“Llorando vi el entierro de la calavera de Panguitruz Guor en Leuvucó… –escribe María Moreno en uno de sus Subrayados– rara vez se puede asistir al entierro de un personaje literario.” Cultora de los yeites que la ficción le manguea a la realidad y lectora devota de Lucio V Mansilla, la Moreno sabía bien que esos restos eran los de Mariano Rosas, el gran cacique de Una excursión a los indios ranqueles. Así, Panguitruz Guor/Mariano Rosas pudo por fin en 2001 salir de las vitrinas del Museo de Ciencias Naturales de La Plata para volver a las tierras donde había muerto en 1877.

La reaparición de Héctor Amodio Pérez/Walter Correa (su identidad española), para los que no fuimos contemporáneos de la existencia previa que hasta ahora le conocíamos, parece más bien el desentierro de un personaje literario, o al menos el de una non fiction local un poco esperpéntica. Y no lo digo tanto porque Hugo Fontana haya novelado esta historia en La piel del otro, como por la tradición oral, recogida en libros de diverso pelo, que fue construyendo la imagen del traidor por antonomasia.

No hubo que ir a sacarlo de ninguna vitrina: volvió solito a los pagos donde alguna vez fue cacique tupamaro. Por motivos infinitamente menos amorosos que los de la venusta Moreno, la irrupción del personaje en nuestros días también dieron ganas de llorar. Y un poco de ganas de reír.

Los que apostaron a patear el tablero con el Amodio redivivo pretendieron ilustrar con su regreso el Tema del traidor y del héroe de Borges, pero pifiaron el estilo: la badana dejó ver el cartón que recubría, la edición efectista a la manera de los Secretos verdaderos de Luis Ventura. A Amodio y sus guardaespaldas no les dio el piné de la paradoja borgeana.

Maurice Charles Joseph Pignet fue un médico militar francés que a comienzos del siglo XX le dio nombre a un índice de aptitud física de los soldados basado en mediciones de peso, altura y perímetro torácico. De ahí, la expresión “dar el piné” como sinónimo de “dar la talla” o “estar a la altura”. El desconocido Walter Correa entró al país sacando pecho, pero al viejo Héctor Amodio Pérez le faltó mucha cintura.

Desde las tolderías de enfrente, el estupor inicial quiso enterrar rápido de nuevo al personaje como un “muerto en vida”. La intervención de la Justicia obligó a ensayar otras respuestas: entonces la cuestión pasó por mostrar que la supuesta verdad del traidor legendario no era otra cosa que fábula de poca imaginación de, digamos, un “guaranguito de extramuros”.

Así ninguneó a su rival Roberto de las Carreras en su célebre polémica con Álvaro Armando Vasseur, quien a su vez había dicho que le era imposible batirse “con un individuo que ignora su legítima paternidad”. Siempre se afirmó que el gran traidor era uno de los padres indiscutidos de la derrota militar del MLN.

Amodio vino a decir que el hijo no era suyo, que tenía ya muchos padres respetables, y que tampoco era suya la traición, que más bien era hija natural de otro traidor menos legendario. Contra todos los testimonios y careos, negó la entrega de compañeros y la única tacha de colaboracionismo con los militares que aceptó –“ordenar papeles”– se parece casi a un recreativo TEG-canasta.

Está bastante claro que como mínimo al tipo no se lo hubiera podido elegir como el mejor compañerito de la clase. Pero acá no vamos a discutir esto; otros tienen mejores herramientas para hacerlo. De cualquier modo, déjenme apuntar otra cosita sobre el estilo de este chisporroteo tragicómico que tuvo escenas mediáticas notables.

Amodio corrió con doble ventaja: venía con el libreto estudiado de antemano y le habían hecho la preproducción de la puesta en escena; pero Jorge Zabalza supo improvisar con una gracia de zorro viejo que paga todo el borderó: hablo de la foto de Facebook levantada por la prensa en que se lo ve en la cocina de su casa, todavía convaleciente de una operación, desafiando al redivivo por llegar con una pistola de agua en el Día del Niño. No tuvo productor pero tuvo precursor: aprendió de la performance de Julio Marenales cuando repartió en la plaza Cagancha bombas de crema y cañoncitos de dulce de leche, en los días previos a las elecciones de 2009 cuando se vinculaba con los tupamaros el arsenal encontrado en la casa del contador Feldman.

Si Luis Almirante Brown es la ficción paródica con que Diego Capusotto homenajea al flaco Spinetta, la de Zabalza y Marenales parece la chanza inversa: dos viejos tupamaros homenajeando a Bombita Rodríguez, parodia de los guerrilleros de los años 60 y 70. Amodio tampoco tiene el piné de un Bombita, porque Bombita le cantó a la juventud revolucionaria y el otro hace 40 años les cantó a los militares. Ahora parece cantar un cover monótono para una audiencia que se va volviendo indiferente.

Es muy probable que Amodio no conozca a Capusotto. Si no, no se entiende que llegara al Uruguay (al Sheraton nada menos que de Punta Carretas) como un rockstar veterano en su última gira, tomándose muy en serio su papel de Pomelo tupamaro. Le faltó el berrinche: “Soy Amodio, soy una estresha del MLN, ne ne…”

Para los que no fuimos contemporáneos de la existencia previa que hasta ahora le conocíamos, Héctor Amodio Pérez es este señor cansado que parece haber traicionado sus propias expectativas redentoras o proto-seudo-cuasi-político-históricas. Él y sus benefactores leyeron mal el cuento de Borges: no hay traición redimida, sí hay la revelación del héroe como traidor. Amodio quiso reescribir el cuento al vesre y la (re)patriada no le salió como esperaba. Con todo, tuvo suerte de que la siempre alerta y celosísima María Kodama no lo acusara de plagio.

En País que fue será Gelman escribió: “tengo familia en lo que se hizo mal”. Y la macana de todo esto es que tenemos mucha descendencia no siempre reconocida en lo mucho que se hizo mal: los “guaranguitos de extramuros” son lo de menos; en esa “familia” del verso se puede leer un símbolo de las variadas tramas de las que el Uruguay de hoy está hecho.