Una lectura de los -hasta la fecha- 20 libros de la colección de novela negra/policial Cosecha Roja podría arrojar algunas hipótesis interesantes. Una de ellas pasaría por constatar determinadas costumbres estilísticas o de escritura: la gran mayoría de las novelas publicadas por esa colección apuestan ante todo a la exposición eficiente de la trama, proponen lo narrativo como un valor fundamental y, a la hora de permitirse ciertas complicaciones o alejamientos del molde más lineal, las resuelven mayoritariamente apelando al recurso de un flashback que aporte un contexto narrativo más amplio a la anécdota expuesta como el asunto central del libro (y la gran mayoría de los libros de la colección, de alguna manera, parecen novelas construidas mediante la expansión, casi siempre enriquecedora, de lo que podría haber sido resuelto en un cuento largo).

Pero hay algunas excepciones. O, dicho de otra manera, hay en Cosecha Roja un buen número de novelas digamos “típicas” para la colección y, también, tres o cuatro que podrían reclamar la designación contraria. Entre esas “atípicas”, acaso la mejor sea Los trabajos del amor, de Damián González Bertolino, que exhibe cierto espesor de lenguaje pensable como un llamador de atención a la par de los asuntos narrados, a la vez que en los cuentos de Sultanes del ritmo, de Leonardo Oyola, cabe encontrar un registro lingüístico marcadamente ajeno (por su artificialidad y espectacularidad) al tono más o menos imperante en los otros libros de la serie.

El miserere de los cocodrilos, de Mercedes Rosende, última entrega por ahora de Cosecha Roja, podría ser pensada desde ese lugar de atipicidad. Para empezar, su trama está seguramente entre las más complejas de la colección; encontramos el planeamiento de un crimen, la investigación al respecto a cargo de una policía, una exposición de varios niveles de corrupción, un personaje especialmente interesante (que viene de una novela anterior de Rosende, Mujer equivocada, de 2011) y el trabajo destacable sobre otros que cabe pensar como “secundarios”. Sólo por esto vale la pena proponer a El miserere... como uno de los libros más recomendables de Cosecha Roja. De hecho, la relación entre esta novela y algunas corrientes contemporáneas del género negro permite pensar en cómo cabe reescribir (felizmente) ciertas tradiciones desde un lugar marcadamente local.

Pero hay más. La novela, en última instancia, no sólo es llamativa por su excelente manejo de la narración en tiempo presente, sino también, y sobre todo, por la construcción de su narrador y la relación de este con lo narrado. Abundan, por ejemplo, los juegos con la consabida cuarta pared, en los que el narrador adquiere cierto espesor en base a la manera en que parece dirigirse al lector (“imagínense la sala de espera del Juzgado Penal”). A la vez, ese narrador se vuelve particularmente llamativo por la manera en que construye los personajes y por cómo parece declarar la distancia (mayor a veces, menor en otras ocasiones) que lo separa de estos (“cosas que Úrsula no hace jamás: bajar escaleras de dos en dos, arrepentirse, correr”); por su manera de ceder el paso, o de fingir que lo hace, a la voz de algunos personajes (“Úrsula soy yo. Tengo una montaña de traducciones abandonadas al costado de la cama”, “Estoy sentada en el escritorio de mi oficina, los auriculares puestos, la lapicera en la derecha”); por incorporar discursos ajenos a la narrativa literaria (“Nota de prensa extraída de El informante”); por modular narración y descripciones hacia un tono que por momentos se asemeja al de un guion cinematográfico, y que establece también una forma de complicidad o cercanía con el lector (“La escena que sigue es más bien triste: día frío, apenas se ve gente”; “Madrugada. El amanecer se va filtrando entre las cortinas del viejo apartamento, primero tenue, pálido, después con ese resplandor de fuego de las primeras luces invernales”; “La escena es así: a diez metros de la esquina”); por abundar en detalles técnicos, por ejemplo acerca de armas y vehículos (“ametralladora M960, calibre: 9x19mm Luger, peso: 2,17 kg vacía, longitud abierta: 835mm”) en un nivel de pormenores que, sin duda, instala en el lector una serie de significados que afectan no sólo su percepción de cómo se le viene contando la historia, sino que parecen además construir una suerte de imagen de autor, de digamos perfil o personalidad literaria atribuible a Mercedes Rosende, como alguien que ha investigado hasta ese nivel de detalle la realidad “real” del crimen; y, para terminar este listado sin duda incompleto, por problematizar ocasionalmente lo que sabe o dice saber el narrador sobre los personajes y los acontecimientos o, dicho de otro modo, la exposición de esa información (“Parecería que Úrsula no tuvo una buena noche”).

El miserere de los cocodrilos es, entonces, una de las novelas más ricas -en recursos, procedimientos y registros de escritura- de las 20 de Cosecha Roja. El lector que busque un relato sólido y una sabia apropiación de (o instalación en) las pautas y tradiciones del género negro sin duda encontrará todo eso y más, pero, a la vez, quienes busquen también un trabajo sobre modos de narrar y modos de escribir tampoco saldrán defraudados. En ese sentido, de hecho, esta obra de Rosende llama la atención no sólo desde el contexto de la novela policial o negra escrita en Uruguay en los últimos años (y digámoslo de una vez por todas: para el género hay un antes y después de Cosecha Roja), sino también desde un panorama más amplio de la nueva narrativa uruguaya.