Una mujer bufa porque no puede andar, como los hombres, en tetas por la calle. Dice de su cuerpo cosificado, de sus pechos predestinados socialmente al amamantamiento, del machismo, la misoginia, de su falta de libertad.

Bufa y reclama por esa desigualdad impuesta por una cultura que a la vez que exhibe el cuerpo de las mujeres como carne barata en pantallas, discursos y carteles, no la deja a ella andar libre de prendas por las avenidas o los parques de la ciudad. Se espanta con el piropo babeante, quiere condenar al grosero o al acosador, a veces hasta con cárcel. Vocifera y estampa frases en carteles en movilizaciones callejeras (y principalmente en Facebook) del estilo “No me pongo un short para calentarte sino porque tengo calor” o “Cuando me pongo una minifalda no te invito a violarme”.

Una mujer, dos, miles hablan de vestirse como y donde quieran. De andar livianas de ropa, de no pedir permiso, de que las dejen en paz, de la calle como un lugar de acoso, de sus cuerpos maniatados por los mandatos o la cultura del macho. Y todo es cierto y está bien que pataleen, se quejen, quieran tirar sus sutienes, andar en tanga si así lo desean. Pero hay un asunto que se nos viene escapando: la libertad tiene su precio. Y su contexto.

No es lo mismo el verano en las playas (donde la mayoría tampoco sueltan sus tetas) que en la ciudad, no es lo mismo convivir en un ambiente que propicia esas libertades que en otro que las reprime, no es lo mismo andar entre caníbales de cerebros atrofiados que entre una muchachada mínimamente civilizada o libertaria.

En esas reivindicaciones muchas veces más que un reclamo de libertad hay una pataleta de niña chica, un ideal o sueños legítimos, pero que nada tienen que ver con la realidad. Y la realidad cobra a mano armada, a cuerpo limpio, no dialoga con constituciones ni leyes, no atiende expresiones de deseo, no sabe de Simone de Beauvoir, Virginia Woolf o Judith Butler.

Todo a veces se parece a aquella vieja consigna bellísima, poética, anárquica y honesta que dice: “No negociamos nada, lo queremos todo”, esa consigna llena de virtudes pero que en casi todos los ámbitos de la vida, intrapersonal o social, resulta un fracaso estrepitoso o es la más pura expresión de una feroz inocencia. Sí, lamentablemente la libertad se negocia y va conquistando calles a medida que cambian las mentes, la gente. Y hay escalas y hay lugares y hay espacios.

No, muchachas, no, muchachos, no somos libres, y no es con cuatro gritos ni con una biblioteca sobre asuntos de género o de clases que lo vamos a ser, sino mediante la negociación traumática del territorio.

Es cierto que hay cosas que se han conquistado en pie de guerra, pero para eso hay que poner el cuerpo, el cuerpo todo, todo el tiempo, el tiempo que sea necesario, casi con voluntad de inmolación. Si no es o no será así, mejor respirar profundo y pensar que poner el cuerpo es ponerse en riesgo y que eso no depende de que uno se cuide sino, por lo general, de la voluntad hiriente del otro.

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Bajemos a tierra y visitemos otros terrenos para ver lo mismo con otros prismas. Seguro que el primer negro (o la primera negra) que se manifestó y procuró la igualdad con el blanco, en cualquier terreno, algo costoso pagó. La primera persona en sindicalizarse en una de esas grandes empresas explotadoras de Uruguay en estos tiempos, estos de ahora, seguramente también pagó, y caro: con un despido encubierto, con la persecusión patronal, con el desprecio (como reverso de la vergüenza) de los de su clase, con su cuerpo asalariado.

Seguramente habrá algún apurado por ahí que me esté acusando en este momento de que sostengo que tenemos que bancarnos lo que la sociedad nos dicta o esperar eternamente sus cambios.

Digo otra cosa: una mujer no va sola a un boliche de machos cabríos (aunque quiera sólo tomarse un whisky con la mirada perdida a través de la ventana) como tampoco va un homosexual a ese boliche a levantarse a otro hombre o en procura del amor. Puede que suceda que la mujer y el homosexual tengan su ventana o su hombre, pero más seguro es que suceda todo lo contrario, lo indeseado, el desprecio.

Voy adonde quiero y como quiero porque mi cuerpo es libre y tengo derechos se parece más a un capricho que a cierto conocimiento duro del contexto que debemos tener si es que de verdad perseguimos espacios de libertad.

Nunca entendí esa conducta en reiteración real de, por ejemplo, afros, homosexuales y vulnerables sociales (utilizo ex profeso la corrección política) de ir a lugares donde detestan a negros, putos y pobres. Ese me aceptarás a prepo o bajo amenaza de denuncia o escrache resulta tan artificioso para la integración social deseada como los modelos fotoshopeados.

No quiero decir que las mujeres anden tapadas y muertas de calor porque vivimos en una sociedad con buenas cantidades de hordas a punto del manotazo, del insulto, de la agresión, y tantas veces del golpe y de la muerte. Pero por eso mismo: no en todos los sitios, no a cualquier precio. Es lo que parecen decir ciertas mujeres que pregonan una libertad de manual y que generalmente se nombran feministas, muy feministas, y con ellas otros desplazados. Pero unos desplazados especiales: los que detentan los privilegios que dan la cultura y el bienestar social, los que sueltos de cuerpo (precisamente) tienen siempre un lugar donde ser.

No es tan complicado ni tan incorrecto lo que estoy diciendo: uno no anda en tanga en lugares donde todo el mundo adora vestirse de gala, o de luto. Uno negocia su libertad o va midiendo dónde realmente puede practicarla para que nadie le haga daño, para no dañarse a uno mismo, para la famosa reducción de daños.

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Hay un hipocresía importante en la arenga de las libertades cuando se sabe que el otro no puede practicarla de inmediato y corre ciertos riesgos: decirle a una adolescente que se vista como quiera y salga a la calle segura de sí misma; decirle a un muchachito gay que hay leyes y mares en coche que lo protegen; decirle a un negro que tiene derecho a entrar a cualquier lugar, aunque ese sitio sea el más racista del mundo. Hay allí un descuido por el otro y, lo que es peor, un mandar a la guerra el cuerpo del otro. No, hay lugares y lugares, hay formas, culturas diversas dentro de una misma sociedad, entrevero, violencias que no se resuelven con la famosa pancarta y el grito de libertad.

Recuerdo ahora un capítulo de Cualca!, un producto de sketches argentinos (¿se dirá sketches todavía?) tan para nosotros, los progres, los integrados, la clase media pensante, los avant la lettre.

Malena Pichot y Charo López protagonizan la escena de dos amigas a punto de salir a la calle. La Pichot mira de arriba abajo a López y le pregunta si piensa salir así. “¡Sí, amo estas calzas!”, dice López, y se mira buscando una mancha en la ropa, una rotura, con un tono bobalicón o inocente que le sale perfecto. El diálogo redunda en esa disquisición: así, cómo, así, cómo. “¿No sentís algo raro, no entiendo cómo no lo sentís?”, dice la Pichot.

La cámara ya había mostrado la calza de López metida hasta el tuétano de su vagina y ahora la enfoca. La Pichot no lo soporta más y se lo estampa: “¡Ahí, boluda, tenés como un valle, como... como... como una empanada de concha, boluda! ¡Te está violando esa calza, te parte al medio!”.

Al estilo de muchos videos de Cualca!, la Pichot mira a la cámara y da una especie de moraleja, como si necesitara reafirmar todo lo que ya entendimos, por si acaso, como previniéndose de cortos de luces: “Si no aceptamos ni siquiera lo que pasa entre nuestros labios vaginales, no tenemos salvación”. Mira a su amiga y le dice: “Yo no salgo con vos así, boluda”. La otra sigue sin verlo y con un irónico y perfecto parafraseo de las libertarias más tontas, repite como una lora: “Pero... es mi cuerpo”.

Sí, son nuestros cuerpos, pero amenazados por el entorno. Por las dudas, fijémonos por dónde los sacamos a pasear.