—Mamá, ¿por qué no me hiciste puto? —¡Ay, no sé, hija!

Mi madre es atea, mucho más que yo que con los años me fui poniendo mística. Se formó en el materialismo histórico judeo marxista. Y esa es la clave: es espiritualmente atea pero de cultura judeoculposa. Por eso demoró en preguntar de qué estaba hablando pero me escuchó tan emocionada que no le importó.

Conocía ya a homosexuales pero aislados. Siempre me gustaron, tan otros. Y cuando en el Delta los vi en comunidad, enloquecí. Amé el desparpajo, la virulencia verbal, el jugo.

Me enamoré de uno, del principito. Rubio, flaquito, misterioso; y aunque llegué a fantasear con la cinturonga, no era eso lo que me convocaba. Lo que yo quería era ser uno de ellos, quería ser así de libre, así de violenta, así de no me importa nada y, si es lo que te gusta, te cojo de parado. Y a mi madre no podía explicarle eso.

A la Mostra la conocí antes, una noche en mi casa. Hacía tiempo que me había separado y estaba asomando la cabeza. Cogía con otros pero hasta hacía poco seguía en mí esa penumbra de querer volver. ¿Volver a dónde? Ni puta idea. Penumbra.

Ale me pidió hacer una fiesta en casa. Él estaba en plena transición. Todavía militaba en el PC, su Personal Closet. Así que la fiesta fue rarísima. Algunos del trabajo, los comunistas que se mantuvieron en gueto y las mostras que salvaron la noche. Fue amor a primera vista y empezamos a planear el Delta.

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Heredé de mis padres el conflicto con la autoridad. En sus años mozos supieron ser revolucionarios. Crecí entre canciones de las resistencias iberoamericanas y la dignidad cubana. Creo que algo de eso influyó en mi amor por los putos. Sentí en ellos una feroz resistencia al orden social. Una rebelión ante el deber ser, en pos de la propia dignidad, que enaltecía la autenticidad del yo.

Ante mi curiosidad sobre el proceso libertario que cada quien llevó adelante, se imponía la frontera de la privacidad. No se puede ir preguntando a lo Jorge Guinzburg cómo fue tu primera vez. Y no es que el puto vaya contando por ahí, alegremente, su entrada al clóset.

No puedo ensayar una teoría general, cuento con dos relatos. Ale no podía identificar el momento en el que se dio cuenta, la verdad le fue estallando en la cara al descubrirse, dos por tres, en un baño roñoso con un tachero fofo. Hasta que decidió hacer lugar en su clóset a ese desborde y, una noche en la que su roommate merquero salió de gira, él entró a un chat.

La Mostra, en cambio, lo supo de niño. A él se le paró viendo a Emilio Disi en Matrimonios y algo más. Estallé cuando me contó, ya que entre Emilio y Doris del Valle resulta difícil tomar consciencia de la orientación del deseo sexual.

No obstante, despertó en mí un enorme cuestionamiento. Después de mi separación pasaron muchos meses en los que sólo veía mujeres lindas. En mi terapia pregunté si no sería yo lesbiana. Silvia me alentaba a probar pero ella creía que cuando se duela no se coge. Se ve que no conocía muchos putos porque ellos cogen siempre, o al menos mis putos, o al menos mis putos que cogen.

El relato de la Mostra también me hizo recordar lo que creo que fue mi primera calentura, también frente a la TV. La serie era V Invasión Extraterrestre. Capítulo: “La conversión de Julie”. Ella desnuda en una cápsula transparente, desde el otro lado la analizaban varios extraterrestres, mientras a Diana la torturaba con voces y visiones para doblegarla.

Horrorizada llegué a mi terapia: Silvia, soy una lesbiana dominatrix. El tema llevó varias sesiones en las que debatimos mi temita con la autoridad y terminó cuando me cogí al pendejito tallado a mano: un conejito Duracell divino, que señalaba la salida de la autopista del duelo y el fin del cuestionamiento sexual.

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Si bien ese primer encuentro con el mundo puto me deslumbró, en el fondo no podía entender esa objetivación del sexo; el erotismo mudo me resultaba burdo.

Una historia tipo de la Mostra: “Prendí el GPS y había uno camino a casa con un pijón. Le escribí y me pasó la dirección: primer piso A. Le dije que esperara desnudo y que tirara la llave por la ventana sin asomarse, no quería verle la cara. Entré, me lo cogí en el pasillo y me fui. Ni hola ni chau, a esa hora no estaba para hablar con nadie”.

Primera pregunta minita: ¿De qué te sirve a vos un pijón, no deberías buscar un buen culo?

Mostra: No hay mejor pasiva que la pijuda y, cuando pinta cambiar, tenés un pijón. Además rankea mil para la orgía.

Segunda pregunta minita: ¿Ni una palabra, qué es lo que te calienta?

Mostra: Minita.

Pensando en eso, me encontré el prejuicio. Uno del tipo la paja en el ojo ajeno. Recordando al conejito, descubrí que ante semejante porte no necesité mediar palabra. Unos besos fogosos, un poco de sutil manoseo y la sequía casi anual por duelo alcanzaron para una noche notable de sexo. No dormimos juntos y, eso sí, de hablar, ni hablar. Tal vez me faltó un detalle: el conejito era muy joven, muy. Cuerpo griego, piel manteca y esa mirada de inocencia tan ansiosa por descubrir el mundo… qué pereza.

Pero entonces, por más que a las minitas nos guste distinguirnos con la necesidad de hablar, mi experiencia me dice que la conversación es necesaria para sostener, mas no para empezar. El Sindicato Minita tendrá entre sus anales de experiencias minitas millones de historias en las que una palabra o frase en falso te cagan una noche que pintaba de lo más prometedora. Pero también de las que no.

Lila Michalski