Varias cosas en este film me recordaron al cine de animación del bloque soviético en los años 50 y 60. Cuando aún había lugar para el orgullo por los logros del comunismo, las películas de animación, hechas sobre todo en Checoslovaquia y Yugoslavia, ostentaban una creatividad apabullante con recursos mucho más baratos que los del estilo Disney, lidiaban con asuntos más complejos y más adultos, y muchas veces tenían un cuño político. Los ciudadanos del “socialismo real” y un poco nosotros -izquierdistas de otros países que las veíamos en festivales y cinematecas- podíamos hacer comparaciones fanfarronas entre ese arte “nuestro” y la estandarización, pueril y enajenada, de la gran industria capitalista.

Hay mucho de eso acá, sólo que tendríamos que desplazar nuestro punto de apoyo al “Tercer Mundo”, agregando al juego la crudeza de cierta “estética del hambre” combinada con una vitalidad tropical. Es notable en esta película que, siendo muy política, no se ocupa en absoluto de la “nueva agenda de derechos”, sino que se concentra en los conflictos de clase y entre los países metropolitanos y dependientes. En la medida en que la “nueva agenda” se dejó atrapar en una simbiosis con tendencias políticas que tienen mucho interés en desconsiderar esos conflictos, es un alivio ideológico, además de una satisfacción nostálgica, una obra que vuelva a ocuparse de ellos. Además, esos problemas no afectan en el film a unos pocos, sino que, a la manera preposmodernista, se incluyen en un relato totalizador, atento a factores estructurales. En la parte que se ocupa del ciclo del algodón, la masa de campesinos es efectivamente masa, estadística, pueblo, como en una película de Serguéi Eisenstein. El patrón representa a la categoría del capitalista industrial, con los clichés correspondientes. Las diferencias están polarizadas incluso en lo tecnológico: la industria del Primer Mundo es futurista, de ciencia ficción; y la tercermundista depende totalmente de la tracción humana.

El visual es alucinante de principio a fin. La base es la figura del niño del título, que tiene mucho de un dibujo de niño chico: sus miembros son líneas, y de las de cada brazo brotan otras cuatro, que son sus dedos y hacen de mano. La cabeza es una circunferencia negra rellena de blanco pleno, con tres líneas arriba que son el pelo. Los ojos, dos rayas grises hechas con algo como crayola. Dos círculos rojizos le dan un poco de color a las mejillas. El único otro elemento de color es una remera a rayas blancas y rojas, arquetípica de varón pobre en el Brasil de hace cuatro o cinco décadas. Ese niño, de colores negro, blanco y rojo, aparece muchas veces sobre un fondo blanco, desnudo, pleno: austeridad minimista. De pronto, a medida que el film avanza, se le suman otros estilos y técnicas. Hay alguna cosita hecha con computadora, collages, dibujos a crayola, manchas de lo que parece ser acuarela, efectos de iluminación, explosiones de colores, brevísimos flashes de imágenes fotográficas un poco extrañadas en sus colores para casarlas con el resto. No hay minuto sin alguna sorpresa visual. Pese al eclecticismo, la obra se las arregla para fijarse en nuestra mente con un estilo definido, o quizá con una combinación peculiar de recursos.

Cuando ese niño rural preglobalización entra en contacto con la maquinaria de la modernidad, la asocia con bichos: el tren es un ciempiés que fuma una pipa; los barcos, patos; los submarinos, ballenas; los tanques de guerra, elefantes; las grúas, enormes gallinas. Contra la corriente de la animación moderna, el sonido no es naturalista, sino casi siempre claramente artificial y de tipo artesanal, a menudo con instrumentos musicales.

La película no sólo es preciosa y riquísima en lo gráfico, sino también en lo poético, en el modo en que alterna estilizaciones expresivas con alegorías visuales para contar una historia que no depende de lo verbal. Es más: se representa el acto de hablar, pero la gente no dice palabras comprensibles, sino cadenas fonéticas que no corresponden a ningún idioma. Podemos captar algo en el tono de voz, pero todo lo demás corre por cuenta de lo visual y de lo sonoro extraverbal. Incluso hay un momento, ambientado en una especie de favela, en que suena un rap cantado en el no-idioma del resto de la película (y quizás el principal traspié es la canción sobre los créditos del final, en la que la verbalización de los temas principales queda como una banalización).

El niño integra una familia campesina pobre, en un lugar semiárido. Su padre deja el hogar, al parecer forzado por la penuria, para buscar trabajo en la ciudad. El film lidia con el periplo del niño en su busca. El estilo de los dibujos implica una delgadez extrema, y los rostros pálidos, con esos ojos verticales y sin pupilas son medio cadavéricos, cosa que vinculamos a la miseria. Sólo vemos ojos y bocas naturalistas en los afiches publicitarios de la ciudad, mostrando un tipo de gente que en el mundo de la película no parece existir.

Pero el principal elemento simbólico de toda la película es probablemente la música. El padre suele tocar la flauta y hace una melodía característica. De su instrumento emanan unas burbujas anaranjadas. El niño guarda una de ellas en una cajita, y cada vez que la abre escucha como el eco lejano de la música, que condensa la nostalgia por su papá. Cuando se topa con una multitud carnavalera, ellos tocan, en una especie de representación abstracta de lo popular, la misma melodía, que por lo tanto no es sólo del padre, sino del “pueblo”. Está asociada a un festival de colores y a una vibración que hacen pensar en la metáfora preferida de Chico Buarque en sus tiempos de cantor político: el carnaval como representación de la energía popular, de “lo qué será”, de la esperanza de triunfo. No es un carnaval específicamente brasileño, sino una síntesis/fusión de elementos de distintas regiones de Brasil con carnavales andinos y mexicanos. Cuando aparecen militares, vestidos de negro y marchando con paso de ganso, las burbujas de la música que emiten son negras. Y hay una escena, la más bolche de toda la película, en que las burbujas de ambas músicas conforman aves que se van a pelear: la del pueblo es multicolor, parece el Pájaro de Fuego de la mitología rusa (aun más bolche); la de los milicos es un ave negra, que a veces pierde sus curvas y queda angulada como el águila nazi.

El mundo pobre del film (que se vuelve miserable con el avance de la tecnificación y la dictadura) parece de hace varias décadas. Así como la ideología de la película es un poco nostálgica, el mundo que pinta también lo es (y suena a homenaje que, de muchas fuentes posibles para imágenes de la devastación amazónica, se usen las de notables cineastas políticos brasileños de los 70: Leon Hirszman, Orlando Senna y Jorge Bodanzky). Eso conecta con otro aspecto, más personal, existencial y abierto. El niño pronto va a ser adoptado, orientado, protegido por un adulto. Se trata de un humilde artesano que realiza bellezas en música y en tejido: nada que vaya a cambiar el mundo, pero cosas que alegran la grisura de las favelas. Hacia el final se insinúa que ese hombre es el propio niño, con una dimensión metafórica muy sensible, casi psicoanalítica: el niño es forzado a crecer y a protegerse haciéndose adulto; el adulto agasaja su costado infantil, su recuerdo, sus expectativas y fantasías nunca totalmente alcanzadas, que le permiten subsistir en forma psicológicamente íntegra.

Dentro de lo que parece ser un lineazo político, esa dimensión -importantísima en el juego emotivo- no encaja fácilmente en ninguna moraleja o descripción estructural del mundo. Quizá refiera a las expectativas -hasta ahora derrotadas- de que se revierta la opresión del capitalismo y el imperialismo, pero el film no desemboca en ningún tipo de catarsis u optimismo, tan sólo en la conciencia de una semillita de esperanza que no murió y se puede plantar, la permanencia de una tenue, aunque concreta y resistente, ebullición vital.