La compañía Nielsen, especializada en mediciones de mercado y particularmente dedicada a los medios de comunicación, dio a conocer información acerca del consumo pago de música que confirma las dificultades para identificar tendencias a largo plazo en esa materia, sobre todo para quienes siguen buscando una ecuación capaz de sostener a las empresas del sector. Que la adquisición de discos compactos ha declinado en forma sostenida y sustancial no es noticia: la cuestión es qué pasa con otras modalidades de venta.
Quimeras
Durante mucho tiempo, las compañías discográficas se negaron a asumir que, dado el creciente arraigo de la costumbre de “bajar” temas o fonogramas gratis, era cada vez menos probable que su negocio tradicional siguiera adelante, y para defenderlo dedicaron grandes esfuerzos a “combatir la piratería”, con resultados de utilidad tan escasa, en grandes números, como los de la “guerra contra las drogas”.
Gastaron notables cantidades de dinero en el intento de desarrollar un formato digital “protegido contra la copia” y cosecharon rotundos fracasos. Luego aceptaron que no tenía mucho sentido continuar en esa dirección, y apostaron a que versiones digitales de su catálogo descargables por una suma módica podían resultar atractivas -por lo menos en el mercado estadounidense- para una porción considerable de los consumidores, en la medida en que prefirieran realizar esos pequeños pagos que ser acusados de cometer un delito (para lo cual era imprescindible seguir con la “guerra”, y caerle con todo cada tanto a algún “pirata” para mantener vivos los temores). Pero eso tampoco está funcionando.
De 2005 a 2012 la compra de música digital en Estados Unidos fue en aumento (sin llegar nunca a acercarse a los niveles que habían alcanzado los discos) y llegó a convertirse en la gran esperanza de las discográficas, pero en los últimos años viene decreciendo, y de 2014 a 2015 disminuyó, según Nielsen, 12,5% en Estados Unidos, con una caída acumulada en los dos últimos años de 23,4%. A partir de esos datos, el sitio Digital Music News prevé que a la altura de 2021 ese mercado estará por debajo del nivel previo a la escalada que comenzó hace una década.
Al mismo tiempo, la nueva esperanza (y, al parecer, también la explicación de la caída antedicha) está en los servicios pagos de suscripción a streaming (o sea, los que, como Spotify, Apple Music y muchos otros, permiten escuchar música mediante internet sin descargar previamente un archivo, y cobran una cuota mensual), cuyos ingresos casi se duplicaron de 2014 a 2015. No es misterioso que el streaming resulte atractivo para el público, ya que es mucho más barato que la descarga paga, y además se adecua a la mentalidad de un número creciente de personas que, a medida que se van acostumbrando a la idea de disponer de conexión a internet en todo momento, van dejando de sentir la necesidad de almacenar la música que les gusta, porque parten de la base de que siempre estará disponible para ellos. Pero la cuestión no es tan simple.
Para empezar, el hecho de que el streaming sea más barato implica, como obvia contrapartida, que los ingresos que reporta sean menores, a tal punto que parece difícil imaginar que aseguren la subsistencia de la industria discográfica. ¿La masividad compensará el monto menor de los pagos individuales?: parece difícil si se tiene en cuenta que, en una encuesta realizada por Nielsen a fines del año pasado, 78% de los estadounidenses consultados opinó que era poco probable que pagaran por servicios de streaming en los seis meses siguientes, y que los principales motivos alegados fueron que eran “demasiado caros” (por más que el precio mensual más frecuente sea 9,99 dólares), o que preferían escuchar música online gratis.
Mitos
Dejemos de hablar sólo de dinero y tecnología. Que a las grandes compañías discográficas se les haya complicado en gran forma su negocio tradicional no significa que la situación sea o vaya a ser mejor para los creadores y consumidores de música, a expensas de quienes floreció durante décadas ese negocio. La cuestión culturalmente importante no es cómo esas compañías se las podrán arreglar para sobrevivir, sino de qué manera influirán las nuevas condiciones en la posibilidad de crear música interesante o provechosa en algún sentido, y en la posibilidad de acceder a ella.
Sin intención de menospreciar la inteligencia de quienes leen, es necesario recordar que hacer música requiere dinero y tiempo, de modo que si un artista quiere dedicarse a ello deberá obtener regularmente algún ingreso. Para entrar en este terreno, puede ser útil revisar algunas ideas bastante difundidas y simpáticas -pero sin demasiado fundamento- acerca de las maravillas que nos esperan en estos nuevos tiempos.
Una de esas ideas es que, a partir de las posibilidades que nos brinda internet, el ocaso de las poderosas y malvadas discográficas conducirá a un nuevo escenario, en el cual el contacto directo entre músicos y aficionados florecerá en forma más libre y con resultados mucho más satisfactorios para todos. Resulta, sin embargo, que en el mundo real la intermediación (en la música como en otras artes), además de explotar a los creadores, cobrar precios desproporcionados a los consumidores y multiplicar el peso de las consideraciones mercantiles en perjuicio de la calidad, ha servido también para proporcionar servicios de difusión. Que esos servicios se hayan empleado en grandísima medida para promover la mediocridad no quiere decir que, en su ausencia, estén dadas las condiciones para que la población promedio los sustituya por su búsqueda individual y libre de novedades disfrutables, a partir de la oferta realizada directamente por los artistas. Basta con revisar qué tipo de música es la más exitosa en estos tiempos para verlo y comprender, de paso, que también a través de las nuevas tecnologías operan con éxito poderosísimas fuerzas mercantiles, entre las cuales están las mismas que controlaban el mercado tradicional. Además, los nuevos procedimientos alternativos de venta de música (o de recepción de donaciones) mediante internet suelen funcionar mucho mejor para los artistas que ya son conocidos que para los que intentan hacerse conocer, y una de las consecuencias evidentes de esto es que la situación actual no es favorable para quienes desarrollan propuestas originales y renovadoras.
Otra idea bastante extendida es que los ingresos que los músicos dejen de percibir por ventas de grabaciones serán compensados en forma satisfactoria por sus presentaciones en vivo. El problema es que esta posibilidad no es la misma para todos los músicos ni para todos los tipos de música, y puede ser útil pensar que, en las condiciones antedichas, The Beatles nunca nos habrían dejado la sustancial parte de su obra que realizaron después de que decidieron dejar de actuar en público para concentrarse en los discos. A la vez, los mecanismos de descarga paga y los servicios de streaming no se caracterizan por aportarle a los músicos una porción de los beneficios mayor que la que se han reservado históricamente las discográficas, sino una menor.
En suma, puede ser muy agradable escuchar grandes cantidades de música gratis, pero es inevitable que la extensión de esa costumbre tenga consecuencias no tan agradables en el terreno de la producción de música, incluyendo el riesgo de que la ausencia del precio traiga consigo la pérdida de valor.