“Qué iba a poder yo en esta cocina, o morgue, si del otro lado estaba la muerte canturreando su tango propio”, se escuchaba interpretar a Dahd Sfeir. El cuento “La noche de la cocina”, de Carlos María Gutiérrez, se convertía en una letra desgarradora cuando Ducho le ponía el cuerpo y arremetía: “Mandé... todo el tango de una vez, porque ya no había tiempo para despedirnos. El fuelle me tapaba la voz, que la tengo chica, pero se lo fui cantando verso a verso. Y cuando largué el fraseo de la mano izquierda, esta cocina retumbaba como una iglesia porque era la parte donde estaba la muerte, y la tapé de música y de amor. Como si el amor y la música pudieran asustarla y que se fuera”.

Dahd Sfeir no pudo ahuyentar a la muerte, pero tal vez sí recordó el espectáculo Mano a mano, que estrenó en 1987 junto a Alberto Candeau (con Idea Vilariño y Mercedes Rein a cargo de la selección de textos), y en una de ésas escuchó picar los tres compases finales, desinflarse al fuelle y quedarse ahí.

Esta personalidad del teatro nacional, a la que algunos preferían llamar Ducho, descubrió su talento de niña, cuando en la escuela siempre la sorprendían con el pedido de que dijera algún texto o poema. Como ella misma recordó en el audiovisual A escena con los maestros, en aquellos años ya recitaba parábolas de José Enrique Rodó. “Ya hacía de viejo...”, decía, riéndose de la elección. En el liceo tuvo la oportunidad de cruzarse con una profesora que impulsaba a todos a que hicieran teatro, y a los 13 o 14 años ya actuaba en los escenarios del teatro Solís y el SODRE.

Su formación teatral fue muy peculiar: como el padre libanés exigía que sus hijas estuvieran presentes en las cenas familiares, era difícil conciliar esa exigencia con las clases de teatro. Comenzó su carrera con la legendaria Margarita Xirgu, y en dos recordadas compañías: Club de Teatro y Teatro de la Ciudad de Montevideo. Sus primeros papeles fueron creados por autores españoles: uno en La Celestina, y otro en Medea, la encantadora, que José Bergamín escribió para ella y con el que después, cuando tuvo que exiliarse, la presentó en España. Como recuerda el docente y doctor en Teatro Roger Mirza, Ducho comenzó con actuaciones notables en el teatro independiente. Para él, el personaje de la Celestina es “inolvidable”, y señala que al mismo tiempo Sfeir, que cantaba tangos “maravillosamente bien”, participó en muchos espectáculos musicales.

En esa misma época actuó en el teatro El Galpón, dirigida por Atahualpa del Cioppo, y un tiempo después recibió su primer Florencio, por el protagónico de ¿Quién le teme a Virginia Woolf?, dirigida por Antonio Taco Larreta. Participó luego en una de las puestas más emblemáticas del teatro Circular, Los fusiles de la Patria Vieja (de 1971, basada en Los fusiles de la madre Carrar, de Bertolt Brecht), con dirección de Omar Grasso. Mirza anota que esa obra fue un éxito enorme en años de conflicto social, represión y lucha política, y que con ella se hizo una gira por sindicatos, fábricas, centros comunales y centros de estudiantes en varios departamentos. “Era un momento en que el teatro, además, se había convertido en un espacio de combate ideológico y de toma de conciencia”; desde la muerte de Líber Arce en 1968 hasta el golpe de Estado en 1973, el teatro tuvo una efervescencia muy importante, “y Dahd Sfeir vivió esa época de un modo muy intenso, antes de emigrar a Venezuela”, añade el crítico.

La edad del viento

Para el docente e investigador Pablo Rocca, en 1985 se “vivía en dos tiempos. Uno era el que pautaban, sin quererlo, los que de una u otra forma habían sido expulsados por la dictadura y, hasta donde se sabía, habían dejado una aureola de fama. Los del otro tiempo, el presente y local, conocían e idealizaban a aquéllos junto a quienes no los conocíamos y esperábamos para comprobar hasta qué punto su fama estaba justamente ganada. La voz y la figura en escena de Dahd Sfeir fue un retorno, un reencuentro o un descubrimiento. En cualquier caso, una sorpresa continua, una pasión, una forma de la elegancia, una magia. Quienes pudimos conocerla supimos, además, de una delicadeza y una naturaleza profundamente humanas, conjugadas con el mito que ya estaba para siempre y que, ahora, no hará más que seguir en la memoria venidera”.

El mito al que se refiere Rocca también estaba presente en la prensa local durante el régimen: el 1º de marzo de 1984, el quincenario Asamblea publicaba una entrevista titulada “Dahd Sfeir habla sobre teatro y exilio”. En la nota cuenta que sólo en Caracas fue invitada a participar en una compañía nacional, luego de “esperar, esperar y esperar. Eso lo aprendí en el exilio”. La nota concluía diciendo que ella, más que nada, extrañaba a los uruguayos: “cómo piensan, cómo estallan, cómo luchan, cómo callan”.

Después del golpe de Estado, la actriz y cantante se exilió -junto a su esposo, Carlos María Gutiérrez- en Venezuela, España, Cuba y Suecia. En Venezuela montó un espectáculo que después trajo a Uruguay, basado en tres obras minimalistas de Samuel Beckett. En una de ellas sólo se veía una boca roja enmarcada por una pequeña ventana, que pronunciaba un texto verborrágico y concentrado, sin posibilidad de descanso; en otra tenía prohibido -por orden expresa del autor- pestañear en escena. El uruguayo Ugo Ulive, radicado en Caracas, era el responsable de la dirección. Según la propia Sfeir, para él era inhumano que ella se aprendiera la letra de memoria por las particularidades de los textos, pero Ducho le respondía que lo necesitaba: “Me muero si lo que estoy diciendo no me sale de las vísceras, incluso cuando él crea que es imposible aprender los textos de memoria, porque nada tiene que ver con nada”.

Muchos años después, al recordar aquella puesta, decía que era “tremendo lo que pasaba con el público” mientras el texto de Beckett hablaba de la vida, la soledad y la desolación, y sostenía que por medio de lo cultural se podía lograr muchísimo: “Hay que hacer las cosas bien para que la gente pueda pagar entradas simbólicas, o ir a calles y a las plazas para manifestarse, para comunicar, para crear solidaridad”, afirmaba.

Para Mirza, su momento culminante fue a fines de los 80 y comienzos de los 90, cuando volvió a interpretar esas obras de Beckett además de sus monólogos. Después se dedicó sobre todo a su trabajo como profesora en secundaria, donde llegó a ser inspectora, y retrajo un poco su actividad teatral. Entre las obras culminantes, “Mano a mano era un muy atractivo y hermoso espectáculo -asegura el investigador-, porque además ella contaba con una muy buena voz y un estilo arrabalero que generaba una empatía inmediata y muy particular con el público”.

Al intentar definirla como actriz, sostiene que era “de garra y entraña, capaz de transmitir la cólera, el enojo y la pasión de una manera increíble, y en otros papeles desplegaba una delicadeza sorprendente. Podía emplear varios registros porque dominaba muy bien el cuerpo y la voz”. Tal vez por eso mismo su carrera también se afianzó junto a artistas como Los Olimañeros y Daniel Viglietti, con quienes compartió los espectáculos Cantando a propósito (1972). Viglietti dijo a la diaria que después de tantos y tan merecidos teatros llenos, “ha llegado la hora del final de nuestra Dahd Sfeir. Uno se siente como un espectador solitario en una sala vacía”.

“Pude ser público de varios de los siempre brillantes trabajos teatrales suyos”, añadió, y dijo que le quedaron muy grabados su rol en La visita de la vieja dama, de Friedrich Dürrenmatt, y “sus muchas experiencias como cantante, siempre divulgando músicas de muchos autores latinoamericanos, españoles, y de otras partes del mundo que supo recorrer en su intensa carrera”. “En lo personal, con Ducho, a quien creo que nunca llamábamos Dahd, aprendimos mucho del sentido teatral que se le podía dar a un concierto de canciones populares. Su experiencia, su bagaje cultural, su firme posición ideológica, su profesionalismo, su disciplina de trabajo nos marcaron mucho cuando, a finales de los 60, creamos en equipo, junto a Braulio López y José Luis Guerra, aquella experiencia que titulamos, a sugerencia suya, Cantando a propósito. Allí ella cantaba, decía poemas y textos, se mezclaba con nuestras canciones, nos acercaba otras en su multioficio, en su pasión de cantactuar. Pero también fue fundamental en el armado del guion, en la selección de los materiales literarios para aquellos dos espectáculos que resultaron una forma de militancia cultural, con mucha autoexigencia en lo artístico, y que tuvieron como valiosísimos directores sucesivos a Omar Grasso y a Jorge Curi. También fue emocionante compartir con ella esa experiencia en Buenos Aires y más tarde en La Habana, en 1972, en el Encuentro Latinoamericano de Música. Después, en el exilio y al regreso, aquel cuarteto no tuvo más capítulos. Pero siempre era una emoción reencontrarla. Ducho nos dejó su genio y figura en el corazón. Y el telón de su hacer no cae”.

Dahd Sfeir, la ganadora del Helen Hayes de Washington, entre muchos otros premios, también se distinguió por sus sentidos recitados. Por ejemplo, de poemas de Idea Vilariño, de quien recordaba en 2009 el modo de reflejar la vida y la desolación mediante sentencias irrefutables, como aquella que dice: “Uno siempre está solo / pero / a veces / está más solo”.