Recuerdo el impacto que me generó en un corto viaje a España en 2001 una fiesta por la diversidad en el famoso barrio madrileño de Chueca, “el barrio gay más grande de Europa”, se decía por entonces.

Los muchachos vestidos ajustadísimos, de raros peinados nuevos, con esa soltura que da vivir entre nos, protegidos en una comunidad, para los más optimistas, encerrados en un gueto posmoderno, para los críticos extremos. Vivir la comodidad de estar casi que sólo entre iguales o disputarle espacios a la ciudad era una tensión que se vislumbraba.

Me asombraron las vidrieras del barrio (sus escaparates) llenas de ropa, todo tipo de chiches y fetiches, y sus comercios (peluquerías para humanos y perritos, hostales, restaurantes, saunas, discotecas, muchos gimnasios) hablaban de un nicho de mercado descubierto, del nuevo puto acomodado que paseaba por las calles de Chueca con el orgullo de pertenecer, ser visto, más contento que perro con dos colas.

No era la misma onda que la que se curtía en el histórico barrio Lavapiés, lleno de inmigrantes, artistas, bohemios, lumpenetas, trabajadores, estudiantes, ferias de cachivaches o rarezas, comidas al paso, bodegones, barsuchos de buena y mala muerte, diversidad en otro sentido.

Una tarde, en Chueca se conmemoraba el día del orgullo o una fiesta similar, y un estado de asombro se apoderó de mí. Quedé mudo en una plaza ante un escenario que se preparaba para la noche y que era decorado con carteles de diseño con los logos de los mejores whiskies y cervezas, de los calzoncillos más cool, de la marca de condones que más plata había puesto.

Yo era un niñato del sur (que ni tanto, ya rondaba los 25 años) y mi forma de ver el universo gay estaba moldeada por el arte y la vida de Pasolini ante los desposeídos (que también se las ingeniaban, y cómo, para gozar su sexualidad); por las películas del cineasta alemán Rosa von Praunheim, que incitaban a los gays a “salir de los baños” pero jamás a entrar en una peluquería de caniches (de esos chiquititos, horrendos) para que les hicieran un laciado; por las primeras lecturas de Foucault o de Barrán y sus historias de sexualidades reprimidas; por el culo del mundo (este sur) lleno de represión y acogotamiento, suicidios, invisibilidad, muertes violentas de travestis, chongos golpeadores, besos robados en noches oscuras y recovecos protegidos. No estaba nada mal ver cómo parejas del mismo sexo caminaban de la mano por la calle y a plena luz del día y se daban un chupón profundo cuando se les antojaba. Nada mal. Pero el asunto que se vislumbraba era otro: esa venta y compra de calzoncillos caros como somníferos ante el mundo. Pura ficción y mercado.

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Mañana hay otra Marcha por la Diversidad en Montevideo. Si bien antes se llamó de otra manera, “Marcha del Orgullo”, por ejemplo, deberíamos pensar que estamos hablando de lo mismo o de algo similar, más allá de las nomenclaturas: un pelear histórico por la despatologización, por la visibilidad y por la conquista de ciertos derechos igualitarios. Pero la Coordinadora de la Marcha de la Diversidad de 2015 parece estar desmemoriada o intentando refundar la historia.

Esto no empezó en 2005 con el gobierno de Tabaré Vázquez, como sugiere o más bien enfatiza la consigna de este año: “Diez años de alegría y rebeldía. Ahora eduquemos en diversidad”. No, esto empezó en 1992, por lo menos, con una marcha minúscula encabezada mayoritariamente por travestis pobres (seguramente la mayoría ya muertas) y un centenar, no más, de personas que caminaban por una 18 de Julio sombría, muchas de ellas encapuchadas por miedo a perder el trabajo o la familia, por miedo a la paliza, real o simbólica.

Yo llegué en 1993 a Montevideo y fui a la segunda. El mismo recorrido: desde el Obelisco a la explanada de la Facultad de Derecho. Una imagen quedó prendida en mi memoria: una multitud de curiosos que salía de clases (de Derecho, paradójicamente) se detuvo a escuchar a uno de los oradores y, cuando una cámara de televisón hizo un paneo general, la mitad de los escuchas (los que no habían marchado) se acurrucaron sobre sí mismos, poniendo sus cabezas entre las piernas, protegiéndose del escrache público y masivo de la tevé.

No digo que sean mejores aquella época y todo ese dolor. Nada más bello, hasta hace unos años, que la multitud con la cara descubierta en esa marcha que, junto con la “de los desaparecidos”, más gente convoca en Uruguay. Y gente muy diversa: familias, amigos de la llamada comunidad LGTBI y la misma comunidad, toda una fiesta con implicancias políticas y subjetivas (la apelación a los derechos pero también a la libertad y al amor) nada despreciables, y en paz.

El asunto es la manipulación de la historia, y se puede resumir en una sola frase: si bien en los gobiernos de Vázquez y Mujica se lograron conquistas (algunas reales, otras simbólicas) que ciertamente trajeron más apertura mental, no son los mojones, ni de lejos, que las habilitaron.

La conquista, antes que nada, es de esa travesti muerta que puso sus tetas al aire en 18 de Julio en 1992, o de ese muchacho que se cubrió el rostro para no ser despedido del trabajo e igual marchó con su orgullo hecho trizas. Regalarle todo ese sudor y esas lágrimas al Frente Amplio es como pensar que fue Mujica el artífice de la despenalización del aborto y la regulación de la marihuana (algo que estrictamente, más allá de coyunturas políticas, le pertenece a la sociedad y sus militantes).

Y no sólo ése es el asunto, hay otro: los discursos que modifican o moldean la sensibilidad.

El spot de este año muestra una serie de imágenes que apuntan, cómo no, a una clase media acomodada y a un universo que ya de rebelde poco tiene. Y sí mucho de ficción: dos futbolistas se besan en la boca en un vestuario entre otros hombres semidesnudos (hay uno negro, claro); un joven abogado (o médico, puede ser, también) le entrega a una travesti pulcra e integrada documentación que hace a su nueva identidad; un hombre negro besa a su novia rubia y es aceptado en la mesa de la familia blanca; dos mujeres lesbianas se abrazan con los padres de una de ellas, que está felizmente embarazada.

Se acabó el conflicto, parece decir el spot: eduquemos en diversidad y, más que nada, en la construcción de la familia, la pareja monogámica, la reproducción. Si nos ponemos sarcásticos, lo mismo que desea la derecha o la iglesia católica. Se está contruyendo un discurso que en pos de la convivencia civil, olvida uno de los fundamentos de la vida, la rebeldía o la trangresión: el deseo.

El que quiera casarse que se case (aunque el matrimonio sea la gran estafa del amor); el quiera tener hijos in vitro, adoptados o inseminados, que los tenga; el que quiera jugar a la integración futbolística como contrametáfora de la sexualidad, que lo haga. Y el que quiera subirse a un carro como si fuéramos reinas del Carnaval que festejan los diez años del Frente Amplio, también. Que cada cual haga de su culo un pito, en fin. Pero hay apuestas políticas y discursivas que luego de instaladas son difíciles de revertir. Sobre todo cuando se deja de nombrar lo abyecto, lo escondido, lo supuestamente prohibido, lo que condena y lo que libera. Estamos grandes para mentirnos.

Escribe Idea en el último poema de su Poesía completa: “Inútil decir más. / Nombrar alcanza”: las travestis pobres, asesinadas, enfermas o generalmente muertas alrededor de los 35 años; el muchacho del interior o de barrio que siente la palabra “puto” en su alma agobiada, esa palabra que quizá lo lleva al suicidio; los miles que repiten como loros las bondades del matrimonio igualitario y que en verdad sólo quieren practicar su deseo, su poligamia, la desestructura del para siempre o al menos tener una relación de amor; la paliza diaria; el desprecio y la invisibilidad en las veredas más allá de ese día en carruajes. El peligro de educar en diversidad ¿O en sexualidad? Esa apuesta por eliminar los vericuetos deseantes y subversivos de lo sexual, de la sensualidad. La tuya, la mía, la de nosotros y la de aquél. Igual se puede ir a la marcha, que entre tanto discursete falso siempre aparece la fisura, esa otra boca que puede encontrarse para finalmente callar.