Una niña ciega que forma parte activa de la resistencia a la ocupación, un huérfano albino seducido por un grupo de fanáticos, un diamante mágico llamado Mar de Llamas. Fácilmente podría pensarse que se trata de un cuento de hadas a lo Disney, una novela de fantasía para adolescentes, y no necesariamente de las buenas. Sin embargo, me refiero a La luz que no puedes ver (traducción del original All the Light We Cannot See, que cambia el sujeto y, con él, el sentido) de Anthony Doerr, ganadora en 2015 del premio Pulitzer y de la medalla Andrew Carnegie a la excelencia en ficción.

Situada en su mayor parte en la idílica ciudad francesa de Saint-Malo o a bordo de un Opel que recorre media Europa en busca de partisanos, la novela sigue los destinos de Werner, un niño genio hijo de mineros que será corrompido por las Juventudes Hitlerianas (cuyas autoridades están dibujadas en trazos simples como un grupo de tullidos demonios sádicos) y de la valiente Marie-Laure, hija del cerrajero del Museo de Historia Nacional de París y lectora de Julio Verne. El lapso de la acción, que va desde mediados de los 30, cuando el nacionalsocialismo se consolida como un estruendo en una Alemania moralmente aplastada mientras que -si tomamos a Doerr como fuente- nada pasa políticamente en Francia, hasta el fin de la Segunda Guerra Mundial, es narrado desde el punto de vista alternado de los dos protagonistas (junto con algunos personajes secundarios, como el caricaturesco Reinhold von Rumpel o el misterioso tío abuelo de Marie-Laure, Etienne) y su prosa mantiene, a lo largo de más de 600 páginas, un frágil equilibrio entre el laconismo (frases cortas y telegráficas, capítulos breves, acciones ínfimas) y el melodrama (que se cuela por momentos al principio y se apodera del tono en el último tercio).

En ese juego de personajes, subtramas e idas y vueltas temporales (de 1944 a 1934, de 1945 a 1974 y de ahí a 2014...), Doerr se muestra como un narrador más que competente y, aunque la rápida sucesión de capítulos que cambian cada vez el punto de vista puede resultar cansadora, en general aporta ritmo a la historia, que se desarrolla por momentos vertiginosamente pero sin saturarnos. Con períodos interesantes y a veces muy bien logrados, en los que mezcla con acierto ciencia y literatura, el estilo padece la sobrevaloración de algunos elementos comunes en cierto tipo de literatura, presuntamente “poéticos” en sí mismos y cuya sola inclusión en un párrafo pretende “poetizarlo” (hablo, por supuesto, de los pájaros, el mar o la lluvia), y que llevan a Doerr a crear fastuosos remates demasiado parecidos a frases rimbombantes, como para mantener un ambiente de “cuento de hadas”, o son meros golpes de efecto (algunos ejemplos, al final de capítulos: “y el sueño cae sobre ella como una sombra” o “No te abandonaré jamás, ni en un millón de años” o “y [como si] el cielo se hubiera convertido en el mar y los aviones fueran peces hambrientos que intentan atrapar a sus presas en la oscuridad”), pero que a veces logran ser algo más.

Esos breves instantes justifican la lectura, son pequeños descubrimientos que relucen en una novela a la que empobrece el aura que le confieren sus premios. Sin embargo, aunque en términos generales la escritura es correcta (por más que esté plagada, aun en la traducción, de incómodas oraciones en francés y en alemán, que en lugar de aportar a la verosimilitud hacen patente su carácter artificial), y se puede notar, casi “ver”, que el autor hizo un inmenso esfuerzo por mantenerse lejos del sentimentalismo; y por más que logra crear protagonistas carismáticos y queribles a la vez que antagonistas feos y perversos, La luz que no puedes ver no pasa de ser una obra entretenida, aunque peligrosa.

Entonces queda la pregunta: ¿cómo puede ser peligrosa una novela que hace todo por mostrarse inocente? Por un lado, con un argumento que se sostiene en una serie de coincidencias que sólo podemos considerar “mágicas”, y que la acercan al enorme país donde reina la insoportable película Amélie; por otro, mediante el abuso de clichés sobre la guerra y la banalización, en general, de sus atrocidades (por ejemplo, se equiparan las invasiones nazis con la defensa de Francia), que la colocan cerca de otras obras lacrimosas y pobres como El niño con el piyama de rayas (la novela y el film); por otro, aun, debido a su simplificación, que demoniza a algunos (los rusos, por ejemplo, que aparecen brevemente para violar niñas) y santifica a otros, promoviendo (y sé que una novela no debe ser un libro de historia, pero, como toda obra artística, crea imaginarios) un revisionismo simplista de la Segunda Guerra Mundial.

¿De qué modo, entonces, es peligrosa esta novela?: tratando, como denunciaba Dominic Green en su reseña para la revista New Republic, un tema terrible de manera candorosa; volviéndose, por lo forzosamente complaciente de su historia, acrítica y grotesca, como esos grupos de Tumblr que suben fotos de gatitos que se parecen a Hitler.