Permitir que los electores emitan su voto desde el extranjero no es un problema. Al contrario, como el voto anticipado, es una medida que facilita a los votantes llevar a cabo su tarea. La pregunta importante es si debemos investir a nuestros connacionales residentes en el extranjero como electores. El asunto no es legal sino filosófico; no se refiere a lo que dice la ley sino a lo que debería decir.

Ciertos casos están exentos de controversia: quienes están en otro país de manera temporal no deberían perder su condición de electores (exista o no un mecanismo que les permita emitir su voto desde fuera). Pero quienes establecen residencia permanente en otro país se encuentran en una situación muy distinta: ya no forman parte del grupo de los gobernados. Por eso, desde una perspectiva democrática, su exclusión me parece justificable. Los ciudadanos de Canadá, Australia y Gran Bretaña, por ejemplo, pierden el derecho a votar después de cinco, seis y 15 años fuera de su país, respectivamente. Nada en la teoría democrática sugiere que estos países cometan una injusticia.

La democracia siempre se ha distinguido, desde la Antigüedad clásica hasta nuestros días, por acoger un principio fundamental: el de autogobierno colectivo, por el cual un grupo de iguales gobierna y es gobernado a la vez. En los sistemas representativos, el reclamo democrático es que los gobernados, y sólo los gobernados, tienen derecho a participar en la designación del gobierno al que están sujetos. Este principio provee un criterio general de inclusión/exclusión: quien esté gobernado por las leyes y decisiones de los representantes electos puede exigir derechos políticos apelando a los valores democráticos, y quien no lo esté, no.

Si esto es correcto, los emigrantes (así llamaré a quienes establecen residencia permanente en otro lado) no tienen derecho a votar en su país de origen. Es interesante observar cómo esta idea se respeta dentro de los sistemas democráticos con un régimen federal, pero se olvida con respecto a los residentes en el exterior. En efecto, los ciudadanos en un sistema federal sólo pueden votar en el estado donde residen. Otros factores no importan. No importa, por ejemplo, que una persona sea originaria de cierta región: al dejar de habitarla, pierde el derecho a elegir a los gobernantes de ese territorio. Así es en todos los sistemas federales del mundo. Los habitantes de Nueva York no pueden votar por el gobernador de California. Desde la óptica democrática, hay una buena razón para ello: si los gobernantes no los van a gobernar, no pueden exigir el derecho a elegirlos. Lo mismo debemos concluir con respecto a los nacionales que establecen su residencia permanente en otro país.

Sin embargo, y en contra de esta conclusión, quienes defienden el sufragio de los emigrantes han ofrecido una serie de razones que debemos tomar en serio. Las más importantes son: 1) que la inclusión de emigrantes se justifica porque sus remesas contribuyen de forma significativa a la economía de sus países de origen; 2) que es injusto negar el voto a quienes emigran contra su voluntad por razones económicas y; 3) que debemos incluir a los emigrantes porque conservan vínculos sentimentales y culturales con el país, y en ocasiones incluso mantienen en él patrimonio y familia. A pesar de que estos planteamientos son atendibles, ninguno de ellos se sostiene.

1) Remesas. Este argumento es deficiente por dos razones principales. Por una parte, sólo justificaría la inclusión de quienes envían remesas, y no la de todos los que residen en el exterior. Pero el problema medular es que el derecho al voto, según esta perspectiva, depende de un absurdo criterio económico. Una consecuencia inevitable es que los inversionistas transnacionales, los filántropos sin fronteras, los turistas, los comerciantes o cualquier grupo externo a un país cuyas divisas contribuyan a la economía de éste también tendría derecho a votar. ¿Es suficiente enviar dólares a otros países para poder reclamar en ellos el voto? ¿Cuánto dinero sería suficiente? Por supuesto, esto es inaceptable por una sencilla razón: la democracia no está en venta.

2) Exilio económico. En este caso el reclamo unívoco de quienes viven en el exterior también se fractura irreparablemente, ya que no todos emigran por motivos económicos. Según este argumento, únicamente los emigrantes pobres tendrían derecho a votar. Es verdad que en muchos países las causas principales de la emigración son la penuria y la falta de oportunidades, pero la única conclusión que deriva de esto es que urge crear riqueza y distribuirla en forma justa. Ninguna relación guardan las causas del éxodo con el criterio para otorgar derechos políticos en una democracia.

No es injusto que los emigrantes pierdan el derecho al voto; lo que es injusto es que su voto, cuando aún residían en el país, no se haya traducido en políticas públicas efectivas que hubiesen prevenido su exilio. Pero una vez que han partido para bien, determinar qué gobernantes son los más capaces para resolver los grandes problemas sólo toca a los residentes, pues únicamente ellos -y no quienes viven fuera- van a estar sujetos a las consecuencias de las decisiones gubernamentales, sean buenas o malas.

3) Vínculos patrios. Estar vinculado sentimental o culturalmente con un país no es relevante para la justa distribución de derechos políticos. Ningún tipo de emociones, ya sean nacionalistas o humanitarias, acredita la participación de quienes no están sometidos a las decisiones colectivas. Una persona genuinamente humanitaria, por ejemplo, podría sentirse muy afectada, incluso al grado de padecer problemas físicos y psicológicos, por acontecimientos que ocurren alrededor del mundo como guerras y violaciones a los derechos humanos. Pero sería ridículo que por tal hecho reclamara el derecho a votar en todo el planeta.

Lo mismo es cierto con respecto a los vínculos familiares y patrimoniales. Si tuviera validez el argumento, entonces bastaría con tener un hermano en Arequipa y una propiedad en Helsinki, aunque fuera ésta de muy escaso valor, para poder votar en las elecciones peruanas y finlandesas. Incluso podríamos adquirir un pedazo de hielo en Alaska, a buen precio, con la esperanza de obtener el derecho a votar en Estados Unidos. Por supuesto, sería absurdo. Si dependiera del patrimonio, las personas podrían comprar el derecho al voto indirectamente, al igual que en el caso de las remesas.

En suma: voto para los gobernados y para nadie más. Es hora de añadir la nacionalidad a la lista de condiciones arbitrarias (como la raza, el género, la educación) en la delimitación del electorado. La nacionalidad no debe ser necesaria ni suficiente para poder votar en elecciones democráticas.

Una versión previa de esta columna fue publicada en el blog Razones y Personas.