Extrañas discusiones se están dando por estos días. La llamada “nueva agenda de derechos” ha traído una marea de reivindicaciones que incluye desde el fomento de ciertas formas de humor hasta diversas medidas de discriminación positiva. Esto, junto al apoyo del gobierno desde sus diversos organismos, ha venido generando un rechazo que a esta altura no dudo de catalogar como desmedido y, en casos extremos, enfermizo. Desde argumentar usando a personajes nefastos del capital internacional que apoyan la legalización de la venta de marihuana, hasta teorías más conspiranoicas que explican que nos tienen entretenidos con las drogas y las mujeres y los indios y los negros y los gays y la new age (todo cae en la misma bolsa) con la clara y única finalidad de controlarnos mejor. Se podría usar el mismo argumento para los que gastan sus dedos tecleando ardorosos manifiestos acerca de la libertad de hablar como a uno se le cante o hacer los chistes que uno quiera o tener el mismo derecho que cualquiera a conseguir un empleo. Diríase que los hasta hoy silenciosos e involuntarios beneficiados por todo tipo de discriminación -llevada a cabo por otros, eso sí- han pasado a ser víctimas de una conspiración mundial que tiene como principal objetivo menoscabar los derechos de los hombres blancos y heterosexuales.

Vamos por partes. Es verdad que los defensores más activos de toda esa movida se han puesto muy densos con algunas cosas; por ejemplo, por decir algo que me viene a la mente ahora, con el insostenible uso y abuso del lenguaje “políticamente correcto” y sus derivaciones. Es verdad que en algunas universidades estadounidenses los estudiantes, embanderados con el estúpido derecho a no sentirse heridos por dichos o actitudes ajenas, han logrado terminar con la carrera de excelentes docentes mediante argumentos realmente ridículos. Es verdad que hay cierto riesgo de que esa enfermedad llegue hasta aquí. Todo eso hay que hablarlo, discutirlo, cómo no. Pero nada de esto invalida la otra realidad, esa en que los negros, las mujeres, los homosexuales y los que tienen aspecto de pobre tienen problemas para conseguir determinados empleos y, ni que hablar, para acceder a cargos relevantes. En todo caso, los gobiernos pueden llegar a poner a algunos de ellos bastante arriba, donde se vean bien, para después llenarse la boca con que son los defensores de los oprimidos. Pero eso no impedirá que, en la cotidiana, las cosas sigan exactamente como estaban -la intención, por definición, del conservador-, del mismo modo que la permanencia durante una década de un presidente negro en Estados Unidos no impide que la Policía de ese país siga asesinando a un miembro de esa colectividad cada tanto -cada poco-, sin más motivo que el miedo o el odio que les provoca el color de su piel.

Acá, en Uruguay, dos por tres aparecen travestis asesinados o asesinadas, según cuál sea el informativo que escuchamos. Acá mucha gente sería feliz si se mandara a trabajar a una chacra (bien rodeada de muros, cercas eléctricas y guardia militar) a los que fuman porro. Acá, muchísimos siguen opinando que la mujer violada suele ser, al menos en parte, responsable de su violación. No han desaparecido (más bien están relamiéndose) los más feroces represores de las libertades sexuales, y no sólo de la de los homosexuales. Sólo esperan su santa oportunidad. ¿Por qué, en vez de dedicarnos a tratar de idiotas a los estudiantes del IAVA que llevan adelante una protesta yendo al liceo de pollera, no adherimos a una teoría conspirativa que diga que son justamente esos -los represores que esperan en las sombras- los que volantean los argumentos que después son reutilizados por unos cuantos izquierdistas sanamente desconformes? Al menos, sería una teoría nueva. Que los poderosos se desviven pensando cómo hacernos más funcionales al capitalismo no es ninguna novedad. Y que nosotros entramos por el aro, tampoco. Pero nada de eso nos puede obnubilar hasta el punto de hacernos aliar ideológicamente con los que están dispuestos a apoyar una dictadura o sus equivalentes posmodernos con tal de mantener o acrecentar sus privilegios a costa de lo que sea, pero siempre en nombre de la libertad y la ley. En otros campos, como el electoral, puede ser que no tengamos mucha opción, pero en el ámbito individual creo que todavía sí. Y la sociedad es una resultante.

Tal vez no esté de moda discutir francamente con aquellos con los que tenemos alguna diferencia de criterio pero que no son, claramente, el enemigo. Hemos perdido la habilidad y las ganas de ponernos en el lugar del otro, sólo para ver, nomás, si no será que sus problemas han sido y son, en general, mayores que los nuestros. Más allá de que algunos inmorales se llenen la boca diciendo que Uruguay es un ejemplo para el mundo porque 70.000 personas van a una marcha colorida a la que asisten incluso figuras públicas conocidas. No nos engañemos: que María Julia Muñoz participe en las llamadas no invalida al candombe. Critiquemos que algunos se den dique con actitudes hipócritas; pero, ojo, que no nos lleven para donde quieran. Porque cuando nos queremos acordar, nuestros pequeños odios nos hicieron cambiar de lado. No de partido, o de sector: eso, a esta altura, es fútbol de élite. Me refiero a lo que importa, a aquello sobre lo que todavía tenemos algún control: nosotros.