Pierre Lemaitre ocupa, sin dudas, un lugar prominente en la novela negra actual. Ha demostrado ser un narrador virtuoso, un verdadero conocedor de la tradición realista decimonónica francesa (encarnada por el triunvirato Balzac-Stendhal-Flaubert), padre de ficciones conmovedoras (pienso, principalmente, en Nos vemos allá arriba, su novela más clásica en este sentido), pero también magnífico creador de climas narrativos, un auténtico maestro del suspenso. Pienso, ahora, en Vestido de novia y en la saga Verhoeven, cuyo primer título ha sido publicado por fin en español. Irène, originalmente editada en 2006, viene a llenar un vacío. En 2013 Grijalbo editó Alex, segunda novela de la serie protagonizada por el comandante de la Brigada Criminal de París Camille Verhoeven, privándonos del placer de conocer los comienzos de este peculiar héroe de 1,45 metros: su historia íntima y los hechos que definieron su carácter y marcaron su vida. En este caso, Camille se encuentra con un crimen espeluznante a resolver, que fascinará a los amantes del género. Porque Irène es, sobre todo, un maravilloso homenaje al género del que se sirve y al que intenta renovar. Y es, en sentidos más generales, un homenaje a la creación artística, a la literatura.

No es común que una novela policial tenga como epígrafe una frase de Roland Barthes. “El escritor es una persona que encadena citas quitando las comillas” es la que abre Irène, y nos descoloca. Uno se ve tentado a obviarla, pero poco a poco hace eco en lo que leemos, mientras la trama se desenvuelve ante nosotros. Lemaitre construye, entonces, no como un amateur sino con cuidados de profesional (Travail soigné se llama la novela en francés, y refiere a una obra realizada cuidadosa, meticulosamente, sentido que se pierde en la poco creativa traducción), con retazos de la literatura-literatura. Arma, a partir de citas (cuyos autores, en casi una humorada, consigna al final de la novela) su obra, que se compone, así, de fragmentos discursivos dispares que actúan y cobran nuevos significados en el todo que constituye la novela. Por lo tanto, necesariamente, los niveles de lectura se multiplican y el título original se puede leer, desde dentro, como una referencia al trabajo del asesino o al del detective; o hacia fuera, como una declaración acerca del trabajo del creador. Un dato más viene a complejizar la ficción: el asesino es rápidamente bautizado por la prensa, debido a su forma de accionar, “El Novelista”. Así, como en esas “magias parciales” que veía Borges en la literatura especular, donde la ficción vive en la ficción, el vértigo es una constante y el juego entre apariencias y realidad se vuelve centro tópico del relato que Lemaitre traza con soltura y agilidad narrativa.

Casi al principio dice un personaje: “Pero estamos sometidos a las leyes del realismo, ¿verdad?”. No puede saber el peso que tendrá esa pregunta retórica. Su condición de personaje transforma esa frase casi en un chiste (estamos al comienzo, donde aún hay lugar para el humor), pero mucho más tarde, en la breve segunda parte de la novela, veremos sus profundas implicaciones. Todo funciona, entonces, en un mismo nivel, y de la persecución novelesca se despega una verdad (fin último del policial) que cada vez parece más lejana. Como en la perturbadora escena en la casa de los espejos de la película de Orson Welles La dama de Shanghái, el asesino se nos escapa en un laberinto de reflejos que muestran y al mismo tiempo esconden un misterio que, al final, tiene algo de banal. Porque pronto entendemos (aunque nos pese) que el crimen es secundario, que la novela no es la historia de uno o varios homicidios, sino la historia de un artista y de su creación. El alcance de esta aseveración, sin embargo, no merma en absoluto el horror, sino que lo acrecienta, dándoles un alcance mayor a los trágicos y sangrientos acontecimientos.

Para hacer ceder aun más la línea que separa el arte de la vida, Lemaitre intercala registros diversos, porque sabe que la literatura no es otra cosa que un encuentro de voces, que la novela es diálogo. Así, cartas, recortes de prensa, fragmentos de otros libros e informes judiciales se suceden, en distintos planos pero sobre un mismo eje que cambia constantemente de estatus, donde lo periodístico se confunde con lo literario, y la ficción y “lo real” (y “lo real” dentro de la ficción) se mezclan y se disgregan. Con maestría, Lemaitre logra una obra atrapante, violenta, desgarradora. Se consolida, así, como uno de los novelistas más interesantes de la actualidad. Versátil, cambia de estilos y de modos con facilidad de experto, y desarrolla, a la vez que una ficción emocionante, una auténtica teoría de la novela negra y su canon. Irène abrió el siglo, para Lemaitre, con una ficción que repasa en tono celebratorio el pasado y se sitúa en un camino nuevo. Su primera novela se presenta ahora a nosotros en español, invitándonos a releer las otras (posteriores en el tiempo, pero traducidas antes) y a esperar, ansiosos, las siguientes aventuras del ya mítico comandante Verhoeven.