La idea de que las especies cambian con el tiempo es antigua y ha mutado no pocas veces desde que Anaximandro formulara, en el siglo V a.C., una de sus primeras versiones y propusiera el origen acuático de la vida. Siglos más tarde, en 1858, Charles Darwin y Alfred Russel Wallace acuñaron el término “selección natural” para designar un modelo que explicaba ese cambio mediante las diferentes posibilidades de sobrevivir y reproducirse de los individuos. El cambio, entonces -y podemos llamarlo “evolución” si extirpamos cualquier noción de “progreso” que pueda tener el término-, es una realidad comprobable desde el registro fósil; el modelo, como cualquier teoría científica, está sujeto a la lógica de comprobaciones y refutaciones, de enmiendas, correcciones y reinterpretaciones. La teoría que Darwin popularizara en su libro El origen de las especies, por cierto, ha sido reformulada en varias ocasiones, y bajo la forma del neodarwinismo persiste como una de las nociones dominantes en el campo de la biología.

Ahora bien, las culturas también cambian: las costumbres, las lenguas, los códigos de vestimenta, los ritos, las creencias religiosas. ¿Cómo explicar ese cambio? ¿Acaso deberíamos pensarlo desde una noción derivada de la selección natural y pensar que el cambio cultural procede en la dirección de la supervivencia o del mejor aprovechamiento de los recursos naturales?

En su libro Un pie en el río: sobre el cambio y los límites de la evolución, el historiador inglés Felipe Fernández-Armesto argumenta que no. Sostiene que la cultura fue, sí, un producto de la selección natural, y que evidentemente en algún momento esa forma de organización incidió en la supervivencia de algunas especies humanas, sin duda en el caso del Homo sapiens pero quizá también de los neanderthal y los denisovanos. De hecho, investigaciones recientes (como las de Frans de Waal en su libro The Age of Empathy) señalan que la colaboración organizada y solidaria entre individuos fue clave a la hora de asegurar la supervivencia de los primeros seres humanos o incluso de los homínidos.

Sin embargo, señala Fernández-Armesto, la selección natural en sí misma falla a la hora de explicar la inmensa diversidad de culturas y el cambio acelerado al que se han visto arrojadas desde la revolución del Neolítico. Su argumento es sugestivo pero quizá no del todo convincente, probablemente porque está más basado en desestimar otras visiones del asunto que en ofrecer una propuesta bien articulada. Eso, por supuesto, no resta valor a su visión o, mucho menos, a su libro, en el que no es difícil ver, además, una agenda política algo conservadora y de centro. Muchas páginas, por ejemplo, están dedicadas a “rebatir” las ideas de Richard Dawkins, y otras tantas a discutir con ciertos relativismos y progresismos de izquierda. En cuanto a Dawkins, el ataque es por supuesto pertinente, en tanto el biólogo inglés propuso (en su seminal El gen egoísta, de 1976) que las culturas cambian debido a la selección natural de pequeñas unidades llamadas memes. Originalmente se trató de una analogía con el modelo de la selección natural centrado en los genes, popularizado por el libro ya mencionado de Dawkins, y que establece que la selección no opera tanto a nivel de los individuos sino de los genes. Los memes, por su lado, serían ideas, conductas o símbolos originados en el contexto de una cultura y arrojados a una suerte de competencia por replicarse y extenderse.

El concepto era (es) ambiguo y el propio Dawkins no lo formuló unívocamente; Fernández-Armesto procede como si lo hubiese refutado por completo y propone que, más que competir, los símbolos, ideas y conductas operan en colaboración y, además, pueden ser generados espontáneamente, de modo que una visión basada en la competencia a lo largo del tiempo no puede sostenerse.

Más allá de la opción que uno quiera tomar, es especialmente interesante en este libro la atención otorgada a las culturas no humanas, un tema fascinante. Por momentos hasta parecería deseable que Fernández-Armesto hubiese escrito exclusivamente sobre ello, en tanto las mejores páginas -al menos en cuanto a expresividad de la prosa e ímpetu argumentativo-, están dedicadas a divulgar asuntos que pueden sorprender a muchos lectores: que los chimpancés son capaces de difundir comportamientos generación tras generación, que en sus clanes aparecen individuos “geniales” que inventan procedimientos y los “explican” a los demás, que en las últimas décadas han aprendido a cazar (quizá como respuesta adaptativa a los cambios de sus ecosistemas) y que sostienen con sus muertos una relación sospechosa de pensamiento religioso. La conclusión de Felipe Fernández-Armesto es maravillosa: no estamos solos en la Tierra; en tanto seres que nos pensamos como conscientes y que queremos entender el mundo, somos parte de una comunidad más grande de lo que creíamos décadas atrás.

Un pie en el río: sobre el cambio y los límites de la evolución

De Felipe Fernández-Armesto. Turner Noema, 330 páginas.