Los paros totales y parciales en el sector educativo son frecuentes no sólo en Uruguay sino en el resto del mundo. Los reclamos son variados: ajustes salariales, mejora en las condiciones de trabajo en general, desacuerdo con la política educativa, entre otros. Tal como sucedió recientemente en Uruguay, el uso frecuente del instrumento de paro ha llevado a las autoridades educativas y a otros sectores de la sociedad a reclamar la necesidad de declarar la educación como un servicio esencial. Esto es, como un servicio que no debe ser interrumpido. La implicación práctica inmediata de esa medida es que los trabajadores encargados de proveer ese servicio tendrán importantes restricciones o incluso prohibiciones en su derecho a huelga.

Si bien no hay buenos argumentos para defender prohibiciones totales en el derecho a huelga de los educadores, sí los hay para plantear la necesidad de buscar esquemas de restricciones parciales que garanticen que la provisión de servicios educativos primarios no sean interrumpidos a ciertos niveles. Esto sucede porque la interrupción prolongada de este servicio puede -con una probabilidad no menor- afectar las oportunidades de buena parte de la población a corto y largo plazo. Este argumento contradice la postura oficial de la Oficina Internacional del Trabajo (OIT) y la de la legislación vigente en numerosos países.

I- Los servicios esenciales son aquellos cuya provisión debe ser garantizada por el Estado. Su fundamentación se basa principalmente en dos posiciones: el daño probable e inmediato que la interrupción de servicios esenciales produce en la población; y la violación de derechos que el paro de estos servicios puede generar. Por ejemplo, los servicios de policía, bomberos y de emergencia médica están comúnmente catalogados como servicios esenciales. Algunos países y gobiernos subnacionales van más allá y definen la educación como un servicio esencial. Ése es el caso de Portugal, Alemania y algunas provincias y estados de Canadá y Estados Unidos, respectivamente.

Cristian Pérez Muñoz

Doctor en Ciencia Política por la Washington University en St. Louis (Estados Unidos) y licenciado en la misma disciplina por la Universidad de la República.

Los mismos dos argumentos que comúnmente se utilizan para justificar otros servicios esenciales también se aplican al caso de la educación. Primero, algunos creen que la interrupción del servicio educativo tiene efectos negativos tanto sobre el aprendizaje de los estudiantes y su bienestar en general como sobre la vida de quienes están a su cargo (padres, familiares, etcétera). Esto último sucede dado que el sector educativo también oficia como proveedor de servicios de cuidado, algo que posibilita que los custodios de los estudiantes tengan el tiempo para realizar otras actividades. Una segunda justificación se basa en el argumento de que las huelgas docentes violan el derecho a aprender de niños y niñas. A la hora de poner sobre la balanza el derecho a huelga de los educadores y el de los niños y niñas a aprender, algunos creen que se debería favorecer este último.

Existe al menos una razón importante para rechazar estos argumentos a la hora de justificar una prohibición total del derecho de huelga: los paros docentes son instrumentos que -utilizados bajo ciertas condiciones- pueden afectar positivamente a los estudiantes. En otras palabras, los resultados obtenidos mediante una huelga docente pueden favorecer el aprendizaje de los estudiantes (por ejemplo, si se mejora las condiciones de su educación) y no sólo la situación de los propios docentes. Por lo tanto, los dos argumentos anteriores pierden su fuerza para el caso de prohibiciones totales al derecho de huelga, y eso debilita el argumento de designar la educación como servicio esencial. El problema es que esta razón no alcanza para justificar un derecho a huelga docente sin restricciones.

II- La OIT ha excluido sistemáticamente al sector educativo como un servicio esencial. El argumento principal ha sido que las huelgas educativas no tienen el potencial de generar daños significativos en la población. Más aun, en el caso de que puedan producirse, es esperable que no sucedan en el corto plazo. Por tanto, el factor de la inmediatez no jugaría papel alguno. Sin embargo, actualmente hay estudios que muestran los efectos negativos que pueden tener los paros docentes tanto en el corto como en el largo plazo. No es sorprendente, si se tiene en cuenta la evidencia existente sobre los efectos negativos del ausentismo docente en los resultados educativos de los estudiantes.

Por ejemplo, en su evaluación de los efectos de largo plazo de las huelgas docentes en Bélgica, Michèle Belot y Dinand Webbink[1] encuentran que el paro de mayo a noviembre de 1990 en la comunidad francófona afectó negativamente el desarrollo de los escolares involucrados, dando lugar a mayores tasas de repetición. De forma similar, David Johnson[2] y Michael Baker[3] muestran que las huelgas de docentes de primaria (en promedio, de diez días) en la provincia de Ontario, Canadá, tuvieron un efecto significativamente negativo en los puntajes, tanto en lectura como en matemáticas, obtenidos por los estudiantes que experimentaron las huelgas. En particular, el estudio de Johnson sugiere que el impacto negativo de una huelga de diez días es significativamente mayor en el aprendizaje de los estudiantes que provienen de hogares con menor nivel educativo.

Por tanto, existen razones para pensar que los paros docentes efectivamente pueden generar efectos negativos en los estudiantes. Esto nos obliga a pensar más detenidamente las libertades y obligaciones con que los proveedores de ese servicio (los educadores) deben contar. Si bien una restricción total de la libertad es contraproducente para educadores y alumnos, también parece serlo un derecho absoluto tal como proponen la OIT, los gremios docentes y buena parte del elenco político. En ese sentido, es importante pensar en esquemas que restrinjan (no prohíban) el derecho a huelga, para así garantizar un número mínimo de clase y de presentismo docente. Por ejemplo, un esquema que permita paros hasta un determinado número de días y que pasado ese límite se active un mecanismo de servicio esencial. Del mismo modo, se puede diseñar un protocolo de negociación para que la activación de huelgas suceda sólo como último recurso. Si bien este tipo de arreglos disminuye la capacidad de negociación docente, también es esperable que afecte positivamente el aprendizaje de los estudiantes.

Existen buenos argumentos igualitarios -y nada conservadores- para pensar que la educación puede ser un servicio que requiera limitaciones (no prohibiciones) en la libertad de huelga de los docentes. Sería bueno plantear el debate en esos términos y no quedarse en la idea de que cualquier limitación sindical es sinónimo de autoritarismo, conservadurismo y otros tantos despreciables “ismos”.

Una versión de esta columna fue publicada en el blog Razones y personas.

[1] “Do Teacher Strikes Harm Educational Attainment of Students?” (2010).

[2] “Do Work Stoppages and Work-to-rule Campaigns Change Elementary School Assessment Results?” (2011).

[3] “Industrial Actions in Schools: Strikes and Student Achievement” (2013).