La convicción de que los jóvenes descarriados se acomodan con un buen par de puntapiés en las posaderas o con la oportuna intervención de alguna institución rígida y vertical capaz de domesticarlos no tiene nada de nueva. Son incontables las empresas militares que se nutrieron de convictos y desahuciados sociales que optaban por jugarse el pellejo al otro lado del océano antes que pudrirse en una celda o terminar sus días pendiendo de la horca. Por eso no debería sorprendernos demasiado que el Ejército Nacional haya resuelto colaborar al diálogo social ofreciendo sus capacidades enderezadoras de retoños torcidos, y que parte de la población haya recibido la propuesta (consistente en recibir a jóvenes ni-ni en los cuarteles para enseñarles algún oficio e inculcarles hábitos de trabajo, disciplina e higiene personal) como sensata y pertinente. Tampoco debería sorprender, entonces, que un juez haya resuelto sustituir la prisión preventiva para un frustrado rapiñero por “el ingreso a un sistema de trabajo-educación dentro del Ejército Nacional”, en atención a su condición de primario absoluto y a su precaria situación social y económica.

Gran Bretaña recuerda aún a Sir John Fielding, el juez ciego que fundó, junto a su hermano Henry, en la Londres de fines del siglo XVIII, el cuerpo de Corredores de Bow Street, la primera fuerza policial organizada de la ciudad. Pero ese no fue el único gran paso dado por el invidente Sir John hacia la modernización de las estructuras punitivas: se le reconoce también otro, que cambió la forma en que se trataba a los pequeños delincuentes que martirizaban a los honestos comerciantes y padres de familia. En lugar de enviarlos directamente a la horca o de arrojarlos a alguna infecta prisión a pasar el resto de sus vidas a costa de los dineros públicos, Sir John comenzó a ofrecerles la posibilidad de purgar sus crímenes haciéndose a la mar. Cada ratero, cada ladronzuelo de poca monta de la Londres de finales del 1700 tuvo su oportunidad de enrolarse en la prestigiosa Royal Navy o embarcarse en la pujante marina mercante que desde hacía ya un buen tiempo era dueña de los mares y océanos del mundo. Una carga económica menos para el Estado, y una vida salvada para la productividad, el comercio o la conquista. Un negocio sin pérdidas.

Por cierto, no es el único caso. Los inadaptados, los violentos, los débiles de carácter suelen tener un lugar en cuerpos especiales de los ejércitos. Una chance de redención, de entrega a causas mayores, de expiación y reparación de daños. Los ejércitos ofrecen ese marco disciplinario y vertical que, suele creerse, los descarriados no han tenido en la medida justa.

La idea que subyace a esta solución es la de que los que viven de espaldas a la ley y las buenas costumbres son, antes que nada, avivados y vagonetas. Seres que se desarrollaron a la buena de Dios, sin ejemplos sanos, sin autoridades firmes y sin exigencias correctas. Ahí, en ese vacío que parecería ser apenas de contención y firmeza (y no de amparo, de confianza, de esperanza, de sostén) se debe poner el empeño reconstructivo. Con una buena temporada al cuidado del Ejército Nacional, de sus severas estructuras de mando, sus rutinas claras e implacables, su invocación a los antiguos y transparentes valores de la patria, la obediencia, la disciplina, la entrega, el espíritu de cuerpo, la pertenencia a algo más grande y más valioso que uno mismo.

Parece mentira, pero si todos aceptáramos nuestro lugar en esa gran estructura trascendente que es la máquina misma de la vida y el desarrollo y el crecimiento, no habría desbordes ni crimen ni frustraciones. Eso, que planteado en amarga clave irónica es la hipótesis de tantas ucronías literarias, es, al mismo tiempo, el enunciado siempre elidido pero yacente en promesas políticas y proyectos de gestión que apuntan a recomponer la tranquilidad pública mediante un adecuado manejo de la violencia del Estado con la complicidad de la comunidad. Si queremos sentirnos seguros debemos aceptar nuestro lugar en la estructura y hacer lo necesario para ayudarla a crecer y desarrollarse. No hay algo como una violencia o una injusticia estructural que podamos (o que debamos) aspirar a cambiar. No hay una máquina perversa de producir frustración, abandono y vergüenza para unos y éxito, reconocimiento y orgullo para otros. Hay, en todo caso, piezas averiadas que debemos reparar.

La idea es tan terrible como tranquilizadora, y la prueba está en la aprobación creciente que tienen fenómenos ya no autoritarios sino delirantes y ridículos como Donald Trump: un espejo que nos muestra que todos podemos hacer (hacer a mano, hacer mediante procedimientos que operan en lo material real del mundo y del cuerpo) de nuestra cara, de nuestro aspecto y de nuestro planeta lo que se nos antoje, si ponemos el empeño, la convicción y, sobre todo, la fuerza suficiente. Se terminó la era del sujeto, de las subjetividades y de la trabajosa construcción de un Yo que se pregunta por el Otro y lo desea tanto como le teme. Llegamos por fin, sin pausa aunque no sin espanto, a la era de las prótesis, los dispositivos externos de enderezamiento y las cirugías radicales. Ya no vamos a cambiar el mundo, pero si hay suerte el mundo nos encontrará un lugar en el que además de no joder, podamos servir para algo.