El secuestro de Freddy Heineken (CEO de la famosa empresa cervecera de Holanda) no sólo fue uno de los casos más controvertidos de la década de los 80, sino que actuó como una especie de bautismo de fuego de algunos de los miembros más insignes de la penose (mafia) holandesa. En un cine bastante adepto a la reconstrucción de crímenes, que intenta indagar en los acontecimientos así como en la psicología de los perpetradores, era esperable que eventualmente se hiciera un film sobre aquello (El secuestro de Alfred Heineken, de Maarten Treurniet y con la participación estelar de Rutger Hauer, 2011) y, cómo no, una pronta versión anglosajona, en este caso, a cargo de Daniel Alfredson (conocido por sus películas basadas en la famosa saga de Stieg Larsson, Millenium).

En este caso, el elemento más orientado a la venta de tickets es el siempre impecable Anthony Hopkins, que en su trayectoria más reciente (con películas de irregularísimo nivel) parece actuar de taquito, como si no le fuera necesario haber leído el guion antes de rodar. La película empieza justamente con un primer plano suyo en el que le dice, relajado, a una persona que no aparece en la pantalla que, a su manera, la entiende, y que a lo mejor él hubiera hecho lo mismo. Luego de su parlamento, vemos a su interlocutor, que está cubierto con un pasamontañas, los créditos de inicio, y empezamos desde cero, para ver cómo fue que llegamos hasta ahí.

Desde el comienzo, el film juega una carta cinematográficamente efectiva, pero no muy acorde a la historia real del caso. Se nos presenta a un grupo de amigos en busca de un préstamo para reflotar una empresa que se está cayendo por la pendiente. Luego de un intento fallido de desalojo por mano propia de una comuna punk instalada en la que era una de sus propiedades -la escena posiblemente quiere darnos una pauta de que los tipos tampoco son nenes de pecho-, los amigos, abatidos y borrachos en una lancha que atraviesa los canales de Ámsterdam, llegan al plan del secuestro. La escena es presentada de forma festiva y casi en la clave clásica de buddy movie, en la que los amigos prometen dejar de ser unos losers (pensemos, por ejemplo, en la promesa de los chicos de American Pie de que dejarán de ser vírgenes antes de que termine la secundaria). La idea es, justamente, que empaticemos con ellos y hagamos una conexión entre su estado de perdedores y el crimen que eventualmente llevan a cabo. Lo que el film oculta (o que maneja con exageradas elipsis) es que la preparación del golpe insumió dos años de sus vidas, cosa que parece un poco lejana del tono casual con el que se cuenta la historia.

El problema con estas libertades narrativas no es sólo de orden histórico, sino que le resta credibilidad al film (algo que no sería un pecado en una película que no tuviera entre sus premisas un encare decididamente realista), porque de un segundo al otro vemos a los tipos dando un primer golpe, robando un camión blindado y escapándose por los canales de Ámsterdam como si fuesen el grupo de asaltantes de bancos de Point Break (Kathryn Bigelow, 1991). Esta falla inicial se arrastra por todo el metraje, pero no se limita a lo meramente relacionado con la habilidad del grupo. Todos los personajes carecen de profundidad psicológica, algo que, nuevamente, no sería un pecado en un film que no apuntara a esto. Parecen, igual que sus habilidades criminales, salidos de un repollo, reducidos a uno o dos detalles que ni siquiera son lo bastante vistosos como para conformar un estereotipo. El gran problema del film, el conflicto que perdura debajo de la planificación y construcción de la trama, es la ineficacia o inseguridad a la hora de equilibrar la necesidad de empatía hacia los personajes, la carta de una supuesta impericia de hombre común en circunstancias extraordinarias y la necesidad de un setting realista. En el primer y segundo punto de esta tríada, el hincapié en el valor de la amistad nos derrumba los escalones de cómo algunos de los sencillos y frugales miembros del atentado terminaron convirtiéndose en unos de los mayores capos de la mafia holandesa. Simplemente, al final aparece uno de los típicos textos que cuentan qué sucedió con cada uno de los personajes, y es entonces que nos enteramos. Además, la eventual persecución de los dos últimos integrantes del grupo en París fue mucho más accidentada en la realidad y tomó tres años, pero en este caso pueden entenderse las razones narrativas detrás del acortamiento de tiempo.

Los únicos destellos en el film son las escenas en las que aparece el señor Heineken, que Hopkins encarna con calma, incluso de forma demasiado cool, como si estuviera improvisando sobre su personaje de Hannibal Lecter. Igual que con El silencio de los inocentes (Jonathan Demme, 1991), el personaje encarcelado logra, sólo por medio de la palabra, psicoanalizar y sembrar dudas en los captores, y por momentos parece estar más sereno que ellos. En esta dinámica, uno de los films recientes que manejaba de forma más inteligente (salvo en el final) esta inversión de roles del secuestrador y el secuestrado era Los Edukadores (Hans Weingartner, 2004), en la que la captura de un exitoso hombre de negocios (ex militante del mayo francés) comienza a minar desde dentro las certezas políticas y morales de los perpetradores.

Lo que queda del film es un material blando que no logra interesarnos demasiado en qué pasa con los protagonistas (incluso llegamos a confundirlos). Una muestra de que no sólo basta una buena historia para que sea contada.