Oscuridad y silencio. Y de pronto el ruido de pasos de la guardia nocturna. No se ve absolutamente nada, ni en el escenario ni a los lados. Sólo se oye la respiración incómoda de los espectadores, alguna tos, y la agitación de ese hombre que, espantado, pregunta a la nada: “¿Quién anda ahí?”. Algo así imaginaba Yves Bonnefoy como una puesta en escena perfecta de Hamlet, dejados todos a merced de las palabras bajo la “inky cloak” del príncipe danés.

Fallecido en julio de este año, Bonnefoy es considerado uno de los mayores poetas y críticos franceses de la segunda mitad del siglo XX. Nacido en 1923 en Tours, a los 20 años se fue a estudiar a París, y para 1946 había publicado su primer libro de poemas. Comenzaría entonces a dedicarse a la poesía, a la crítica literaria (en los años siguientes escribiría textos fundamentales sobre, entre otros, Arthur Rimbaud, Charles Baudelaire, Paul Celan y André Breton -a los últimos dos los había conocido durante su coqueteo con el surrealismo, de 1945 a 1947) y de artes plásticas (con estudios sobre temas tan diversos como la pintura mural del gótico francés, las pinturas negras de Francisco de Goya o Alberto Giacometti) y a la traducción de poetas como Francesco Petrarca, John Keats, Giacomo Leopardi o William Butler Yeats, pero sobre todo de William Shakespeare, de quien volcó al francés unas 15 obras (entre las que se encuentran casi todas sus grandes piezas: Julio César, Como gustéis, El rey Lear, Macbeth, Cuento de invierno, La tempestad, Antonio y Cleopatra y Otelo), además de los sonetos completos y sus dos poemas largos Venus y Adonis y La violación de Lucrecia, entre otros.

Si las credenciales mencionadas no fueran suficientes para alentar la lectura de La vacilación de Hamlet y la decisión de Shakespeare, publicado por El Cuenco de Plata en una cuidadosa traducción de Silvio Mattoni, baste añadir que este breve libro no sólo es fundamental dentro de la trayectoria de su autor, y tampoco lo es meramente como un acercamiento crítico a Shakespeare y a la tragedia que, probablemente, fue su mayor logro artístico, sino también como una obra perfecta para repensar el teatro, la poesía, la traducción y, finalmente, sus relaciones problemáticas y necesarias con el mundo.

La edición, dividida en tres secciones, reúne, además del ensayo de 2015 que da título al libro, una “Carta a Shakespeare” que ya había sido publicada en la compilación Lettres à Shakespeare, de 2014, y, finalmente, dos entrevistas al autor, una de ellas realizada por Stéphanie Roesler, y la otra de Fabianne Darge (que habían aparecido, también ese año, en el libro Traduire-écrire : cultures, poétiques, anthropologie y en el periódico Le Monde, respectivamente). De este modo, podemos acercarnos al pensamiento de un ensayista original, de un lector profundísimo y de un apasionado poeta en tres registros distintos que se complementan, se expanden y se enriquecen en muchos sentidos.

La lectura de Hamlet, entonces, se torna urgente en tanto se hace, dice Bonnefoy, desde un tiempo tan “out of joint” (descoyuntado) como aquel en que se desarrolla. En efecto, en esa obra Shakespeare le habla a nuestra época con más contundencia, más claridad y más elocuencia que en ninguna otra, porque esa subversión fallida del príncipe de Dinamarca contra el orden establecido, que deja una pila de muertos sobre el escenario y de fantasmas en nuestros cerebros, no hace otra cosa que iluminar este siglo con una luz ambigua y total.

En la duda de Hamlet, pero también en el canto fúnebre de Ofelia, Bonnefoy ve un símbolo de nuestro “ser-en-el-mundo”; en el mecanismo del “teatro dentro del teatro”, que no se usa una sino dos veces en esta obra, ve la postulación de una estética y de una ética, que se basan en la crítica corrosiva al pensamiento conceptual y a una visión “modélica” del arte (es decir, a la construcción en base a formas preestablecidas, como el soneto); en la relación entre Claudio y Gertrudis con su sobrino/hijo ve el juego delicado entre la apariencia y la verdad, o entre el arte y la vida (donde no se sabe qué cosa es qué), que sobrepasa a Hamlet en su devaneo existencial. En la arquitectura de invención del castillo de Elsinor, y su enormidad sumida en sombras en la mínima escenografía del teatro isabelino, Bonnefoy percibe la construcción del silencio como telón de fondo de una obra que, en su acción tumultuosa de actores, asesinos, reyes, guardias, calaveras, guirnaldas de flores, espadas, venenos y bufones, se sostiene sólo mediante esas palabras ordenadas en pentámetros yámbicos que, si seguimos la tesis más que convincente del francés, Shakespeare escribió de un tirón en pocas horas, casi en un arrebato de genialidad que ya lleva más de 400 años de lecturas, interpretaciones y reescrituras.

Es así que el texto poético o teatral se postula no sólo en tanto espacio de creación literaria en su sentido lato y convencional, sino también en su capacidad de renovar el mundo y darle entidad. En ese sentido, la importancia de Hamlet y, en general, de toda la obra de Shakespeare y de los grandes poetas se basa en un impulso fundante que abre las posibilidades de lo humano y las trasciende en un proyecto total: cambiar la vida.

La vacilación de Hamlet y la decisión de Shakespeare

De Yves Bonnefoy. El Cuenco de Plata, Buenos Aires, 2016. 160 páginas.