Al nombre Rubén Darío responden sujetos tan diversos que a veces se contraponen y aun se niegan: el niño poeta, el espantacuras, el corresponsal de La Nación, el embajador, el borracho perdido que olvida sus versos, el amor de Francisca Sánchez, el fundador de escuela, ignorado por su maestro Verlaine, mimado en España, idolatrado en media América hispánica, el torremarfilista, el raro, el lírico decadente, el enfermo de parisitis, el poeta social, el fatuo, el cronista, el renovador de la lengua, el mestizo con manos de marqués.

A 100 años de la muerte de uno de los más grandes poetas de la lengua, la Real Academia Española ha lanzado una edición conmemorativa, como ya hiciera, en poesía, con Gabriela Mistral y Pablo Neruda en 2010. Como en aquellos casos, se trata de una antología, que esta vez incluye parte de la obra en verso y en prosa de Darío, con los poemarios Prosas profanas y otros poemas (1896, edición ampliada en 1901) y Cantos de vida y esperanza. Los cisnes y otros poemas (1905), y las crónicas que conforman Tierras solares (1904). Esta selección y su orden contienen la explicación del título: Del símbolo a la realidad, que presenta por lo menos dos falencias. La primera, y evidente: un título así puede servir para casi cualquier artista, sea o no poeta; la otra, más perniciosa, se sostiene en la organización de las obras (ya que no cronológica), que marcaría cierta “evolución” en Darío, una progresión que va del más puramente torremarfilista al más imbuido en la realidad “real”: la política, la social, la inmediata. Este gesto, que implica en sí mismo una forma de la crítica, vuelve a poner en cuestión la ausencia de vida en parte de la obra del poeta nicaragüense y, de algún modo, marca un retroceso en su valoración. Esto se debe a que incurre en dos errores conceptuales elementales: que la literatura -aun la crónica- puede ser equivalente a la realidad; y que la única forma de, por ponerlo en términos arcaicos, “retratar” esa realidad es mediante el periodismo o la “poesía comprometida”.

A esta escueta selección, cuyo editor no se nombra, se agrega, además, una serie de trabajos críticos (algunos más académicos y otros casi misceláneos) que asedian la obra en prólogos y epílogos, y ocupan más de la mitad del volumen. Lamentablemente, salvo en pocas excepciones, la crítica compilada no aporta nuevas lecturas y, en cambio, prestigia de forma exagerada la presentación de un Darío español, con numerosos estudios sobre sus (a qué dudarlo) fecundos años en la madre patria. A menudo con una prosa que remeda el estilo del homenajeado, falseando uno de sus más importantes legados (la renovación continua del lenguaje, que él nutrió de extranjerismos, arcaísmos resucitados y neologismos), en su mayoría parecen accesorios, acartonados y vacuos, aun desde títulos como “Rubén Darío, lírico perdurable de nuestra lengua”, y a veces incurren en flagrantes errores (uno habla con certeza, por ejemplo, de su improbable e indocumentado romance con Delmira Agustini; otro, de Tierras solares como su primer libro de crónicas, olvidando que España contemporánea lo antecede tres años).

No obstante, entre esos numerosos estudios, escritos por expertos en el tema de diversa procedencia (brillan por su ausencia nombres ineludibles como los de Sylvia Molloy y Graciela Montaldo), cabe rescatar dos, de calidad dispar pero que echan luz sobre sendos Daríos fundamentales. El primero, cuya recuperación esboza Sergio Ramírez en un débil ensayo de apertura, es el periodista. En su breve prólogo al libro de Manuel Ugarte Crónicas del bulevar (1903), Darío sostiene que su autor, siendo poeta, “ha cantado a los caídos” y siendo periodista “ha procurado difundir entre nosotros las ideas que cree justas y verdaderas”. Como se ve, no habla de “realidad”, sino de ideas, e incluso va más allá cuando, por medio de un juicio de su amigo Enrique Gómez Carrillo, se reconoce a sí mismo “únicamente como periodista”. Más allá de la acalorada autoafirmación (en defensa de un oficio que fue su sustento económico y espiritual), se esconde una poética, porque en ese ojo cinematográfico que Darío reclama para el cronista (de claro corte baudelaireano, es decir: moderno) está también el poeta modernista, que capta en todo (en lo vivido y lo soñado) lo inmediato y efímero de la vida, haciendo de cada verso una elegía, un monumento y una barroca advertencia de finitud.

En el segundo ensayo atendible de la obra -el mejor junto al de Pedro Luis Barcia, que incomprensiblemente cierra el volumen-, José Carlos Rovira pone el énfasis en una verdad evidente y a la vez desconcertante: el papel vivo de la crítica en la obra de Darío. La anécdota es harto conocida: tras la aparición en Buenos Aires de su primer libro capital, Prosas profanas..., José Enrique Rodó escribió un ensayo crítico llamado “Rubén Darío: su personalidad literaria, su última obra”, en el que, además de alabar la obra poética del nicaragüense, dictamina que este no es “el poeta de América”, en tanto Rodó limita los “motivos de inspiración” americanos a “nuestra Naturaleza soberbia, y las originalidades que se refugian, progresivamente estrechadas, en la vida de los campos”, y sostiene categóricamente que “no cabe imaginar una individualidad literaria más ajena que esta a todo sentimiento de solidaridad social y a todo interés por lo que pasa en torno suyo”. Esta lectura, que tiene más de un siglo y que ya fue ampliamente superada -aunque no por todos; basta ver el título de este volumen-, fue tan fundamental como la estadía en España de Darío para la gestación de su obra mayor: Cantos de vida y esperanza..., cuya primera parte está dedicada al crítico uruguayo (y parte del placer de su lectura es mayor si se tiene presente aquel ensayo de Rodó).

Por eso esta selección, que no realiza otro viaje que el tautológico “del símbolo al símbolo”, ofrece la posibilidad de leer en un tomo a varios Daríos, en un libro económicamente accesible que compensa sus muchas desprolijidades con una edición cuidada de los textos originales, una amplia (aunque no cabal) bibliografía y un glosario, y que sirve de tentempié mientras esperamos una quimérica edición definitiva de sus obras completas.

Del símbolo a la realidad

De Rubén Darío. Alfaguara/Real Academia Española, Barcelona, 2016. 640 páginas.