La coyuntura en la enseñanza pública es muy difícil. No, como dicen sus principales actores, debido a que se enfrente un gremio combativo contra un gobierno “fascistoide”. Es difícil porque se enfrentan dos actores incapaces de hacer un diagnóstico medianamente creíble y seguible para el resto de la población. Ni el gobierno, ni el Ministerio de Educación y Cultura, ni los docentes según los representan sus gremios, vienen siendo capaces de comunicarle a la ciudadanía cosas significativas acerca de lo que pasa con la educación del país. Incapaces de diagnosticar o, al menos, de comunicar bien sus diagnósticos, son incapaces de conmover. La gente en general reacciona, en buena medida, radicalizándose en una u otra de las dos posturas que le llegan. Ambas posturas son malas porque son muy pobres en términos de inteligencia de lo educativo, porque seguirlas no promete solucionar nada ni en la educación ni en el país, y porque generan odio y radicalización. O sea, incomprensión y aun más pobreza para un imaginario nacional ya de por sí muy empobrecido.

El gobierno actual tiene una ministra de Educación y Cultura que no impresiona por sus conocimientos pedagógicos ni por sus antecedentes en la materia. Haberla designado fue una gran declaración de propósitos por parte del presidente. Creo que el mensaje fue claro para todos: pongo a María Julia Muñoz porque tiene el carácter necesario para enfrentar a los sindicatos. Lo cual quiere decir que mi objetivo es ganarles la pulseada a los sindicatos. Eso no es un discurso sobre educación, sino sobre quién es más fuerte.

En el otro lado, “más presupuesto para la educación” es lo único que se escucha. Hay que rebuscar, conocer gente de adentro y hablar con ellos con tranquilidad para informarse de que los docentes también discuten de filosofía educativa, impacto de la tecnología, la nueva situación del estudiante, y contra la noción de que la educación debe orientarse a ser meramente una dependencia de las políticas oficiales de inclusión. Lo que sale a la luz, de parte de los representantes de los docentes, es muy flaco en términos de estrategia educativa, de filosofía. “Dennos más dinero, mejores locales y materiales”. Eso es todo. La gente, naturalmente, viendo que hace décadas que todo va cada vez peor en términos de aprendizaje, reacciona pensando “¿y para qué quieren más plata?”. Cuando los docentes se dan cuenta de que su discurso sólo genera una frialdad general, que a su tiempo se va haciendo rechazo, se ofenden y se radicalizan más.

Aldo Mazzucchelli.

Escritor. Profesor titular, grado 5, en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad de la República. Investigador asociado en la Universidad ORT Uruguay.

Conscientes de que están en la línea de fuego de una sociedad que ya no puede educar porque no tiene idea de cómo hacer compatibles los ideales que comunica y vende todos los días en la comunicación masiva, por un lado, y lo que se propone como metas y contenidos de la educación, por otro, los docentes no han sabido hasta ahora articular públicamente su situación, que es casi un drama existencial. Son usados, pues, por dos discursos contrapuestos.

El de los políticos, que les echa la culpa de todo, como “responsables últimos de lo que pasa”, y se lava las manos en lugar de producir el pensamiento y liderazgo serio que les correspondería tomar. No lo toman, porque tomarlo es conflictivo y no le conviene a su reductiva aritmética electoral: implica empezar a decirle a la sociedad y a los docentes que lo que está no sirve; que las estructuras en las que sobreviven van en contra de la educación; que insistir con un modelo decimonónico degradado por la actual cultura casi ágrafa -y ágrafa casi por igual- de docentes y alumnos es absurdo: o se enseña a leer y escribir bien a los docentes, y a que amen los contenidos que deben enseñar, o se liquida oficialmente la pretensión de que la educación promueve de verdad la adquisición de competencias en lengua materna, matemáticas, ciencias y humanidades; pues una educación que cede ante la cultura del entretenimiento no merece llamarse tal.

Por otro lado, el discurso de sus líderes gremiales actuales también usa a los docentes. Los radicaliza aprovechando la carga de frustración existencial que éstos arrastran, pero no les da a cambio nada que ayude a cambiarla.

Porque “pelear por presupuesto” y entrenar nuevas generaciones en una gimnasia de aprendizaje de consignas y éticas de “lucha” sin contenido educativo alguno equivale a desviar la energía de cada nueva generación de docentes hacia una cultura sin otro horizonte que el económico (o sea, un horizonte funcional al sistema en sus peores rasgos), que desde hace décadas viene demostrando que a la educación no le aporta mucho. Muy poco se ha mejorado en décadas, en materia de resultados educativos, con la lucha presupuestal.

El presupuesto no es, hoy, el problema central de la educación. El debate debería centrarse en la cuestión de cómo es que el Estado sigue enviando a las aulas -esas peculiares trincheras o bisagras entre la idea del saber y las expectativas degradadas de una sociedad que cada vez más sólo busca entretenerse y que “no se la compliquen”- a maestros y profesores a los que se abandona ahí a su suerte, sin respaldo filosófico ni de imaginario ni de ninguna clase (tampoco salarial, pero no sólo eso). Y luego, encima, se los culpa exclusivamente de los malos resultados.

El problema de la educación se parece más a la ausencia de un pensamiento y un acuerdo existencial conjunto entre autoridades, sociedad y el mundo educativo -que debe ser liderado por la política electa, como representación legítima de la ciudadanía- que los comprometa a todos en un rumbo completamente distinto. De haber ese rumbo común, no creo que el presupuesto para salarios dignos faltase, ni con este gobierno ni con ningún otro. Esa reconsideración de todo debería darse, por un lado, con un previo sinceramiento del gobierno, que admita que los docentes no son los principales responsables de lo que pasa, y, por otro, sin escuchar demasiado la voz de los actuales gremios de la enseñanza en su aspecto consignero y reductor de la educación a una concepción economicista (salario, locales, materiales, beneficios...). La sociedad y el Estado deberían reconocer a los que enseñan su dignidad, su esfuerzo diario y su talento para hacer algo con las poquísimas armas que se les da. El Estado debe, también, mejorar muchísimo la carrera profesional de maestros y profesores, subir sus sueldos para que la sociedad vea más claro el valor de su tarea, y diferenciar esos esfuerzos presupuestales hacia las zonas más carenciadas. Pero nada de ello, si la acción y resolución de este conflicto se redujese a cuestiones de plata, mejorará significativamente los resultados educativos.