Por momentos, por ejemplo, incluye Peña ciertas reflexiones de corte “filosófico” (hay una discusión sobre el idealismo en que se invoca el nombre de Kant, no con especial acierto) que dan la sensación de estar en busca de un sentido más “profundo” en una trama que no lo necesita, a la vez que no siempre se da en el clavo con los diálogos, que requieren cierta verosimilitud naturalista y no suelen encontrarla. Pero son estos problemitas de La noche que no se repite, justamente, los que la obra más reciente de Peña ha logrado disolver o dispersar. De hecho, son más los aciertos del libro. Podrá ofrecer al lector una escritura todavía un poco verde, quizá incluso ingenua, pero también hay en sus páginas una declaratoria de principios: es el libro de un escritor que no esconde su ambición, que no teme arriesgarse en la búsqueda de mayores poderes de escritura, y en ese sentido vale más La noche que no se repite que tantas novelas grises y anodinas firmadas por escritores en apariencia más “maduros” o “experientes”, que lo único que tienen para ofrecer es oficio, y quizá ni siquiera eso. Así, en las páginas de esta primera novela de Pedro Peña (primera publicada, de hecho, y contemporánea, en forma de libro, de Ya nadie vive en ciertos lugares, promisorio arranque de la saga policial centrada en el periodista Agustín Flores) no sólo se puede encontrar el impulso narrativo de un escritor en crecimiento sino, también, verdaderas felicidades de lectura: escenas como la de la huida a tientas en el monte nocturno, cerca del final del libro, o la sugerente presencia de lo urbano, de ciertos pueblos y ciudades de Uruguay, en el departamento de San José y también en Montevideo.

Por supuesto que no sería justo con Peña pasar por alto los defectos de su libro. Es posible que unas cuantas páginas más lo mejorarían, y sin duda el escritor que Peña es ahora puede fácilmente corregir página por página, párrafo por párrafo, el trabajo del que fue hace seis años o más. Pero aun así, La noche que no se repite es un libro que encierra no pocas felicidades de lectura, y un buen aporte a la colección que la publica ahora para Uruguay.