La representación sistemática en las artes plásticas del trabajador -como hoy pensamos al trabajador occidental, sujeto con (más o menos) derechos- es relativamente reciente y se ha resuelto, en la mayoría de los casos, en la imagen de alguien que dignifica su función social o de un explotado: entrada en las posibilidades temáticas del mundo artístico que por supuesto tuvo, y debería tener aún, colosal importancia. Antes, su papel en la historia de la pintura y la escultura había sido más bien de extra, con excepciones: piénsese en los mercantes y albañiles de uno de los primeros frescos laicos de la historia -si no el primero-, La alegoría del buen y el mal gobierno en Siena, de Pietro y Ambrogio Lorenzetti, y en algunas figuras sagradas, congeladas en su labor, como los extraordinarios Pedro y Andrés pescadores en una predela de principios del siglo XIV de Duccio di Boninsegna o, ya durante el manierismo, en el padre de Cristo trabajando la madera en un boceto de Antonio Carracci, del siglo XVII. Fuera de la santidad y del mero elemento coral, las figuras del trabajador y, casi paralelamente, de la trabajadora recién empiezan a ganar posiciones cada vez más sólidas tras la Revolución Francesa, vale decir, con la constitución del “ciudadano” moderno, y llegan al centro del escenario, obviamente, conforme va madurando la industrialización. Así, a mediados del siglo XX, Los rompepiedras de Gustave Courbet realizan su labor dándonos la espalda y el Sembrador de Jean-François Millet hace la suya en pose plástica, autorizando por fin una visión inclemente, desde el punto de vista de los “humildes”, de lo que significa “ganarse el pan”. En adelante, la relación arte-trabajo se espesa, atraviesa las vanguardias (con uno de sus momentos culminantes en el muralismo mexicano) y desemboca en las idealizaciones monumentales, similares en ciertos rasgos estéticos pero contrapuestas ideológicamente, de sus versiones fascista y realista socialista: todos los especímenes trasudan ennoblecimiento y alienación (a veces por separado, a veces no), dos componentes clave del trabajo moderno, tanto retórica como concretamente.

¿Y en Uruguay? ¿Cómo se ha dado la representación del trabajo en una sociedad que desde muy temprano tuvo fuerte tradición sindical (en 1885 se funda la Federación de los Trabajadores del Uruguay, de matriz anarquista), con la conquista de logros importantes (la jornada laboral de ocho horas se hizo ley en 1915, mucho antes que en la mayoría de los países “desarrollados” de Europa)? La muestra El trabajo y los trabajadores en la Colección MNAV: 50 años del PIT-CNT trata de recorrer, acotada a los depósitos del museo, esa cuestión, homenajeando de paso a la central sindical en su medio siglo. La curadora, María Eugenia Grau, confinó la referencia directa al PIT-CNT a la pared de entrada, con interesantes bocetos de Manuel Espínola Gómez para su construcción del logo de la CNT en 1967, una película sobre la históricamente crucial concentración del 1º de mayo de 1983 y un par de vitrinas que presentan volantes, folletos, recortes de prensa, fotos y libros relacionados con actividades de la central: tal vez un resumen demasiado escueto de la intersección entre estas y sus manifestaciones gráficas, pero una buena introducción. De más amplio respiro, y más ordenado, resulta el resultado del buceo en el acervo del MNAV, aunque el conjunto, sin duda interesante, deje la sensación de que debe haber bastante más dentro (y, por supuesto, fuera) de la institución. De clara marca social es la obra de Carlos Prevosti, el artista más presente en la muestra, cuyo grabado Dactilógrafas, sin fecha (probablemente de los años 40), capta, en su contraste de blanco y negro y de figuras repetidas y absortas en la tarea, cierto grado de enajenamiento “dinámico”, con pliegues sociales que parecen ausentes en los dos gigantes de siempre: tanto el fenomenal y nervioso retrato de la madre de Barradas cosiendo, de 1919, como las mujeres que lavan y tienden ropa en La colada (1903), de un Joaquín Torres García novecentista, carecen de trazos reivindicativos y apelan a lo familiar o al menos a lo distendido. Cierra la sección femenina un notable óleo de Milo Beretta, Las lavanderas en el Paraguay, plano picado tenso en su manchismo crudo, sucio y áspero como el trabajo descrito.

La pared más larga exhibe, por un lado, ocupaciones rurales: gauchos blanescos, en formato chico, ocupándose del ganado; Ernesto Laroche que, con dos aguafuertes bastante olvidables (El arador y La recogida, de 1915), se focaliza en la tierra; dos acuarelas “aéreas” de José Cúneo, de las que se destaca El baño de las ovejas; y las visiones casi naíf del campo mostradas en El guasquero, de 1937, monotipo de Carlos Casiano González que retrata a una pareja de gaucho y china, y en una pastora xilografiada en 1960 de Leonilda González. Por el otro lado, el mar: pescadores con sus redes en varios formatos. Otra excelente y seca xilografía de Luis Mazzey y grabados, divididos entre el melancólico micromundo gris de los pescadores de sardinas reposando de Homero Bais, de 1944 (que podría ilustrar una edición de los Malavoglia, de Giovanni Verga), y otros coloreadísimos y casi alegres, de los mismos sujetos con sus redes en el agua, por Antonio Frasconi (1960). Con acierto, la curadora Grau no se limitó a seleccionar personas y personajes, sino que dejó espacio al ambiente de trabajo, pero siempre, curiosamente, mirándolo desde afuera, a la distancia: así aparecen las fábricas en el grabado del Cerro de 1958 realizado por Carmen Garayalde (segunda y última artista mujer presente), en un Rafael Barradas exquisito y poco visto de 1920, y en un Prevosti más tardío. Tienen mayor movimiento otros dos óleos de Prevosti que exponen a la masa obrera, en huelga y haciendo cola por provisiones, instantáneas de la dureza y la lucha de los asalariados, primera brecha en la muestra de lo que hasta ese momento había sido mera exposición de oficios. El círculo se cierra con un área, digamos, más conceptual, o por lo menos dislocada: los célebres Inmigrantes de Barradas, de 1913, trabajadores en potencia; un irónico (y semiabstracto) dibujo de Nelson Ramos sobre la Primera manifestación (Cristo y los ladrones), de 1965; y las notorias personas/puntitos blancos sobre devorador fondo negro que Alfredo Testoni desarrolló en 1980 bajo el título Sociedad de consumo.

Ojalá este didáctico recorrido tenga pronto una segunda parte, con ejemplos más cercanos temporalmente, y continúe con la exhibición de la faceta más física del trabajo: una sociedad cada vez más “de servicios”, informatizada, flexible y sojuzgada por las altas finanzas, como la nuestra, tiende a borrar adrede los cuerpos, todavía a menudo explotados.

El trabajo y los trabajadores en la Colección MNAV: 50 años del PIT-CNT

Curadora: María Eugenia Grau. Museo Nacional de Artes Visuales (Tomás Giribaldi 2283). Hasta el 30 de octubre.