El centro de Ramallah, ciudad que en los hechos funciona como capital palestina, parece no dormir nunca. La plaza Al Manara es un hervidero de gente y tiendas, quioscos y mercados que siguen vendiendo hasta la noche. Los comercios muestran en las veredas sus productos: especias y hierbas, panes y dulces, cantidad de ropa y zapatos; los restaurantes exponen la comida tradicional: falafel, shifa, hummus, kufta, kebab. Grandes teteras y cafeteras humeantes difunden olor a té y café.
Al amanecer el muecín recita el adhan desde los minaretes de la mezquita y anuncia la oración. La ciudad parece detenerse, como en un sueño; el tiempo se suspende y cuando termina el culto el frenesí se apodera otra vez de la vida de las personas. En la plaza principal, a cinco minutos del Mausoleo donde está enterrado Yasser Arafat, en medio de un trafico caótico y ruidoso, una manifestación abre una brecha y cruza la plaza con cantos y consignas. Luego se vuelca en una calle lateral recogiendo gente y despertando la atención y la solidaridad de muchos. Reclaman la liberación de Mohamad al Qeiq, periodista palestino detenido por soldados israelíes el 21 de noviembre en Cisjordania y que desde entonces permanece en detención administrativa. Para luchar contra su detención ilegal empezó una huelga de hambre el 24 de noviembre, bajó más de treinta kilos y está al borde de la muerte.
La calma retorna al centro después del pasaje de la manifestación. La carretera entre Ramallah y Ni’lin se extiende entre curvas, árboles de olivos y pequeños pueblos, ociosos y tranquilos en el día del descanso islámico. El paisaje revela una tierra pedregosa y áspera, casi desierta en algunos puntos, dominada por gradas fatigosamente construidas y cultivadas sobre todo con olivos.
Cada tanto aparece una colonia de israelíes que se reconoce por los altos muros de protección alrededor de las casas y la falta de los negros tanques de agua, rasgo distintivo en el paisaje de los pueblos habitados por los palestinos. “Necesitamos los tanques porque el agua está en manos del gobierno de Israel y no llega con regularidad a nuestras aldeas”, cuenta el sacerdote católico Abuna Raed. “Es imprescindible almacenar para no quedar desabastecidos. Las colonias, en cambio, tienen hasta piscinas”, dice con amargura. “Es una de las humillaciones que sufrimos los palestinos, junto a muchísimas otras, pero eso un día terminará, estoy seguro. Nunca en la historia una ocupación como ésa ha tenido éxito”, dice.
El camino sigue, entre bajadas y subidas, y la pequeña furgoneta que nos acompaña se llena de gente que intercambia pañuelos y caramelos, que contesta al celular, que mira por la ventana. Al dejar atrás la colonia de Ni’lin, la furgoneta remonta un camino angosto y empinado, poblado de talleres mecánicos; llega a la cumbre, deja bajar a dos personas y da vuelta atrás. De repente, un fuerte sonido de bocina, repetido y penetrante, rompe la calma y todo súbitamente se detiene para dejar pasar a un grupo de soldados israelíes fuertemente armados que escrutan con atención cada movimiento y a dos jeeps militares. “Eso, según los acuerdos de Oslo de 1993, es territorio palestino”, dice Mana, un italiana que vive desde hace muchísimos años en Palestina y trabaja con una cooperativa de mujeres. “Pero con el pretexto de la seguridad, el Ejército israelí puede entrar cuando le da la gana. Los palestinos no tienen la soberanía en su territorio”, agrega.
La ocupación es un hecho; una fuerza visible y constante también en Ramallah, donde tiene su sede el gobierno de la Autoridad Nacional Palestina. Se cuenta que durante la noche soldados de Israel ingresan a la ciudad y despliegan operativos de allanamiento en los que detienen a personas en las casas palestinas ante la mirada de los policías, que lentamente se retiran.
La ocupación se realiza también por medio de los símbolos: las colonias que Israel construye en el territorio palestino reciben nombres muy parecidos a los de los pueblos palestinos más cercanos, que preexisten desde hace centenares de años. El proceso de aumentar la presencia israelí y hacer retroceder la palestina llevado adelante por el gobierno de Tel Aviv es constante y se despliega mediante diferentes matrices de control: un enredo de leyes, órdenes militares, rutinas de planificación, restricciones de la libertad de movimiento, asentamientos e infraestructuras, que detrás de la fachada de una buena administración y de la seguridad ocultan el control israelí sobre los palestinos.
La expresión más evidente y conocida de ese control es el muro de separación, una presencia incesante y continua que aparece de repente dividiendo, a menudo en el medio, aldeas y pueblos. En Ni’lin, un pueblo ubicado en el este de Cisjordania, con 6.000 residentes y 23.000 emigrantes, el muro pasa a 500 metros de las últimas casas, partiendo los campos de olivos, la principal fuente de ingreso de las familias campesinas. “Construyeron el muro y confiscaron muchos terrenos que nos pertenecían; otros terrenos, que son de mi familia desde hace generaciones, se encuentran al otro lado del muro”, dice Basma, una mujer palestina cuya vivienda se halla justo al comienzo de un sendero de tierra que termina en la contrapuerta de hierro, controlada por el Ejército israelí, que permite el paisaje de jeeps y soldados al territorio palestino y, específicamente, a la tierra de ella y de su esposo.
Basma, cuyo nombre significa “sonrisa”, sigue contando: “Cuando llega la época de la cosecha de aceitunas tenemos que pedir una autorización a los israelíes para trasladarnos a nuestros campos, que se encuentran al otro lado, a recoger nuestra producción. Pedimos para toda la familia -somos ocho personas-, pero el permiso llega para dos o tres, habitualmente mujeres y hombres ancianos”.
Su esposo Ibrahim, electricista, estuvo un año en una cárcel en Israel, acusado de haber organizado las protestas en contra del muro israelí y de haber incitado a otros a participar. “Los soldados llegaron de noche y allanaron mi casa. Permanecí un año en una celda de dos metros por cuatro, junto a otras siete personas. Pude encontrarme con mi esposa tres veces. Cuando volví a la aldea hubo un festejo enorme y desde entonces, junto con la gente de la zona, me sumé otra vez a la protesta que hacemos cada viernes en contra del muro. Yo abrí mis ojos por primera vez en esta tierra y aquí quiero cerrarlos, delante de esas rocas”.
Una vez más
Es viernes. Al mediodía el muecín llama a la oración mas importante para los musulmanes. En Ni’lin los hombres no se reúnen en la mezquita sino en los campos de olivos. Rezan allí, mirando hacia la Meca, y cuando terminan recogen banderas y megáfonos y empiezan la marcha hacia el muro gritando consignas que revindican la libertad de su tierra. Estas manifestaciones se repiten desde 2008. El desfile toma un sendero de tierra y piedras que conduce al muro. En la primera curva se divisan soldados entre los olivos; sus escudos brillan al sol. El sendero vira una segunda vez y justo delante de una encrucijada se escuchan los primeros golpes y empiezan a caer bombas de gas lacrimógeno.
Hombres y adolescentes ordenan a los niños retroceder. Todos caminamos hacia atrás, nos dispersamos y nos escondemos detrás de los olivos. Hay unos minutos de paz. Ahmed, un joven estudiante universitario, me cuenta su historia mientras estamos sentados detrás del tronco de un olivo centenario: “Vivimos así desde hace años. No conozco la libertad; no puedo circular libremente en mi país, estoy continuamente sujeto a las leyes del gobierno de Israel. Nací en 1993, el año de los Acuerdos de Oslo; han pasado 23 años y todo sigue igual. Ahora se está hablando de una tercera intifada, la intifada de los cuchillos. Esa lucha nace espontáneamente entre gente de mi generación, decepcionada de todo. El gobierno de la Autoridad Nacional Palestina ha negociado mucho, pero no ha conseguido ningún resultado. Los chicos que eligen inmolarse saben que su sacrificio es un gesto aislado que llevará como resultado su muerte y represalias en contra de su familia. Es tremendo, pero es la única manera que tienen de protestar”.
Ahora los soldados están disparando proyectiles de goma y los chicos mas jóvenes responden con piedras. Una granada de gas lacrimógeno cae cerca de nosotros y un muchacho la toma en su mano y corriendo la lanza hacia los soldados. Hay mucha neblina ahora y es difícil respirar. Llegan los paramédicos de la Media Luna Roja; llevan puestas mascaras antigás y distribuyen pañuelos impregnados de alcohol para aliviar los efectos de los gases irritantes.
Hassam, un hombre ya grande con cuatro hijos, desahoga su rabia: “Todo eso es responsabilidad del gobierno de Israel. Los chicos ya no tienen ninguna esperanza, no creen en la política. Cada viernes en Ni’lin hacemos esta manifestación para decir que estamos aquí, que resistimos, que ésta es nuestra tierra y no nos movemos de acá. Será una batalla para ver quién resiste más”.
El frente de fuego de la protesta se ha acercado muchísimo y entonces entramos en una casa en construcción. Niños de nueve o diez años suben a la azotea y miran las incursiones de los más grandes desde allá. Vigilan y avisan sobre los movimientos de los soldados. Un hombre toma el megáfono y marcha, solo, hacia los uniformados. Es un israelí que se solidariza con los palestinos. Les habla en hebreo a los militares: les pide que no disparen, les dice que es una situación absurda en la que todos son explotados. Lo dejan hablar un minuto y después vuelven con proyectiles y gases. El hombre se ve obligado a dar marcha atrás. Los soldados avanzan, están prácticamente en la periferia del pueblo, atraviesan los jardines de las casas, los patios con la ropa colgada.
Volvemos a casa de Basma. Está cocinando para su familia. Cuando todo esto se termine volverán a casa a comer. Las chicas están en su cuarto, en el piso de arriba. Samar reza, en un costado. La más pequeña está alerta e informa a los muchachos desde la ventana; entre una cosa y otra me muestra los trajes tradicionales palestinos, los que usa en las fiestas especiales. Fatimah, la más grande, tiene 21 años, estudia psicología y espera poder trabajar para su país ayudando a los niños que viven en Gaza. “Acá es así cada viernes”, me dice. “No sé qué pasará. A veces pienso que nuestra estrategia es equivocada. Luchamos para quedarnos acá, pero deberíamos luchar por nuestra libertad”, sostiene.
Han pasado más de tres horas desde el comienzo de la manifestación. Es tiempo de regresar. Dejamos Ni’lin todavía sumergida en gases y disparos. Cuando llegamos a Belén nos avisan que ocho personas sufrieron heridas de proyectiles de goma. Un chico de 17 años fue golpeado en la cabeza y está grave, pero sobrevivirá.