En el marco de la celebración de los 30 años del retorno democrático se abrieron muchos espacios para reflexionar sobre diversos asuntos y aristas que presentó ese fenómeno. Entre las preocupaciones que se compartieron en el evento “Expectativas y disputas en torno a la nueva democracia”, organizado por la Universidad de la República (Udelar), estuvo la referida al rol de los movimientos sociales en la transición. Junto con María Eugenia Jung escribimos una columna sobre el movimiento estudiantil en la transición a la democracia, y quiero dejar planteados aquí algunos interrogantes para el estudio de los movimientos sociales en aquel período, que tienen que ver con la dimensión generacional y con el modo en que operó dentro de ellos, especialmente en el caso de los estudiantes.

Los jóvenes que comienzan a militar en el movimiento estudiantil en los 80 son ciertamente los sucesores de la generación de la dictadura, pero esa década de transición constituye un caso privilegiado para analizar cómo es que operó la falta de continuidad intergeneracional y cuáles fueron los mecanismos alternativos de transmisión que tuvieron lugar. El hiato generacional y la posible ausencia de un interlocutor que funcionara como nexo directo entre estudiantes activistas de una generación y la siguiente suscitan varios interrogantes analíticos interesantes respecto a los mecanismos de configuración de identidad generacional estudiantil durante el período posdictadura. Las generaciones anteriores sirven generalmente como un “espejo” a partir del cual las posteriores construyen su identidad, se “miden” y construyen lazos de identificación y diferenciación.

Los estudiantes no son un actor social cualquiera: tienden a ser jóvenes, poseen una identidad transitoria a nivel individual y, al mismo tiempo, tienen garantizada la continuidad histórica a nivel agregado, ya que ingresan a sus filas nuevas cohortes todos los años. Por otro lado, y a diferencia de otros movimientos sociales, la gerontocracia como característica legitimadora en el campo es débil, ya que quienes egresan (si es que lo hacen) deben abandonar la militancia estudiantil, abriéndose paso a las nuevas generaciones. Mientras en otros ámbitos políticos y sociales de militancia (como los partidos y los gremios) la reapertura democrática estuvo caracterizada por un retorno de los antiguos dirigentes, en el estudiantil la mayoría de los dirigentes previos al golpe de Estado ya habían dejado las universidades, habilitando cierta renovación.

Los militantes que operaron antes del 80 no fueron una generación perdida, sino una que se comportó como un topo, saliendo a la superficie y adquiriendo visibilidad en momentos específicos mediante acciones combativas concretas, y luego sumergiéndose nuevamente en los ámbitos subterráneos y clandestinos. El carácter esporádico y fugaz de estas movilizaciones invisibilizó la red que, aunque compartimentada, operaba en la clandestinidad en diversas facultades. Es posible identificar indicios de movilización estudiantil y resistencia clandestina previos a la irrupción estudiantil en el 80, que dotaron de un legado organizacional y simbólico a la generación sucesora. Algunos acontecimientos que cabe señalar son los sucesivos recordatorios de la muerte de Líber Arce, los reclamos universitarios por demandas particulares, la creación de la mesa central de la Federación de Estudiantes Universitarios del Uruguay (FEUU) en 1978 sobre la base de las juventudes comunista y socialista, la reaparición clandestina de publicaciones periódicas estudiantiles hacia fines de los 70 y, finalmente, el surgimiento de otras legales luego del plebiscito de 1980 y la concomitante creación de la Coordinadora de Revistas. Los testimonios acerca de las interacciones, las organizaciones y las solidaridades que se tejieron en estos procesos contradicen la tesis de ausencia de transición generacional. El movimiento estudiantil que operó en la clandestinidad mediante grupos de base también fue buscando ganar espacios de legalidad.

Estas reivindicaciones de continuidad generacional no sólo son narradas y traídas a colación por los actores estudiantiles que las protagonizaron, sino también -en muchos de los documentos que surgen luego de 1982- por militantes que no necesariamente vivieron aquellos sucesos. Es común encontrar en las publicaciones periódicas y en las revistas estudiantiles de los 80 un largo racconto de las luchas de generaciones antecesoras, reservando un lugar privilegiado para la inmediatamente precedente que combatió la dictadura.

Sin embargo, en tándem con esa lucha clandestina “estilo topo” que se procesó durante la dictadura, se fue gestando (especialmente a partir de 1980) una modalidad de militancia más velada y sigilosa -aunque mucho más masiva- que tuvo por finalidad reconstruir el tejido social del estudiantado y así generar una identidad colectiva. Esa reconstitución implicó apelar a nuevas formas de socialización, propias de una identidad generacional en transición, que se contrapuso a la identidad generacional de los 60 y que intentó politizar -y muchas veces democratizar- espacios informales pero importantes, como los asados, las cooperativas de apuntes, las bienvenidas a las nuevas generaciones, las murgas y las actividades deportivas.

El proceso de conformación de identidad de las generaciones que irrumpieron en la vida pública con la reapertura democrática no estuvo carente de conflictos internos ni de traumas. La nueva identidad del movimiento estudiantil que emerge en este contexto está plagada de tensiones inter e intrageneracionales, que se expresaron en relaciones ambivalentes, tanto en cuestiones organizacionales como en el discurso. El movimiento estudiantil surgido con la reapertura, apuntando a la reconstrucción de la memoria histórica y reivindicando el legado de la generación anterior a la intervención, tuvo también que agiornarse y apelar a una impronta generacional propia, que le permitiera generar arraigo en las nuevas filas de estudiantes que ingresaban a la universidad. La generación estudiantil de la transición democrática tuvo que reconstruir y reapropiarse del legado de generaciones que habían sido “acalladas”.

Como en la famosa canción de Simon and Garfunkel, fue una generación que supo ser experta en el arte de extraer “los sonidos del silencio”.

Una versión previa de esta columna fue publicada en el blog Razones y Personas.