En términos de humores sociales, la medida de decretar la esencialidad de la educación por parte del gobierno de Tabaré Vázquez admite diferentes lecturas. En algunos sectores de la opinión pública generó apoyos y en otros -seguramente en su mayoría votantes del Frente Amplio (FA)- generó rechazos. Mas allá de las posturas sobre dicha medida, es evidente que ésta implicó una ruptura, tal vez de dimensiones históricas, en relación a la manera en que el partido de gobierno se vinculó y se vincula con los movimientos sociales. Esto es lo definitivamente nuevo que ha ocurrido esta semana. Poco tiene que ver con las luchas presupuestales que, rutinariamente, cada cinco años se han suscitado desde el retorno democrático hasta hoy.

El mantenimiento de la esencialidad es un gesto político grave que interpela las relaciones entre la coalición de centroizquierda y las bases sociales sobre las cuales el FA fue construyendo su militancia, sus apuestas programáticas, su crecimiento electoral y, finalmente, su llegada al gobierno en 2005.

El crecimiento electoral continuo desde su fundación en 1971 fue el resultado de, entre otras cosas, una manera particular de articular la movilización social con la actividad política. La lucha contra la dictadura, la campaña por el voto verde, la lucha contra las privatizaciones y hasta la concertación para el crecimiento en la crisis de 2002; en todos esos casos, la izquierda supo capitalizar la movilización social para, en última instancia, canalizarla hacia el crecimiento político y electoral de dicha herramienta. La izquierda se construyó en oposición a los partidos gobernantes planteando que era necesario escuchar al movimiento sindical y a los movimientos sociales, reconociendo que había ciertas verdades en sus argumentos, que los gobiernos debían tener una actitud flexible frente a sus demandas y que debían resistir a respuestas autoritarias o que pusieran en riesgo los puestos laborales de los trabajadores.

Ese discurso fue efectivo en dos sentidos. En alguna medida, la izquierda fue el escudo de los movimientos sindicales ante posibles amenazas de reglamentación sindical y represión por parte de los partidos tradicionales. Por otra parte, esa política y ese discurso ayudaron a aumentar el caudal electoral de la izquierda. Este encuentro entre actor político y movimientos sociales explica, en gran medida, la llegada del FA al gobierno en 2005.

La educación fue una “niña mimada” de la izquierda en la oposición. Como lo ilustra un corto de la campaña electoral de 1989 del profesor Paradoja, interpretado por Horacio Buscaglia y que en estos días circula en las redes: la poca apuesta a la educación de los partidos tradicionales era explicada no en términos de cómo administrar recursos escasos sino en términos morales. A “ellos” no les importaba la educación, pero a “nosotros” sí. Tanto los presidentes Julio María Sanguinetti como Luis Alberto Lacalle debieron enfrentar duras huelgas de maestros y profesores, pero nunca se animaron a decretar la esencialidad. En general se tuvo mucho cuidado porque tenían claro que ese mecanismo podía ser leído como una herramienta para restringir el derecho de huelga y que el movimiento sindical se podía declarar en estado de guerra acompañado por su aliado, el FA.

Durante las dos primeras administraciones de izquierda, aunque admitiendo el conflicto que le generaba la nueva situación de estar en el gobierno, se intentó mantener una relación de cercanía con el movimiento sindical. De hecho, uno de los grandes logros del FA en el gobierno fue el resurgimiento del movimiento sindical, que había sido duramente castigado en la década del 90. En relación a la educación, el gobierno desarrolló una importante inversión que, si bien no conformó a los sindicatos, significó el mayor nivel de inversión en el período democrático. El temido mecanismo de la esencialidad se usó en situaciones muy específicas, mayoritariamente vinculadas con la salud. Sin embargo, en este nuevo gobierno el uso de la esencialidad parece constituir un mecanismo central para disciplinar sindicatos. En el caso de la educación, dada sus dimensiones -unos 20.000 trabajadores- y su dudosa legalidad, ya que no hay ningún tipo de conmoción social que justifique la esencialidad, la medida impactó. Reflejó, además, una escasa flexibilidad para la negociación: se tuvo más paciencia con los anestesistas en 2010 que con los docentes hoy. La medida fue insólita y deja muchas preguntas abiertas acerca del futuro del conflicto de la educación, pero también acerca del relacionamiento del gobierno con el movimiento sindical.

Parece ser que algo se está rompiendo. El ciclo histórico de relacionamiento entre el movimiento social y el FA da muestras de agotamiento. Al menos algunos de sus gobernantes parecen no tener ningún interés en mantenerlo. Se sienten más cómodos con un sentido común conservador que se aleja de su entorno más cercano y se recuesta en una abstracta opinión pública que siempre pide mano dura, autoridad y control. La ministra María Julia Muñoz es una clara representante de esa sensibilidad. Como ya confesaron, la pusieron para enfrentarse con los sindicatos, y está claro que lo está haciendo. La apuesta del gobierno puede ser efectiva en el corto plazo, pero en el mediano no está clara su viabilidad. La opinión pública varía. Y un gobierno que pretende impulsar transformaciones en un sentido progresista necesita una sociedad que impulse esos cambios. Si el gobierno sigue pensando en esos cambios debería acordarse que los cambios reales no sólo se hacen con técnicos y políticos sino con aliados sociales (aunque suene viejo: pueblo) que siguen siendo necesarios para cualquier proceso de transformación social. Sin embargo, esta semana esto parece haberse olvidado.