Tres ediciones, un director y esta última encarnación en escala reducida, númerica (39 artistas contra los más de 50 de la primera) y espacialmente. La III Bienal de Montevideo tiene mucha, diría demasiada, continuidad con las previas, pese a esas disminuciones. Pasó de la sede del Banco República (BROU) en la Ciudad Vieja al Palacio Legislativo, reeditando el diálogo con el poder y sus hospedajes, con tránsito del financiero al político (y un récord: según palabras del vicepresidente Raúl Sendic reproducidas en una pared, es la primera bienal en la historia albergada por un Parlamento, algo que se puede leer, en igual medida, con satisfacción y terror). También se mantuvo la tradición de conferir la cocuraduría, centrada en lo local, a alguien que además de crítico/curador fuera también artista: luego de Patricia Bentancur y Santiago Tavella, esta vez se le asignó a Jacqueline Lacasa. Y como ya pasaba con la ampulosidad del edificio del BROU, el peso sobre las obras del horror vacui ornamental del Salón de los Pasos Perdidos, incrustado de todo tipo de mármoles, vitrales y otros firuletes, oprime: la mayoría de las piezas es ofuscada por el churriguerismo general, aunque las que son grandes y sobreelevadas, como la usual “criatura” mullida de Margaret Whyte y los paneles chillones de Santiago Velazco, se integran bien a ese marco.

La entrada a la sala principal es uruguaya y apta para el lugar solemne. A la izquierda, una videoinstalación de María Agustina Fernández Raggio, que no reitera la banda presidencial con la que ganó el penúltimo Salón Nacional, pero se dedica a sus portadores: unas filmaciones narran cómo escaneó tridimensionalmente imágenes de los presidentes posteriores a la reconquista de la democracia, para crear algo semejante a dibujos de estos en estilo Pixar, en retratos tecnológicos del poder (que no difieren mucho, en rigidez y afectación, de las pinturas y esculturas oficialistas previas al siglo XX) mezclados con un sedante videodiario. A la derecha, el Himno Internacional, de Luis Camnitzer y su hijo Gabo, propagado por un entrevero de parlantes de todo tipo y tamaño, que cose himnos de (casi) todos los países en orden alfabético (inglés, pero ya vendrán versiones según los otros cinco idiomas oficiales de las Naciones Unidas), anulando así sus agendas nacionalistas y resultando armónico en virtud del generalmente horroroso estilo fanfarrón que caracteriza a (casi) todos.

“El espejo enterrado”, eje hugiano de esta Bienal 2016, cargadísima y quizás agónica metáfora, tal vez se debería resumir en los largos espejos que demarcan el espacio central, pero que son devorados por sus propios reflejos y se pierden. Esos espejos conversan directamente con Cielito, de Marco Maggi: escaleritas frágiles de papel, confeccionadas con su tradicional pericia y casi símbolo de hermosa precariedad o precaria hermosura.

Hay artistas de todas las latitudes, pero -dada la consigna de Hug, “sugerida” por Carlos Fuentes- el foco parece estar en la relación de América con sus orígenes, sin dejar de sondear su estado actual. No extraña, por ende, que lo latinoamericano tenga una presencia fuerte. Entre los escogidos del continente se destacan algunas obras. El brasileño Bruno Moreschi reescribe manualmente, imitando una edición de bolsillo de los cuentos de Borges, el Pierre Menard, autor del Quijote, en un juego de muñecas rusas textuales, en el que la repetición pedante se vuelve aterciopelada resignificación. Circa, del argentino Gabriel Valansi, es una inmensa “ciudad” construida con circuitos electrónicos usados pintados de negro, que el espectador mira, agigantada, a través de un visor electrónico; más sugestiva que concluyente, merece la centralidad que el montaje le otorgó. Opus, del cubano José Toirac, es un clásico (la pieza es de 2005) del género remix que deja audibles, de un discurso de Fidel Castro, sólo los números pronunciados, mostrándolos solitarios en pantalla; un holocausto de la oratoria que expone, desolada y desolante, la nimiedad de las cifras. Casi tímida, pero efectiva, es la intervención de la peruana Sandra Gamarra, que en El traje del Emperador (de Brasil) “desnuda” a políticos paulistas, pintando sobre las fotos que aparecen en los diarios donde se denuncia su corrupción (políticos y desnudez: justo en estos días de revuelo por el demencial caso del cuadro de Julio de Sosa con José Mujica y Lucía Topolansky en versión Adán y Eva, patética, aunque igualmente grave, tentativa de censura con efecto boomerang y redonda retaliación: lo que sólo hubieran visto los transeúntes de la calle Carlos Quijano, donde está la galería de Diana Saravia, lo vieron millones en la prensa y en sitios de internet). Absoluta decepción es la voluminosa choza de barro del brasileño Maxim Malhado, que obstruye, visual y físicamente, la entrada al salón, resolviéndose en un pueril contraste entre su pobreza y la riqueza de los ornamentos institucionales que la contienen.

Los artistas que no vienen de nuestro continente están presentes con videos: no extraña, dada la predilección de Hug por este medio (aunque esté relegado, en este caso, a comunes pantallas llanas, en vez de las grandiosas y ruidosas proyecciones a las que nos tenía acostumbrados) y el menor costo de este tipo de envío: el presupuesto de la Bienal bajó mucho al perder gran parte de su principal apoyo pecuniario, que venía del BROU. Apenas menciono lo más destacable: como siempre, Asia está bien representada, y entre lo que proviene de ese continente sobresale el ya histórico Espejo roto (1999), del chino Song Dong, en el que este muestra dialécticas entre el pasado y el presente de su país, comunismo y capitalismo, etcétera, rompiendo espejos en la calle y haciéndonos pasar de golpe, literalmente, de una realidad a otra sin movernos de un lugar. Impresiona, yendo a otros lares, el videopoema -a falta de una definición más ajustada- El reflejo del poder, del rumano Mihai Grecu: su visión lánguida de una Pyongyang inundada evoca no sólo las fallas del sistema dictatorial norcoreano, sino que también parece delatar el uso que de este hace, retóricamente, Occidente.

De los 12 uruguayos convocados, ningún sismo: cada uno propone obras que se insertan aceitadamente en su habitual línea de trabajo. Sin embargo, cabe mencionar, para concluir, por lo menos la complicada y (exageradamente) ambiciosa instalación El entierro, que Fernando Foglino armó a partir de la maqueta del propio Palacio, custodiada en otro piso, intervenida con esculturitas que reproducen escenas del golpe de Estado de 1973, transmitidas por monitores puestos en una réplica del mueble de actas de la Constitución, vigilado a su vez por dos soldados del Batallón Florida impresos en 3D a tamaño natural; y la única pieza que se halla fuera del edificio, dos amarraderos dorados que Pablo Conde ubicó en los costados de la escalera principal, como queriendo sujetar al sistema político en su totalidad, frente a quién sabe qué corrientes.

Cierro el artículo justo cuando la entera Bienal ha sido levantada, inesperada y repentinamente (aunque me imagino que va a ser armada de vuelta, como corresponde): falleció el ex presidente Jorge Batlle y el salón albergó su velatorio. Alternancia de actos simbólicos.

El espejo enterrado. III Bienal de Montevideo

Mario Pfeifer (Alemania); Gabriel Chaile, Valeria Conte Mac Donell, Luciana Lamothe, Gabriel Valansi (Argentina); Harry Newell (Australia); Ella Raidel (Austria); Renata Cruz, Renata De Bonis, Maxim Malhado, Bruno Moreschi, Guilherme Teixeira (Brasil); Dong Song, Jia Zhu (China); Reynier Leyva Novo, José Toirac (Cuba); Gabo Camnitzer (Estados Unidos); Yvan Salomone (Francia); Cristina Picchi (Italia); Sandra Gamarra (Perú); Mihai Grecu (Rumania); Donna Ong, Perception3 -Regina de Rozario y Seah Sze Yunn- (Singapur); Denis Savary (Suiza); Christian Vinck (Venezuela); Luis Camnitzer, Julia Castagno, Pablo Conde, Agustina Fernández Raggio, Fernando Foglino, Marco Maggi, Diego Masi, Ernesto Rizzo, Teresa Puppo, Santiago Velazco, Margaret Whyte, Guillermo Zabaleta (Uruguay). Curador: Alfons Hug; cocuradora: Jacqueline Lacasa. Salón de los Pasos Perdidos, Palacio Legislativo. Prevista hasta el 4 de diciembre, actualmente desinstalada.