Es innegable: los aniversarios tienen un encanto irresistible. Este año recordamos, aun los más renuentes, 500 años de la muerte de El Bosco, 100 de la de Rubén Darío y, en junio, 30 de la de Jorge Luis Borges. La lista es larga; las editoriales no escatiman en ediciones de lujo, los museos en retrospectivas ni los ministerios de Cultura en homenajes. Miguel de Cervantes y William Shakespeare cumplen también este año (y, quiere la tradición, el mismo día) 400 años de muertos, y las celebraciones no se hicieron esperar. En Alcalá de Henares y en Stratford-upon-Avon, sus respectivas ciudades natales, el ambiente es festivo, al igual que en los teatros y en las librerías de medio mundo, que lentamente fueron atiborrando sus carteleras de estrenos y reposiciones, y sus vidrieras de reediciones y novedades. Las caras de ambos, icónicas como pocas, se repiten hasta el vértigo, y desde Londres y Madrid nos miran fijamente, casi desafiantes.

Uruguay no es la excepción. Los espectáculos y jornadas ya llenan las agendas culturales con centro en Montevideo, declarada el año pasado Ciudad Cervantina. El 21 de este mes, por ejemplo, es el estreno en la sala Zavala Muniz de una adaptación teatral de Gastón Borges del “Coloquio de los perros”, una pieza maravillosa de las Novelas ejemplares de Cervantes, que de algún modo funciona como anticipo del Festival Internacional Cervantino, que se desarrollará en octubre y noviembre, bajo la cura del director del Centro Cultural de España, Ricardo Ramón Jarne; del coordinador general del Instituto Nacional de Artes Escénicas, José Miguel Onaindia, y del asesor artístico Augusto Techera, y que contará, entre otros espectáculos, con la escenificación de Entremeses por el Teatro de la Abadía, de Madrid.

Shakespeare será homenajeado el 23 en el Cementerio Británico de Montevideo, donde habrá una visita guiada por el arquitecto Eduardo Montemuiño (con parada obligada frente a la tumba de Armonía Somers, cuya obra cumbre, Sólo los elefantes encuentran mandrágora, cumple 30 años) y una charla a cargo de la profesora Lindsey Cordery, encargada de la cátedra de Literatura Inglesa en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación. Asimismo, desde febrero se ha venido desarrollando el segundo Festival Shakespeare en la capital y el interior, que tuvo como puntos altos una conferencia del reconocido académico James Shapiro y la visita del actor George Irving, que presentó en Montevideo y Canelones el unipersonal Anthony Unbound, y la semana que viene (del 18 al 23) se celebrará en Punta del Este la Experiencia Shakespeare, que tendrá como actividad central un seminario sobre La tempestad a cargo de Julia Cleave, integrante del Shakespeare Authorship Trust. Se vienen, además, varios estrenos teatrales que dialogan con la obra del bardo inglés o la reinterpretan.

Entre el bienvenido clamor de las celebraciones, sin embargo, hay una pregunta que se impone, más allá de la importancia histórica y la maestría literaria de los homenajeados, y que tal vez valga la pena considerar, aun brevemente: ¿para qué leerlos?

Es imposible y absurdo intentar resumir en una página las excelencias de Cervantes y de Shakespeare, que posiblemente sean, junto a Homero y Dante Alighieri, los escritores más citados, estudiados y leídos de la historia de Occidente, pero tal vez eso no sea necesario para responder a la pregunta, que encierra en sí misma una discutible afirmación: la literatura (y, en sentido más general, el arte) debe servir, ser útil. A pesar de que la premisa se ha puesto en duda, los siglos XVI y XVII, tan afines a la poética horaciana, la tomaron en general por cierta. ¿Sería válido, entonces, preguntarnos por qué leer el Quijote hoy o por qué leer Macbeth o Cuento de invierno? ¿Qué tienen estos muertos para decirnos, cuando la sola mención de sus nombres es suficiente para vencer a la mayoría de los posibles lectores, y cuando, aunque los hablantes en español y los hablantes en inglés los citamos todo el tiempo sin saberlo, resulta difícil verlos como parte de nuestro mundo, de nuestras vidas?

Para contestar esas cuestiones, tal vez venga bien revisar dos escenas simétricas del Quijote, ubicadas una en cada parte. En la primera se lee en voz alta, según el gusto de la época, una novela al estilo de Giovanni Boccaccio, El curioso impertinente, cuya acción se prolonga por varios capítulos. En la segunda, los personajes leen las aventuras del propio Hidalgo y se reconocen personajes, leyenda. Borges vio en esta última escena, y en la obra que escribe Hamlet para tenderle una trampa a su perverso tío, un procedimiento que espanta porque nos hace pensar que también nosotros somos criaturas ficcionales. Si bien es evidente que esa percepción resulta, además de teóricamente muy fértil, filosóficamente inquietante, no es la que quiero destacar hoy.

Quisiera resaltar esa misma figura que ambos autores tan esmerada y repetidamente señalan: la del lector, la del espectador. La del que ve, oye o lee la obra, la vive, la discute, la refuta, pero sobre todo la hace propia. Esas posibilidades, alentadas por los grandes artistas, están entre las actividades creativas más complejas de las que los humanos somos capaces.

Si bien es claro que cada época tuvo su Cervantes, su Shakespeare, y que lo que hoy se censura en nombre de “la corrección política” ayer fue censurado en nombre de “las buenas costumbres” o “del buen gusto”, lo maravilloso de estas obras radica en su inmensa resistencia a las malas interpretaciones, a las peores traducciones, a las inquisiciones religiosas o morales. Porque su característica más sobresaliente no es otra que la libertad.

¿Dónde radica esa libertad? En la multiplicidad de sentidos que promueven. Hay que leerlos, entonces, no porque debamos, sino porque desafían nuestras nociones más básicas, porque nos muestran un mundo complejo que no se ajusta servilmente a nuestras expectativas, porque no nos ofrecen productos acabados, sino auténticas obras en construcción, que nos imponen la necesidad de decodificarlas a la vez que rehúsan la univocidad, porque nos dan un universo hecho de palabras que abre ante nosotros todas las posibilidades de lo humano y porque, siendo la libertad, nos hacen libres, y aunque esto parezca un cliché, no es por eso menos cierto.

A principios de este año se difundió en varios idiomas un artículo de David Cameron glorificando al bardo, orgullo de su patria y de la humanidad. Recientemente Arturo Pérez-Reverte elogiaba la actitud del primer ministro británico a la vez que atacaba, con su estilo, a Mariano Rajoy y su rutilante analfabetismo funcional. Sin embargo, Pérez-Reverte no se detiene en un factor que considero fundamental: en la apropiación de la obra artística que significa de hecho el discurso de Cameron. Ahí donde está el poder, no debería estar jamás el arte, justamente porque esa intrínseca libertad de la que hablaba antes es la más magnífica e innegable cualidad de los clásicos. Prácticamente todos los gobiernos españoles e ingleses intentaron, respectivamente, apropiarse de la figura de Don Quijote o de Enrique V, o imitaron (a veces hasta la inmotivada parodia) discursos de Julio César o Antonio, pero la fuerza de los clásicos no depende de esos evanescentes usos, de eslóganes y frases hechas. Ha dependido siempre y únicamente de los lectores comunes, de nosotros. No leerlos, no interpretarlos, no juzgarlos, no criticarlos, no dejarnos vivir por sus aventuras o conmover por sus palabras, no sentir con ellos, con esos personajes que (no podemos cansarnos de decirlo) son ahora más reales que las personas que los crearon, es dejar que otros los lean por nosotros, los interpreten por nosotros, los hagan suyos. Es perderlos.

Hacia el final de La tempestad, Próspero exclama “I’ll drown my book”. No ahoguemos los libros; ahoguemos, por un momento, el mundo, abandonémoslo y volvamos a leer, con ojos inocentes, lo más alejados de agendas y modas que podamos, a Shakespeare y a Cervantes. Como Alonso Quijano, sólo correremos un riesgo: no querer volver.