Desde su fundación, el Centro de Fotografía de Montevideo (CdF), dependiente de la Intendencia del departamento, reconfiguró el panorama local y se transformó en un motor de cambio: aunque la fotografía aún no es incluida en los programas de educación formal, el CdF ha consolidado sorprendentes políticas de acceso, conservación y difusión relacionadas con la fotografía, desde un acervo que apuesta a intereses patrimoniales e identitarios, además de afianzar un sólido espacio de investigación, documentación y digitalización, que lo ha convertido en un centro de formación referente a nivel regional.
En paralelo a las exposiciones en las fotogalerías a cielo abierto, a las muestras en las salas del Bazar de 18 de Julio, a las jornadas sobre fotografía, a los festivales y al constante intercambio con referentes internacionales, el centro desarrolla una propuesta editorial, desde la que se estimula la producción de trabajos en el área de su especialidad: por medio de una convocatoria pública, desde 2007 se edita anualmente un libro fotográfico de autor; en 2008 se incorporó la edición de un libro de artículos de investigación sobre fotografía; en 2009 también se apostó a libros de autor para América Latina; y en 2012 se lanzó la categoría Fotolibro, en la que cada postulante define el formato y las características de la publicación que propone realizar.
Recientemente CdF Ediciones ha lanzado Postales de la Tierra Santa, de Quique Kierszenbaum; Boira, un fotolibro a cargo de Cecilia Vidal, fotógrafa que propone un recorrido intimista; y Miradas simultáneas, de Colectivo Oriental.
Explorando realidades
Los integrantes de Colectivo Oriental -creado en 2012- son Álvaro Amonte, Andrés Aksler, Niko Alonso, Annabela Balduvino, Lucía Coppola, Tarumán Corrales, Diego Correa, Ana Ferreira, Ricardo Gómez, Jimena Miguel, María Píriz y Patricia Rijo, que en su mayoría realizaron los cursos de fotoperiodismo del Taller Aquelarre.
Miradas simultáneas recoge la primera etapa del proyecto documental del mismo nombre, realizada hace dos años cuando se acercaron a las realidades cotidianas de barrios montevideanos con el propósito de registrar instantáneas y, a la vez, identificar y redescubrir “a sus personajes, sus tradiciones, sus rincones, y todo aquello que pudiera contribuir a conformar su propia identidad”. De este modo, formaron un fotorreportaje de 24 horas de un día cualquiera, con edición de imagen a cargo de Carlos Sanz, que este viernes se trasladará a la Fotogalería del CdF en el Parque Rodó.
El recorrido comienza por una sala velatoria en Sayago y continúa por la Terminal Colón, un lavadero de autos en el Cerrito de la Victoria, el hotel Sofitel en Carrasco (frente al cual un dúo ruso espera un taxi para trasladarse al aeropuerto), el Mercado Modelo pronto para recibir a sus clientes y uno de sus changadores, carbonero a rabiar. También nos traslada a una panadería de Barrio Sur, a un Santiago Vázquez copado por la niebla, a embarcaciones de pescadores en el puerto, a una clase de equitación en el picadero techado del Carrasco Polo Club, a la cooperativa Envidrio (ex Cristalerías del Uruguay); a una calle de Carrasco Norte por la que circula un recolector de residuos por cuenta propia, a un centro cultural en Villa Española y a la peluquería de Pedro en el barrio Peñarol. En Pueblo Victoria descubrimos a un gran personaje que habla animadamente en un bar; junto a su vaso de whisky y llevando colgada una cruz, vemos a Marcelo Suárez, de 56 años, un laico consagrado de la iglesia Inmaculada Concepción del Paso Molino (“laicos consagrados” se autodenominan los católicos que, sin ser sacerdotes, deciden tener una dedicación primordial a actividades relacionadas con la religión, comprometiéndose a la pobreza, la obediencia y la castidad). Casi al final del libro nos vuelve a sorprender una historia mínima: detrás de un quiosco atiborrado de pegotines, alfajores, pastillas Icekiss, preservativos y leyendas (“no presto envase a nadie”), un veterano de gorro y lentes gruesos nos mira extrañado, como esperando un regreso.
A través de tantas realidades soterradas, el proyecto retiene instantes y subtramas de la mutante vida de barrio, con sus trabajadores, sus paisajes móviles y esa cadencia tan propia de los espacios urbanos cuando se distancian del trajín apresurado y cotidiano. Y descubre ese extraño humor que a veces alcanza el absurdo, la precisión del retrato, el ritmo vertiginoso, la austeridad de la forma, la felicidad y el asombro que provocan esos personajes perdidos, acosados por la ciudad, a la vez que se revela un Montevideo que hemos olvidado de tanto verlo. En definitiva, como dice el escritor argentino Pedro Mairal, todo termina en la vida, “ese juego tan raro que practican los demás”.
Boira, de Cecilia Vidal, surge de un viaje personal: al comienzo se explicita que la boira es “una nube baja o neblina, que transforma el paisaje en un espacio que pareciera hablar desde sus rincones”, animando al sigilo. La neblina y el silencio acompañan a estas fotografías en su mayoría nocturnas, de colores apagados, con personajes en movimiento o fuera de foco, pautando un recorrido climático que va creando su propia atmósfera. El proyecto concluyó con un viaje a las zonas de la Amazonia ubicadas en Ecuador y Perú. Ese mundo húmedo se vuelve palpable a través de los “ríos, los pueblos, los ojos y sus grietas”. Se trata de una serie de fotografías compuestas mediante claroscuros, en las que se pueden rastrear posibles misterios, a través de las realidades paralelas de un universo plástico y multiforme.
Quique Kierszenbaum es un fotógrafo documentalista uruguayo, radicado en Jerusalén, que trabaja como corresponsal de distintos medios y publica su trabajo en periódicos como The Guardian, Time, The Independent, The Washington Post o El Mundo (también en la diaria y Lento). Ya en el prólogo de Postales de la Tierra Santa, reflexiona sobre lo impersonal de las miles de imágenes de conflictos que vemos diariamente. Ante una guerra para muchos lejana, imprecisa, difícil de comprender o juzgada a priori, el fotoperiodista propone otra vía de acceso: “Mis postales muestran la cruda realidad de la vida en la Tierra Santa, pero además cada una tiene sus propios sonidos, sus propios olores, sus propios recuerdos”.
Convencido de que la fotografía documental es un medio para denunciar y exponer la injusticia y el horror de la guerra, nos desafía mediante diálogos con amigos y familiares en los que registra su vida cotidiana, con una contundencia de imágenes y descripciones que lleva a interpretaciones impostergables. “Después de visitar este capítulo de la batalla -dice en la primera postal- salí hacia casa: caminé durante 15 minutos mientras las imágenes, las voces, los sonidos y los olores todavía daban vueltas en mi mente. Hubo de todo: piedras, tiros, gases lacrimógenos, granadas de ruido, detenidos, heridos y muertos. Llegué entonces a Jerusalén Occidental y me encontré con gente en los bares, en las calles, en los negocios, paseando y disfrutando”.
A medida que se avanza en el libro, descubrimos imágenes surrealistas de un infierno: mediante un conmovedor retrato y un texto que comienza casi como un suplicio -“Siempre me he preguntado cómo se ve la muerte”-, Kierszenbaum nos hace testigos del entierro de un adolescente de 15 años que murió en un enfrentamiento con fuerzas israelíes. Más adelante nos ayuda a comprender el horror desde adentro: “En los enfrentamientos, lo que se resalta del lado palestino es la presencia de niños, adolescentes y jóvenes, mientras que en el lado israelí un innecesario uso de la fuerza”. Los periodistas que cubren el conflicto evitan hablar del miedo, aturdidos por su abundancia. Vamos acercándonos a la realidad de los atentados suicidas, los campamentos de refugiados en Cisjordania, el muro de separación, niños con sus casas destrozadas, un búnker israelí en el que se ve a un francotirador que lleva, escrita en su casco, la leyenda “nací para matar”, las víctimas “inocentes de los ‘asesinatos selectivos’ que Israel lleva a cabo contra líderes de grupos extremistas islámicos”, a las que “denomina ‘daños colaterales’”.
El libro muestra el interior de ese conflicto terrible y desolador; de postal en postal, se va construyendo un documento espeluznante, en el que se evidencian la esencia humana, las situaciones límite, las humillaciones, la convivencia con la muerte, la sangre, el odio y el desesperado deseo de vivir -o de luchar por una causa u otra-, mientras llueven piedras, balas o proyectiles de mortero. O cuando al propio Kierszenbaum lo aterran situaciones impensadas: “Después de mandar las fotos, volví al lugar: unas bolsas negras guardaban los restos de las víctimas y esperaban para ser retiradas. El atentado dejó once muertos y más de setenta heridos. Esa noche soñé con las fotos que había sacado, luego me desperté y no pude volver a dormirme. El resto de la noche busqué en los negativos algo que no encontré”.
Postales de la Tierra Santa deja de lado lo singular e irrepetible de una experiencia traumática, en favor de un uso universalizado del documento de la vida y las voces de seres anónimos que a diario son silenciados, invisibilizados, masacrados. Vemos retratos de sobrevivientes que observan estupefactos el futuro, y que nos recuerdan algunos testimonios del libro La guerra no tiene rostro de mujer (1985), de Svetlana Aleksiévich, en el que más de una ex combatiente señala lo vulgar y poco selecta que es la muerte.
En este libro volvemos a comprobar que la realidad es a veces una pesadilla de la que no podemos despertar. Aunque ya sea hora.