Estábamos en Tasende y -aunque el detalle es accesorio- el Gordo aún no había probado la pizza al tacho. Frente a mí, atravesando largamente la mediacancha del mármol de las mesas, mi colega pregunta y repregunta, buscando construir una historia que él ya tiene, que quiere confirmar y que, creo, quiere que sea como la vino a buscar. En espanglish y en inglishñol, sobre todo, el redactor senior de ESPN avanza en su cuestionario y, en algunos casos, me sorprende y me aleja, justo cuando el mozo está a punto de unirnos con el plato de uno de los más buscados sabores: el de la receta secreta de la pizza que no lleva salsa y mezcla con equilibrio mágico quesos fundidos. Mi empatía con el trotamundos estadounidense iba cargando rumbo al indicador verde cuando el loading se me estancó en el rojo-naranja. En su cuestionario, independiente de mis respuestas y de mi aporte a su historia, hay preguntas que no estaban en mi previsión de respuesta: ¿conocés a Luis Suárez?; ¿en algún momento compartiste tiempo con él?; ¿te reconocería si te cruzaras con él?

Por las dudas -viste cómo es el spanglish mal entendido- miré a Rodrigo, que fungía de intérprete, y desandé el camino para ver si me preguntaba lo que yo había entendido. Mi respuesta, desarrollada, se podría resumir en no, no y no. Dije que no conocía a Luis en el sentido de conocer como quien conoce a un vecino o compañero de generación de estudios, que nunca he compartido tiempo con él y que, obviamente, más allá del profundo desarrollo de mi idolatría hacia Suárez, el Gordo seguramente no me reconocería si nos encontrásemos en la cola del súper o en la espera de la pizza para llevar.

Fue hace tiempo, bastante antes del Mundial de Brasil 2014. Vaya a saber por qué razón, para cumplir su libérrimo plan de hacer un reportaje-informe acerca de Luis Suárez, el periodista estadounidense Wright Thompson, senior writer de ESPN, viajó a Uruguay. Su asistente en Montevideo para la ocasión me hizo llegar un correo que decía: “El Sr. Thompson llega a Montevideo el lunes y está muy interesado en cenar con usted ese día para poder conversar acerca de Luis Suárez, que es el centro de su investigación”.

No hay dos Suárez

Lo demás no importa o ya lo conté. Fue en Tasende, arrancamos con un te o un café, y junto con Rodrigo, asistente e intérprete, después lo convertimos a la pizza al tacho. Le hablé de Suárez, de todo lo que sabía, y evidentemente de todo lo que sentíamos por el goleador tanto yo como buena parte del pueblo futbolero contemporáneo. No me creyó. No entendí por qué.

Desde que vi su publicación, casi coincidente con la magnífica e irrepetible irrupción de Luis en el partido con Inglaterra y con el lamentable incidente con el italiano Giorgio Chiellini unos días después, me pregunté cuál sería realmente la apreciación, y en mi respuesta siempre se juntan razones y emociones que, a pesar de mi incoherencia y mi volubilidad, me dejan siempre cerca de él, como si fuera el que le manda el centro o el pelotazo largo para que vaya. Y ahí, detrás de su carrera, de su cabezazo, de su tosco enganche, de su pifiada definición contra el caño, vamos nosotros, todos, a festejar el infinito gol con nuestro héroe de carne y hueso.

Esto es Anfield

Una fría mañana de domingo, decenas de miles de uruguayos modificamos el sueño de nuestro día de descanso sólo para ver por televisión a Luis Suárez y su Liverpool, que pugnaban por dar el gran paso a la hazaña. En realidad, nos pasó muchísimo con Suárez en Inglaterra y ahora en Cataluña, pero esa vez fue algo especial, tanto que aquella victoria 3-2 y darle la mano a la gloria allá, tan lejos, fue casi el tema de los uruguayos ese día: no importó cómo salieron Nacional y Peñarol.

Todos estamos pendientes de Suárez y ahora, casi en un proceso maradoniano -por todo lo que han significado la vida y la carrera de Maradona para su pueblo, que es tan igual pero tan distinto al nuestro-, parece que los orientales nos ponemos de un lado o del otro cuando emitimos juicios acerca de Luis.

No sé ni mi importa si es el mejor jugador uruguayo que he visto en una cancha, por logros y por esa magnífica identificación que logramos con el muchacho serio, muy serio, con ese rictus de insoportable presión en su rostro, que desenrolla tarde o temprano para festejar el gol a pura cándida sonrisa infantil, como si estuviera en el patio de la escuela. Lo miro como a un hermano menor, como a un vecino que quiero, como a un compañero que tiene una luz que brilla y que no quiero que se apague. Lo cuido, no quiero que la cague, pero, en definitiva, sé que es un ser humano y que algún día hará cosas que no me gustan, que no compartiría; pero otras tantas veces, y me da la impresión de que son las más, es un tipo buenazo, de los que uno incluiría en su lista de potenciales amigos imaginarios; más allá de quién es, lo incluyo en mi lista. A Luis Suárez, por sobre todas las cosas, lo debemos evaluar, catalogar, enjuiciar, halagar o descalificar como futbolista y no como padre de familia, vecino o vendedor de electrodomésticos.

La semana pasada, cuando el escombro con los monárquicos del Espanyol -a mí no me vengas con que cuando jugás en tu tierra contra el Barça tenés que alentar con banderas de España-, cuando la increíble escucha del juez, que dijo que Suárez les había dicho a los periquitos “sois un desecho”, me propuse adentrarme en el Suárez de fuera de las canchas. No en el que me conmueve en cada pique, en cada caderazo, en cada toco y me voy, sino en el que anda sin camiseta de fútbol, ensilla el mate y pone segunda apenas cinco metros después del arranque. Esta vez quería construir mi conocimiento acerca de ese Suárez que es parte de su figura integral, en lugar de discutir pareceres y juicios de periodistas sabelotodos.

Por la camiseta

Me fui a la relectura del libro Mi vida, presentado como su autobiografía pero que está escrito por dos angloparlantes, Peter Jenson y Sid Lowe. Me volví a plantear seriamente un inconveniente que arranca en la propia génesis del libro: cómo puede contar Suárez su vida en español a dos ingleses que la escribirán en inglés para que después nos llegue a nosotros, sus seguidores hispanohablantes, con el corrompido filtro de por lo menos dos traducciones e interpretaciones. Un penal, pero las corporaciones mandan. Está lindo el libro, pero uno se da cuenta de que se pierde toda la transparencia e inocencia de Suárez cuando va contando, e intuye que los editores cambian algunas ideas.

Para seguir construyendo mi idea sobre qué expectativa debo tener y a qué Luis Suárez tengo que poner en mi licuadora de razones y emociones -yo lo sé: es al futbolista, pero insisto en que podría estar en mi barra de amigos-, volví a lo que considero la más profunda y humanizadora de las entrevistas a Suárez que haya visto: la que le hizo el genial Rafa Cotelo en su programa Por la camiseta. Ya lo he planteado: el libro sobre la vida de Suárez, por lo menos en su edición uruguaya, lo tendría que haber escrito Rafa Cotelo. Volví a ver los dos Por la camiseta dedicados a Suárez -están en Youtube- y seguí de largo con sus goles, con el nacimiento de Delfina y el de Benjamín, con su dolor por la muerte de Walter Ferreira, con su amor por Sofía, con su irrupción como médico del alma con Mateo, el niño enfermo de cáncer al que sorprendió en una teleconferencia con la que lloramos casi todos. Y entonces, claro, por más método Waldorf que quiera usar para construir mi conocimiento, me deslumbro, me inspiro en su luz, en su arte y, tal vez, en esta parte de su vida, la humanizada.

Ya lo escribí: aquí y ahora, allá y ayer, Luis es el mejor de mi mundo, el mundo que cambia todos los días, el mundo que es como un partido de fútbol, con caras serias, sonrisas, responsabilidades, éxitos, fracasos y sublimaciones.

Te juro que cuando Luis se la metió hasta los cataplines yo tiré la compu, grité, grité y grité, estirando el gooool hasta la afonía, agitando mis brazos, abrazándome con los otros periodistas uruguayos que estaban ahí, y grité, grité y seguí gritando hasta casi desmayarme. Para eso había ido, para vivir ese momento, que es mío pero es tuyo y es de todos. Cuando me volví a sentar y el pánico de la pantalla en blanco era superado por una catarata de emociones -que saturarían decenas de pantallas blancas, ordenadas y organizadas-, pensé en el fútbol, en mi país, que no es más que mi sociedad, mi gente, mi vida y la que ustedes me legaron, y me puse a llorar, y pensé que Luis podía ser el puntero izquierdo de Benedetti, y me acordé del viejo Mario y pensé que también eso es ser uruguayo.

Ya arrancó con gruesas zancadas, ya sus caderas anchas y prodigiosas, como de madre a la hora del alumbramiento, han abierto una y otra vez el espacio para parir el gol, para darle vida a la victoria. Su cuerpo está preparado, su mente activa el instinto que le ha dado la naturaleza, la obligación que le ha generado la vida. Con paciente ansiedad, espera el momento justo. La pelota va por fin hacia él. Él sin fin va a la pelota y chas, el derechazo seco, imponente, va al fondo de las redes. ¡Chas! Yo he creído percibir el choque. Una sombra redonda y borrosa se agita violentamente dentro de la red.

Hoy no lo veré jugar, porque todos los días le hacen la cama y a veces él entra, como todos. El gran goleador de la Liga Española no jugará, no lo dejarán jugar hoy en los cuartos de final de la Copa del Rey ante Athletic de Bilbao, y los televisores quedarán apagados y la gente andará en otra. Qué grande el Luis. Te esperamos, Gordo.

¡Qué lo parió!