Omar bautizó a su barca Dom-Rom-Dai por las primeras letras de los nombres de sus hijos. Sale de Piriápolis todos los días a buscar brótola y lenguado. A veces recorre siete kilómetros, y los tres hombres que trabajan a bordo pueden pasar unas ocho horas en el agua. Dom-Rom-Dai es una de las 30 embarcaciones que hay en el balneario, donde la pesca artesanal da trabajo a alrededor de 500 personas. Los pescadores artesanales, que venden toda su producción en el mercado interno, dicen que es una mala temporada, al menos para su rubro. En el balneario esteño hay movimiento, pero casi todas las matrículas de los autos son uruguayas.

Richard filetea unos 250 pescados por día. Cuando le sale bien, liquida con cuatro cortes de una cuchilla que afila todo el tiempo: les saca la cabeza, las entrañas, la espina dorsal y la piel. El costo de uno de esos filetes blancos ronda los 150 pesos. En los restaurantes de Piriápolis, después de pasar por la plancha y acompañados de ajo y perejil, pueden costar 300 pesos, y hasta 500 en Punta del Este. Richard va llenando con brótolas cortadas unas cajas de 24 kilos. Para pagar lo que cuesta una salida al mar -entre combustible, carnada, jornales, arreglos ocasionales cuando las barcas no aguantan- hay que hacer al menos 5.000 pesos. A veces sacan media caja. A veces, ninguna.

“A veces no dan los números”, se lamenta el Chino, hijo de una familia de pescadores. Salir al mar y perder plata, endeudarse, depender de las corrientes de la oferta y la demanda, y de las rutas de los cardúmenes, son algunos de los gajes del oficio, pero los pescadores artesanales de Piriápolis enfrentan una serie de problemas que aparecieron en los últimos diez años.

En 2011 la bióloga marina Micaela Trimble formó el grupo Por la Pesca Artesanal (Popa) para buscar formas de enfrentar esas nuevas dificultades. Con el marco de la investigación participativa, una metodología que comenzó a recorrer los ámbitos universitarios a principios de los 90 y que apunta a resolver las necesidades de las comunidades con dinámicas de ida y vuelta con la academia, Trimble reunió a investigadores de la Universidad de la República (UDELAR), la Unidad de Pesca Artesanal de la Dirección Nacional de Recursos Acuáticos (Dinara) del Ministerio de Ganadería, Agricultura y Pesca, a algunas organizaciones sociales dedicadas a la preservación de la fauna marina y a los pescadores del balneario.

“Micaela vino a preguntar cuáles eran nuestros intereses. Antes la facultad te decía qué era lo que había que hacer”, recuerda Marcelo, pescador de pejerreyes en otoño, cuando hay zafra, y guardavidas durante el verano. “Tuvimos que hacer un esfuerzo por comprendernos”, dice Patricia Iribarne, estudiante de la licenciatura en Biología Humana e integrante del grupo. Hoy Popa funciona con 15 miembros -cinco de ellos pescadores- y se concentra en dos grandes proyectos y dos grandes problemas, uno natural y el otro económico.

Del palangre a la nasa

El primer enemigo es el lobo marino. Marcelo tira una cabeza de pescado (de las que Richard separa del cuerpo con su cuchillo) por el borde del muelle, el agua se agita y la figura larga de uno de ellos se adivina bajo el agua amarronada.

Valentina Franco es bióloga, trabajó diez años en la Isla de Lobos, asesoró al director Guillermo Kloetzer en el documental uruguayo Manual del macho alfa (2014) y logró su doctorado en Ciencias Biológicas con una tesis sobre los hábitos alimenticios y reproductivos de los lobos marinos, que incluyó un seguimiento de los ejemplares con técnicas de GPS. Son una fuente de problemas, porque se comen lo que capturan las redes. “En la zafra, los pescadores no los sufren tanto, porque pueden pescar 1.000 kilos y les comen diez. Pero en verano se pesca muy poco, y puede pasar que saquen 50 kilos y el león [una especie de lobo marino] les coma 20”, cuenta Valentina. Jonny agrega que, además de romper las redes -que pueden costar más de 100 dólares- para robar los peces, se comen las boyas o las mastican por diversión. Mientras baja de su barca cajas llenas de brótolas, el pescador cuenta que los lobos ya conocen el funcionamiento del palangre, una línea larga con varios anzuelos que las embarcaciones arrastran por varias millas. Otro de los pescadores, Marcelo, opina que la Dinara debería ayudarlos económicamente para compensar las pérdidas. Ante la amenaza de su fuente de trabajo, algunos trabajadores terminan matando a los lobos.

“Los que estamos más en el área biológica no queremos que se extingan ni el lobo ni el pescador. Queríamos lograr una convivencia pacífica”, explica Valentina. Los pescadores que integran el grupo compartían la idea, y después de varios intercambios, el grupo Popa decidió probar con las “nasas”, unas estructuras con forma similar a corrales, con paredes de red y varias aberturas en forma de embudo que permiten la entrada de los peces pero no la salida. A partir de modelos que se usan en otros países, las construyeron entre todos a mano y a medida, para que fueran fáciles de usar y plegables, para economizar el espacio de las barcas, que rondan los cinco metros de largo. Fueron refinando detalles a lo largo de un año hasta que llegaron a una nasa con caños de plástico (en vez de los fierros del primer modelo, que las volvían pesadas) y “cuatro puertas”, como bromea uno de los pescadores en la presentación.

Hasta hoy, después de un año de implementación, no se registraron ataques de lobos marinos a las nasas, aunque se pesca menos que con las palangres. El proyecto es uno de 34 que el Instituto Nacional de Investigación Agropecuaria financia por intermedio del programa Más Tecnologías para la Producción Familiar, que también incluye innovaciones técnicas similares para rubros como la lechería y la apicultura. Joaquín Lapetina, coordinador del programa, valora que haya sintonía entre la sociedad civil organizada y la academia, y ve con buenos ojos los logros de Popa. Valentina, la bióloga, reconoce que es muy probable que las nasas no lleguen a toda la comunidad de pescadores, pero destaca que al menos hay una alternativa.

La pérdida de mercadería a causa de los lobos llega en un mal momento. La actividad, cuentan los pescadores, va en descenso. No está claro cuáles son las causas, pero la sospecha es que hay más de una. Marcelo apunta al cambio climático, que trae corrientes frías en verano que ahuyentan a los peces; y a los barcos, que ejercen contaminación sonora y espantan a los cardúmenes. Valentina apunta a la pesca industrial, que se destina a la exportación, y explica que, aunque el arrastre se realice a siete millas, se altera el ecosistema marino, porque mata a más peces de los que se sacan. “Estamos sacando recursos de nuestros mares para alimentar a la gente que ya arruinó los suyos”, sostiene. Las quejas a la Dinara, dice Jonny, son engorrosas: el Ministerio de Ganadería, Agricultura y Pesca está centralizado en Montevideo, y viajar a la capital implica perder un día de pesca, un lujo que pocos se pueden dar.

Para Paula Santos, integrante de Popa y navegante por deporte, el cambio cultural implica también trabajar en la imagen que las comunidades tienen del pescador. Para la tesis de su maestría en Comunicación se propuso indagar en las palabras con las que los pescadores se definen. “Lucha”, “sacrificio”, “trabajo” y “libertad” fueron las más comunes con connotación positiva, y “loquito” y “borracho” aparecieron por el lado de las críticas.

La pasta base del mar

El otro villano de la historia es el Pangasius hypophthalmus, una especie de bagre de agua dulce que los pescadores artesanales apodan “pangasio”, “pangaso” o simplemente “panga”. Se cría en cautiverio en países como Corea, Vietnam y Tailandia, y llega a Uruguay congelado. Jonny lo define con mirada radical: “Es la pasta base del mar”.

Valentina no es tan extrema, pero sabe que al pangasius se le inyectan hormonas femeninas y que después de atravesar el océano Pacífico no llega particularmente fresco. Con reparos parecidos, países como Japón, Noruega y Estados Unidos prohibieron su importación, y parte de la comunidad de pescadores lo apoda “pez rata”, pero los países asiáticos que lo producen -con fomento y bajo recomendación de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura- triplicaron la cantidad anual entre 2002 y 2010. El equipo de Popa señala que se vende en muchos restaurantes y puestos en la calle, haciéndolo pasar por lenguado. Para la bióloga, que también se declara consumidora de pescado pero no de panga, es fácil identificarlo por su tono más oscuro.

Paula considera que la solución es un cambio en la cultura de consumo hacia una mayor exigencia de los paladares uruguayos, que al mismo tiempo brinde apoyo al sustento de varias familias. Pero por algún lado hay que empezar, y la gente de Popa logró un acuerdo con dos restaurantes de Piriápolis que decidieron vender sólo pescado artesanal -Roma Amor y Picasso- y que ayer ofrecieron una degustación para la prensa y los transeúntes atentos.

Jennifer, estudiante de Nutrición y dueña de Roma Amor, desconfía del pescado congelado, porque pierde las vitaminas y el omega 3. “El pescado llega vivo”, exagera Omar, uno de los pescadores artesanales. Agustín, el chef, también prefiere evitar el congelado porque se desgrana y es “todo agua”. La oferta de ayer fue de panes con escabeche de pescadilla, cebolla caramelizada con brótola y salsa de camarones, además de miniaturas fritas. Los que comieron dijeron que estaba excelente.